El empleado del depósito se sorbió los mocos y miró en un fichero.
—Luis García, Luis García… —iba diciendo—. ¡Aquí! ¿Es usted pariente?
—Amigo —le dije.
—Pues sólo lo entregamos a los parientes de primer grado, y si éstos no existen, o en su defecto, a los de segundo grado.
—Ya.
—Lo siento, es el reglamento.
Le largué un billete de cinco libras. El tipo lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de la bata.
—Tres días, lo tendremos aquí tres días. Después irá a la fosa.
—Estaré aquí antes.
—¿Quiere sus efectos personales?
—Después. Y cuídelo —le sonreí—. Le daré otras quinientas.
—Sólo tiene que preguntar por mí —contestó.
El mismo portero seguía disfrazado de pirata en la puerta del Corsario Negro, pero el camarero de la barra era otro. Parecía educado y joven. No había ninguna chica en los taburetes.
—Quiero ver a Luis Torrente —le dije.
—No está, señor —respondió.
—¿Seguro?
—Sí, señor —respondió.
El local estaba prácticamente vacío. Un grupo de personas hablaba con voz queda en uno de los rincones. Una mujer alta se acercó a la barra y se sentó a mi lado.
—Hola, Toni.
—¿Me conoce?
—No está Torrente. Dice la verdad —señaló al muchacho.
—¿Estabas con él el otro día?
—Sí, me llamo Isabel.
—Estaba muy oscuro.
La mujer sonrió.
—Yo sí me acuerdo de ti. ¿Invitas a algo?
—No.
—No importa —se dirigió al camarero—: Venancio, lleva a la mesa cuatro una copa de anís. ¿Me acompañas?
—Sí, y llévame otra —le indiqué también al camarero, y la acompañé hasta la mesa.
Se sentó y cruzó las piernas. Tenía ojos grandes y despiertos y ya no era demasiado joven, pero sus piernas eran bonitas. El camarero trajo las dos copas y la mujer dijo:
—Ten cuidado. Cuando te fuiste, Torrente llamó por teléfono, no logré saber a quién, y dijo que tú andabas buscando a alguien llamado el Alemán. La otra persona se enfadó mucho. Escuché a Torrente decirle que fue Ana, que él no sabía nada. Parecían todos muy enfadados. Sobre todo Charlie, que es un mal bicho. Dijo que te iba a matar.
—¿Por qué me dices eso?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Me gustó lo que le dijiste a Charlie.
—Si se entera Torrente, no le hará gracia.
—No va a venir. Le dijo a Charlie que ahora tendrían que trabajar rápido, y se despidió de mí hasta la semana que viene —bajó la voz—. Han venido unos sujetos a preguntar también por Torrente y por Charlie.
—El Vasco Recalde —dije yo.
—No sé cómo se llamaban, pero no parecían amigos de Torrente ni de Charlie.
Me bebí la copa de anís. Ella sorbió un poco de la suya.
—¿Dónde vive Torrente?
—No lo sé, de verdad. No me lo ha dicho.
—Cuando salís de aquí, ¿adónde vais?
—Al Metropol.
—Muy interesante. No conocerás a la manicura, ¿verdad?
—¿Ana? Un mal bicho, orgullosa y desgraciada.
—¿Hacéis muchas fiestas allí? Seguro que Elósegui asiste. ¿No es cierto?
—Tengo que ganarme la vida. Se saca mucho en esas fiestas —se encogió de hombros.
—No te reprocho nada —la mujer me sonrió tristemente—. ¿Por qué me cuentas todas estas cosas?
—Debo estar en un mal momento. Vamos a otro lugar, aquí no podemos estar sin consumir —la miré con extrañeza—. No hablo mucho con los hombres —añadió.
Nos levantamos y nos dirigimos a la puerta.
—En mi cuenta —le dijo al camarero—. Volveremos luego.
Salimos a la calle y ella se cogió de mi brazo.
—¿Te importa? Tengo unos tacones demasiado altos.
—No debiste haberme invitado.
—¡Los hombres! —exclamó ella.
Íbamos caminando por Augusto Figueroa arriba y no hacía frío y todo estaba tranquilo y era como si paseásemos sin nada en que pensar. Nos detuvimos al llegar a la calle Barbieri, que estaba iluminada como una verbena, y se oía la música de los aparatos ponediscos de los bares.
—Aquí viví mucho tiempo, cuando era una niña —me dijo ella—. En cambio, ahora trabajo cerca y el tiempo que hace que no paso por esta calle. Yo vivía ahí —me señaló una casa—; mi madre era portera y todavía me llaman la hija de la portera. Estuve en Barcelona, ¿tú estuviste en Barcelona?
—Sí —le repliqué.
—No me gustó nada Barcelona. Mucho humo y mucha hambre, y entonces era joven y bonita.
—Ahora eres bonita.
—¿Te lo parezco? —me apretó el brazo—. ¿Crees que soy bonita?
—Sí, lo eres.
—Tienes los brazos demasiado grandes para la chaqueta. ¿Estoy diciendo tonterías?
—Sí, pero no importa, quiero emborracharme hoy.
—Emborracharse da suerte. A mí me da suerte.
—Yo conocí a un borrachín sin suerte.
—¿Qué le pasó?
