—¿Ana? —pregunté por el auricular. Eran más de las cuatro y los rayos del sol atravesaban desde el balcón toda la sala—. Soy Antonio Carpintero. Usted quería hablar conmigo.
—Quiero verlo, Toni —escuché su voz.
—No hace falta, le dije a Elósegui que dejaba el trabajo. Usted ya lo sabe, cometí un error al hacerle caso, no es más que una empleada de Elósegui…, y muy embustera.
—Necesito hablarle —su voz sonaba dulce a través del hilo telefónico—, déjeme explicarle. ¿Cuándo nos podemos ver? Quiero verlo lo antes posible.
—Lo siento. Estoy muy ocupado.
—¿A las seis en la cervecería Hamburgo? Por favor, no perderá nada.
Colgué, encendí un cigarrillo y salí a la calle. Fui hasta la plaza, me metí en el bar de Vicente y pedí un café doble. Pensé si no debería buscarme algo un poco más serio, como trabajar para don Julián en sus almacenes con un uniforme marrón y la pistola y un cartelito cosido en el pecho que pusiera «Seguridad». Podría, pero uno está ya demasiado viejo para vestirse de fantoche. Además, ¿qué clase de trabajo era ése? Tendría que estar todo el día observando con aire torvo a los que merodeaban alrededor de los estantes de ropa y casetes. A cambio, conseguiría lo suficiente para no preocuparme por comer y podría salir los sábados y domingos, y hasta quedarme en la cama si quisiese. Me harían rebaja en la ropa y en los electrodomésticos. Eso o aceptar lo que me había ofrecido el Botines en el club que va a abrir por la Puerta del Sol. Pero yo no quiero trabajar para el Botines, o mejor, no puedo. Ahora que se ha muerto el General han cambiado los tiempos, pero ¿han cambiado realmente?
Terminé el café y salí a pasear haciendo tiempo. Bajé al aparcamiento subterráneo y saludé a Gonzalo, el muchacho que hace el turno de día. Me saludó y siguió leyendo una revista de colores. Llegué al tercer subterráneo y llamé al Yumbo. Nadie me contestó. En el rincón detrás del ascensor donde el Yumbo tiene su casa vi el bulto de la manta, una botella vacía y sus pies asomando. Pensé en despertarlo, pero si todavía no lo había hecho, sus razones tendría. De modo que di media vuelta y salí de nuevo.
—El Yumbo sigue durmiendo —le dije a Gonzalo.
—No le he visto hoy —me contestó—. Debe tener una tranca de aúpa.
—Eso debe ser. ¿Todo bien?
—Sin problemas.
Hacía un sol de jubilado y caminé hasta el Torre Dorada. No había nadie y me senté en mi lugar; se oía la radio desde la cocina y el ruido del trajinar de platos. Dora se asomó por el ventanillo.
—¿Eres tú? ¿Ya has venido? Anda, ven aquí conmigo —pasé dentro—. No está el Rubio. Ha querido ir a la compra. ¡Qué guapo estás!
—Eso ya me lo dijiste ayer.
—¿Cuando sea rica te vendrás conmigo? Anda, dame un beso.
—A eso, ahora lo llaman incesto.
—Siempre vas tan elegante… Me gustas.
—Se te va a pegar la comida.
—¿Te acuerdas de aquel mes de permiso, Toni?
—De eso hace ya mucho tiempo, Dora. Yo era muy joven y estaba borracho.
—Pues las cosas que hicimos… ¡No hace falta que te vayas, hijo! No te voy a tocar.
Sacó una olla del fuego, la destapó y la olió. Yo me senté en una de las sillas y encendí un cigarrillo.
—¿Qué hay de comida? —le pregunté—. Eso parece cocido.
—Es cocido. Cuando sea rica comeré en los mejores restaurantes y viajaré mucho. Quiero ir a París y comprarme ropa. Y mi Toni irá como un brazo de mar.
—No sirvo de chulo. ¿Qué coño te pasa?