—Lo mataron.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¿Cómo fue?
—No importa cómo fue. Lo hicieron de la peor forma posible. Ahora está muerto y era un buen tipo.
—No pensemos en nada malo y vamos a emborracharnos.
Entramos en un bar, bebimos cerveza, y luego fuimos a otro y seguimos haciendo lo mismo. Ella se emborrachaba de forma inmejorable: no organizaba bullicio, ni se ponía pesada. Lo hacía conservando una gran dignidad, pero después de visitar muchos bares sentimos hambre y decidimos comer algo.
Bueno, la invité a cenar en la taberna Carmencita. Comimos sesos y chuletas de cordero y ensalada, que nos trajo Pepe, y bebimos el vino de la casa que sirve mi amigo Rafa en botellas de cristal verde. Luego fuimos al Can Can, que está en la calle San Bartolomé, y bailamos muy juntos y suave, cada uno pensando, quizá, en otra persona y en otro tiempo y en lo que podía haber sido la vida y no es, y terminamos por emborrachamos del todo, riéndonos como locos, hablando de todas las tonterías imaginables, y luego ella me llevó hasta su casa que estaba cerca. Una casa muy limpia y llena de muñecas y de revistas de colores, y me dijo que nunca llevaba allí a ningún hombre, que yo era el primero. No me dijo nada de pagar, y por la mañana la miré dormir con el pelo negro suelto entre las sábanas y la encontré bella y me fui, dejándole dinero encima de la mesilla de noche, porque todos tenemos que vivir y yo no la iba a ver más.
De modo que salí a la calle tan aliviado como un pájaro y con el cuerpo lleno de música, que se fue acallando al tiempo que terminé mi tercer café en un bar cualquiera.
—Ya nos queda poco verano. ¡Qué lástima! —suspiró el peluquero del Metropol, ataviado como un cirujano y tan elegante como se supone que van los cirujanos.
—Sí —le alcancé a decir.
—¿Le pongo loción?
—Pon lo que quieras.
—¿Qué marca desea?
—La que tenga más colores y te guste más.
—Le pondré ésta —me enseñó un frasco—, la anuncian por televisión.
—No tengo televisión.
—¿No? ¡Qué lástima! Yo no me pierdo ningún programa.
—Tienes suerte —le dije, y me masajeó la cara con delicadeza y experiencia.
—¿Quiere que le limpien los zapatos, señor?
—Nunca me ha gustado que me limpien los zapatos. Mi padre fue limpiabotas.
—¡Je, je, je! —rio el peluquero—. ¡Qué gracioso es usted!
—Pero me gustaría que me hicieran la manicura. Mi amigo Luis Torrente me ha dicho que aquí la hacen de maravilla. Observa cómo tengo los dedos.
—¡Qué pena de dedos! —exclamó el chico.
—No me los cuido.
—Y las manos, las tiene usted… un poco…
—¿Raras?
—No diría raras. Esos nudillos…
—¿Grandes?
—Sí, grandes. Demasiado grandes y… Si quiere yo le podría arreglar los dedos. Dígame el número de su habitación y subiré a arreglárselos. ¡Tiene las manos tan calientes! Me gustan, son tan…, tan primitivas.
—Primitivas, ¿eh?, pero me las vas a desgastar, chico.
—Disculpe, me gusta mucho mi profesión… Soy manicura diplomado, ¿sabe?
—Enseguida se nota que eres un montón de cosas. Dime, ¿cómo te llamas?
—Basilio.
—Mira, Basilio, mi amigo Torrente me ha dicho que si alguna vez necesito que alguien me arregle las uñas pregunte por Ana, ¿cuándo viene?
—Ni se sabe —dijo molesto el muchacho—. No sé qué tiene Ana. Ana es como todas. No sé qué tiene.
—Probablemente tú hagas las cosas mejor que Ana, ¿verdad?
—No le quepa duda.
—Torrente siempre ha sido un poco chorizo. No sabe distinguir. ¿Cuándo viene?
—¿Torrente o Ana?
—Cualquiera de los dos —le repliqué.
—No lo sé.
—Creo que se ha reído de mí. Me dijo que me iba a invitar a una fiesta aquí, y mira, ni aparece.
—¡Es un bruto! —exclamó—. No me gusta nada su amigo. Yo no sé nada de las fiestas, me llaman y ya está. Hace mucho que no voy a ninguna.
—Vaya guateques los que hay aquí —suspiré—, me voy a tener que marchar al pueblo sin ir a ninguno.
—Hace bastante tiempo que no hay nada aquí. Esto está muerto.
—No, hombre, ¡qué me dices!, si me dijo Torrente que iba a haber uno ahora. Me parece que he perdido su dirección; anda, dámela.
—No sé dónde vive, yo sólo soy un empleado. ¿Usted vive aquí?
—No.
—Yo puedo ir a su casa, si quiere. Le arreglaré los dedos mejor que Ana, ella…, yo soy mejor. Me gustan sus manos —me sonrió dulcemente, parecía un pájaro perdido.
—Déjame las manitas, Basilio. ¿Dónde vive Torrente?
—No lo sé —me contestó con un mohín.
Me levanté del sillón de barbero, le pagué y me fui. Él se quedó allí, agitando con expresión triste el trapo blanco que me había puesto al cuello.