—Mírame, Toni. No estoy tan mal. He engordado un poco, pero a muchas jóvenes las querría yo ver a mi lado. ¿Ya no te acuerdas de aquella noche?
—No, no me acuerdo.
—Cantaba yo eso que a ti tanto te gustaba, Tú me acostumbraste a todas esas cosas… —cantó un poco y luego soltó una carcajada—. ¡Ay, qué loca estoy! —exclamó. Luego dijo—: Vete a que te dé el aire. Si me miras no puedo hacer nada, anda, tómate un botellín.
Salí fuera. Desde el mostrador le dije:
—Va a venir luego el periodista aquél, Tomás. ¿Te acuerdas?
—¿El de las gafas y el bigote? —gritó desde la cocina—. Muy simpático.
Cogí un botellín frío y salí a la puerta. Me lo estaba bebiendo cuando el Rubio llegó arrastrando dos bolsas enormes.
—¿Tú por aquí? —me guiñó un ojo—. El Salva se ha ido esta mañana de la pensión.
—Enhorabuena, pero llévala de vacaciones, está un poco rara.
—Sí, vamos a ver.
Pasó dentro y yo me senté a esperar a Tomás mientras Dora y el Rubio lavaban los platos.
—Ése no viene —dijo Dora, secándose las manos.
—Esperaré un poco más y luego me marcharé.
—¿Quieres que te deje café? Yo me voy a dormir un poco.
—Buena idea.
—Pero será de pucherillo.
—Me gusta así.
Me preparó una cafetera y me la puso en la mesa. El Rubio apagó la radio y se vino con nosotros.
—¿Te subes, Dorita? —le dijo a mi prima.
—Sí, tengo mucho sueño —contestó ella.
—Cuando te vayas, cierra la puerta con llave y échala por debajo —dijo el Rubio y me dio la llave.
Pasaron al interior y no tuve que esperar mucho tiempo. Tomás llegó al rato con su cartera de cuero negra.
—Perdona, chico, pero me he entretenido un poco. Me encanta este barrio, en serio. Tengo que mudarme aquí.
Serví el café y nos lo bebimos.
—Gracias por todo, Toni —añadió—. Me has ayudado mucho. Estuve en el gimnasio y casi me matan, allí no se puede pasar. Hemos sacado fotos de la puerta. Será suficiente.
—¿Qué tal ayer?
—Terrible. La policía cargó y detuvo a gente: no se pudo efectuar la manifestación. Hubo palos a manta y los muchachos, aquellos de azul que vimos, atacaron también, dando vivas a la policía. A ésos no los detuvieron —se pasó la mano por el pelo—. Un grupo de gente cortó el tráfico y apedreó a la policía. A Elio lo alcanzaron en el hombro con una bola de goma. Está jodido.
—¿Cuándo vas a sacar el reportaje?
—Ya he hablado con el director. Vamos a esperar un poco y lo sacamos en una serie de tres.
Nos bebimos otra taza y charlamos un poco de asuntos que tenían que ver con el periodismo y con este barrio. Tomás estaba decidido a mudarse.
Hice con la llave lo que me había dicho el Rubio y salimos a la Plaza Mayor. Nos tropezamos con el Chirla, que llevaba un abrigo hasta los pies y un clavel rojo en la boca. Le acompañaba un sujeto renegrido con una manta a la que había hecho un boquete, por donde asomaba la cabeza. Cantaban Desde Santurce a Bilbao con una botella en la mano.
Nosotros bajamos los tres pisos del aparcamiento subterráneo y rodeamos el sótano hasta el ascensor trasero.
—¡Dios! ¿Ahí duerme el Yumbo? —exclamó Tomás.
—Y es feliz por poder hacerlo. O esto o bajo el puente.
Volví a ver sus zapatillas de lona en la misma posición de antes. No se había movido. Hay muchas maneras de quedarse quieto, pero sólo una es la causada por la muerte. Me arrodillé a su lado y levanté la manta que le cubría la cabeza. No hizo falta tomarle el pulso, estaba helado y casi azul. La dentadura se le había escapado de la boca y rodado al suelo. Apestaba a vino, estaba impregnado desde la cabeza a los pies. Parecía descansar en una inocente postura fetal, pero estaba muerto. Me arrodillé a su lado y encendí el mechero. Aparte de su gorro y la botella vacía, no había nada más. Lo moví para registrarle y Tomás gimió.
—¡Dios mío, Dios! ¡Está muerto! —se apretó la boca.
—Procura no vomitar. No compliques las cosas.
Retrocedió hasta la puerta del ascensor. Allí vomitó largo y tendido.
Le registré los bolsillos, encontré envuelto en plástico su viejo carné de la Federación de Boxeo, el documento nacional de identidad y un recorte de periódico en el que se decía que había ganado el campeonato militar nacional de boxeo, en la categoría del peso gallo. No había más, ni rastro de dinero ni otro objeto personal. Le cubrí de nuevo con la manta.
—Vámonos de aquí, Toni, por tu madre —me pidió Tomás.
—Aguarda.
Le palpé la cabeza y sentí cómo se hundía la nuca y acerqué el mechero; la sangre estaba coagulada y había manchas en el suelo donde había tenido apoyada la cabeza. No se podía ver mucho.
—No lo toques más —dijo Tomás dando otra arcada—. Vámonos, avisemos a la policía.
Limpié mis dedos en la manta y terminé de cubrirle la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer?
—No sé —le contesté, mirando el bulto sin vida del Yumbo.
—¿Cómo se ha podido matar?
—Vámonos.
Dejé a Tomás en la parada de taxis de la Puerta del Sol. Y fui caminando por la calle Carretas. Me puse a pensar en el Yumbo, muerto con sólo una dentadura postiza barata y el carné de la Federación.
Caminé hasta la cervecería Hamburgo. Dentro me dirigí al teléfono, marqué el 091, y me senté en uno de los rincones, desde donde dominaba la puerta.
No había mucha gente. Era demasiado pronto para el público que acude por la noche. Paco descansaba sentado leyendo el periódico y cuando me vio se acercó.
—¿Otra vez por aquí, Antoñito?
—Espero a la mujer del otro día.
—¡Ah, sí! ¡Qué mujer rara ésa! ¿Te la estás trajinando? —añadió.
—No.
—Bueno, ¿tomas algo?
—Voy a esperar que venga. Tengo una cita con ella.
Encendí un cigarrillo…
(El Yumbo tenía diez años más que yo y todavía recuerdo cuando se subía al ring en aquellas veladas que organizaba Elósegui, que entonces vestía camisa azul y lanzaba discursos patrióticos desde su cargo en la Federación. El Yumbo era demasiado viejo para boxear, pero aceptaba combates que Elósegui le ofrecía a cambio de que se tirase frente a algún nuevo aspirante que necesitase rápidas y contundentes victorias. Pisaba la lona y se transformaba, le brillaban los ojos y saludaba como un poseso a los seguidores que aún conservaba. «¡Yumbo, sacúdelo con la trompa!», le gritaban, y él agitaba su izquierda fanfarroneando delante del panoli de pantalón corto que le hubiese tocado aquella noche. Así duró bastante tiempo, pero después fue demasiado viejo incluso para ese tipo de combates, y entró a trabajar como cuidador en el gimnasio de Pancho Trujillo, el Cubano. Pero Pancho se mató en un accidente de coche y Yumbo pasó a ser sparring por horas. Y el declive se hizo cada vez más rápido; un sparring no puede llegar al gimnasio borracho ni dando gritos; de modo que se tuvo que alistar en la Legión gracias a un capitán amigo suyo enchufado en la Federación. Cuando volvió era otra persona).
… y me puse a mover el pie arriba y abajo. Así estuve bastante tiempo.
Ana llegó veinte minutos tarde. Llevaba una de esas modernas blusas indias hasta casi las rodillas y pantalones negros tan ajustados que parecían medias. Un cinturón de lana trenzada le ceñía la cintura y le marcaba las estrechas caderas. Me saludó y se sentó. Paco intentó acercarse desde el fondo, pero Arturo le ganó. Apoyó la mano en la mesa e inclinó la cabeza.
—¿Qué desea tomar la señorita? —le preguntó a Ana.
—Martini seco, por favor —dijo ella.
—Gin-tonic —dije yo.
—Enseguida —respondió Arturo.
—Esto parece Versalles un domingo por la mañana —le dije a Arturo—. ¿Qué te pasa?
—Hacía tiempo que no escuchaba tus chistes —me respondió y se fue.
Yo me dirigí a Ana:
—¿Qué era lo que quería decirme?
—¿Tanta prisa tienes? ¿Puedo tutearte?
—Tengo prisa y puedes tutearme.
—Te he subestimado. En realidad todos te hemos subestimado.
—Yo diría que a tu lado Saturnino Calleja era un aprendiz, pero si quieres llamarlo de otra manera, puedes hacerlo.
—Otto fue mi amante, no mi esposo, nunca estuvimos casados. Aparte de eso no te he mentido en nada más. Trabajo para Ignacio de alguna manera; soy manicura de Marga, su mujer, y él me pidió que buscara a Otto —me sonrió—. Y no afecta en nada a lo principal. Cuando entró a trabajar con Ignacio ya estábamos separados. ¿Conforme?
—Veamos, Ana; me tiene sin cuidado lo que me cuentas, no me ocuparé de buscar a Otto, así sea el último trabajo sobre la tierra.
Volvió a sonreírme y se acercó sobre la mesa hasta casi pegar su cara a la mía. El perfume a limones me invadió.
—Soy una mujer muy impulsiva y cuando conozco a un hombre como tú no se me escapa tan fácilmente. Si no quieres buscar a Otto, no lo busques. Ya lo he encontrado. Sé dónde está.
—Te darán cien de los grandes; enhorabuena.
Arturo depositó sobre la mesa nuestras bebidas. Yo sorbí mi gin-tonic y Ana paladeó su martini, luego sacó un cigarrillo y lo encendió. Volvió a acercar la cabeza.
—No se trata ya de cien de los grandes.
—¿Ah, no?
—No, mucho más. ¿Qué hago yo con cien mil pesetas si puedo conseguir millones? Mejor dicho, podemos conseguir, porque quiero que lo hagamos los dos, Toni.
—Explícate.
—Sé que te gusta el dinero. Está todo listo para conseguirlo. Sin esfuerzo y sin riesgos.
—Y si es tal como dices, ¿qué pinto yo?
—Otto tiene los papeles y está en tratos con una revista. Los vende por un millón al contado y en metálico. Pero hay una variante que él no ha visto y que yo te sugiero: vendérselos a Elósegui por el doble o el triple. Todo depende de la habilidad del que lleve la operación, o sea, de ti. Tú harás el trato con Ignacio, eres lo suficientemente astuto y valiente para poder hacerlo. Otto es un pelanas y yo no puedo, soy una mujer y paso por ser una empleada modelo.
—Empiezo a compadecerme de Elósegui, vaya empleada que tiene.
—Te daré los papeles, es decir, unas fotocopias de parte de ellos y citaremos a Elósegui en algún lugar para que los vea. Pagará cualquier cantidad que se le pida por tenerlos. No hay riesgos.
—Parece que no. ¿Qué pone en los papeles del demonio?
—Cartas, correspondencia de Elósegui desde Argentina. Está involucrado en la mitad de los atentados fascistas habidos en Madrid en los últimos tiempos. Las cartas no ofrecen dudas. Si esas cartas salen en la prensa, Elósegui está listo.
—¿Y sabes dónde están esos papeles?
Me sonrió muy cerca.
—Sí.
—Y luego, con los millones que consigamos, tú y yo ponemos una mercería, ¿verdad? Y a vivir felices. Se acabó la miseria. ¿Qué hacemos con Otto?
—Ya veremos —volvió a sonreírme—. Y digo que podemos pedir dos o tres millones, por decir algo. No he visto todas las cartas, pero estoy segura de que se puede pedir más. Por eso tú las llevarás y arrinconarás a Elósegui. Supe lo que hiciste en su casa, eres el hombre que necesito. No te arrepentirás.
Me acarició la mano y se humedeció los labios con una lengua roja y grande. Luego, acercó sus labios a los míos y me besó. Su lengua entró en mi boca como una saeta y la recorrió de arriba abajo. Me mordió los labios y me estuvo besando hasta que perdí la noción del tiempo. Por fin terminó, yo bebí un trago de mi vaso y encendí un cigarrillo. Ella se levantó.
—Vamos, te entregaré las fotocopias —me dijo tomándome de la mano.
Yo la aparté.
—Lástima, cariño, pero eres más falsa que un duro de madera. Que te aprovechen los millones, pero antes de irte, paga el martini. Sólo invito a quien quiero invitar. Y gracias por el beso, pero me lo debías.
Sacó doscientas pesetas del bolso y las arrojó sobre la mesa. Se dio la vuelta y se fue.
Arturo se acercó inmediatamente.
—¿Qué te ha pasado con la gachí, Toni? —preguntó atónito.
—Métete en tus asuntos —le señalé los dos billetes—: Estas doscientas pesetas son por lo de ella. Tráeme otro gin-tonic.
Se fue y los curiosos de las mesas cercanas terminaron por mirar a otro lado.
Romero era un tipo ni joven ni viejo, ni gordo ni flaco, un poco calvo y con la barbilla huidiza. Era el encargado nocturno del aparcamiento subterráneo y estaba leyendo unos papeles.
—Hola, Toni —dijo levantando apenas los ojos.
—¿Qué tal? —dije yo.
—Mira —contestó. Luego añadió—: ¿Te enteraste de lo del Yumbo?
—Sí.
—Se cayó y se rompió la nuca. Eso les pasa mucho a los borrachos. ¿Has leído el periódico? Salgo yo.
—No lo he leído.
—Se lo dije al señor juez y a la policía. Cualquier día le pasaría algo a ese borracho.
—¿Le viste entrar anoche?
Me miró sorprendido y siguió pasando las hojas del estadillo.
—Este tío me roba —murmuró, mirando el papel—. ¡Qué gentuza! —se volvió hacia mí—. No, no lo vi entrar. Estoy yo como para fijarme cuando entra el Yumbo.
—Piensa un poco, Romero, tú estabas de servicio. Lo mataron ayer por la noche.
—¿Eh? ¿Qué dices?
—Que pienses un poco, si puedes. Lo mató alguien que lo conocía, y no estaba borracho. Le echaron vino encima para que pareciera borracho y, además, no lo mataron aquí, lo trajeron en coche. No había sangre suficiente en el suelo.
—¡Y yo qué sé! ¡Qué me importa a mí el Yumbo! Yo trabajo y no me puedo ocupar del Yumbo. Él se lo buscó, era un vago. No me da pena, de verdad. En menudo lío me he metido yo dejándolo que durmiera ahí abajo. El jefe casi me come cuando se enteró. Estuvo a punto de ponerme en la calle —me señaló con el dedo—. Esto me pasa a mí por bueno, Toni. Igual el Yumbo se ha inflado a robar coches en vez de vigilarlos, si es que vigilaba, que venía borracho todas las noches.
—El Yumbo no era un ladrón, Romero.
—¡Bah, era un vago! —exclamó.
—¡Qué simpático eres, Romero!
—Más de una vez estuve a punto de echar a ese vago. Pero me daba pena, yo soy así.
—Romero, ¿qué hora es? —le pregunté.
—Las nueve, ¿por qué?
—Para que te acuerdes —le respondí y le lancé la derecha a la boca. Abrió los brazos y cayó al suelo. No tuve siquiera que sacudirle otro.