8

Entré en el aparcamiento de la plaza Mayor y encendí un cigarrillo. Era uno de esos días que se te antojan eternos. Estaba cansado y, en el subterráneo, el olor pegajoso de la gasolina, la oscuridad y la quietud me invitaban a dormir. Aplasté la colilla en el cemento y entonces apareció el Yumbo con un cubo de plástico verde y una bayeta.

Me palmeó la espalda.

—¡Qué pasa, campeón! —gritó.

—Bien, Yumbo. ¿Hablaste con el periodista?

—Sí, y comimos juntos. Un tío con un rollo muy bueno. Me quiso dar dinero.

—¿Le contaste lo de La Luciérnaga?

—Hombre, claro. Y estaba muy contento. Son un poco raros los periodistas. ¿Has encontrado a Otto Schultz?

—No y ya no lo voy a buscar. Dejo este asunto.

—Si tú no lo buscas, yo tampoco. Somos un equipo.

Dejó en el suelo el cubo y la bayeta y se cuadró frente a mí.

—¿Manda alguna otra cosa, jefe?

—No.

—A la orden.

Le di otro billete de cien pesetas, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de su mugriento pantalón.

—¿Has vuelto a ver a Torrente?

—No, ¿porqué?

—Por nada.

—Va a haber tomate en la plaza del Dos de Mayo. Los de la asociación de vecinos van a hacer una manifestación.

—Me parece que voy a ir a verla, Yumbo.

Se echó el gorro de legionario hacia atrás.

—Yo me quedo. Voy a tomarme unas cañas.

De joven tuve una novia en la calle de la Palma, frente a Bodegas Rivas, donde sirven el mejor vermú a granel de Madrid. Pensando en aquello, llegué a la plaza del Dos de Mayo y me metí en un bar llamado La Oriental. Por la plaza había grupos de chicos y chicas jóvenes. Parecía un hormiguero.

Pedí un café con leche y me distraje fumando y viendo a la gente a través del cristal. A uno se le suele olvidar que también fue joven.

Noté que algunos me miraban con aprensión. El haber sido policía es como un sello pegado en la cara que ya no te puedes quitar.

Vi a Tomás Villanueva pasar frente al bar con un individuo casi calvo con una bolsa de deportes colgada del hombro. Salí y lo llamé.

—Se llama Elio Bugallo, es nuestro fotógrafo —me lo presentó. El fotógrafo abrió la bolsa y preparó una cámara fotográfica sin sacarla del todo.

—Si la ven, estamos listos —dijo.

—Tendrías que ver el ambiente que hay, Toni. Se masca la tragedia —dijo Tomás—. La mitad de los modernos que andan por la plaza son de la poli.

Uno que pasaba al otro lado de la cristalera saludó a Tomás y éste le devolvió el saludo.

—Es Ismael Fuentes, de El País. Y se ha traído a dos fotógrafos.

—Así ya podrán —murmuró el llamado Elio.

—Ahí están los de la asociación de vecinos —señaló Tomás a un grupo de personas que discutían al pie del grupo escultórico de Daoiz y Velarde.

—¿Te sirvió lo que te dijo el Yumbo?

—Sí, pude sacarle algunas cosas interesantes. Aunque de lo que más quería hablarme es de su famosa izquierda. De todas formas —añadió—, es suficiente para un reportaje. He investigado lo de Elósegui. Me ha dicho un arquitecto progre del Ayuntamiento, llamado José Mari Arranz, que la sociedad se llama Promadrid, S. A., fundada hace cosa de un año. El presidente es Elósegui y entre el Consejo de Administración se encuentran peces gordos, dos antiguos concejales del Ayuntamiento y un tal Ruperto Calzada, secretario privado de Blas Sandoval, el presidente de Resurrección Española, el partido fascista. La conexión creo que va por ese camino. Si logramos demostrar que Elósegui paga a las bandas fascistas o a esos pistoleros, vamos a hacer el reportaje del año. Promadrid se dedica a acondicionar edificios antiguos en el centro de la ciudad y a construir esos terribles bloques de cemento en el extrarradio. Medio Móstoles es de ellos y también la zona de San Fernando de Henares.

—¡Buen trabajo!

—Todo lo he hecho esta tarde —sonrió—. Todavía no me has dicho para qué te hace falta esta información. ¿Es que te vas a hacer periodista?

—Me habían propuesto buscar a una persona desaparecida muy ligada a Ignacio Elósegui de la que se sospecha que había huido con documentos comprometedores. Por eso quise que investigaras en el negocio. Pero ya no me interesa el caso.

—¿Por qué, hombre?

—Por muchas razones.

—Tú sabrás. Me hubiera gustado seguir contigo.

—Te han dicho muchas cosas, puedes hacer un reportaje cojonudo —manifestó Elio.

—¿Sí? ¿Estás seguro? —le pregunté al fotógrafo.

—Claro, sin ninguna duda.

—Suponeos que yo he robado documentos de Elósegui que demuestran que tiene conexiones con las bandas fascistas y que, en realidad, lo que están haciendo en este barrio esos muchachos no es más que un plan para quedarse con él. ¿A quién le interesaría?

—A cualquier revista. A Cambio 16 sobre todo. Podría pagar mucho —sugirió Tomás.

—Seguro —remachó Elio.

Alrededor del grupo de la asociación de vecinos se estaba agolpando gente. Tres jeeps de la Policía Nacional se habían apostado en la calle Velarde. En el bar se hablaba en susurros.

—Ya es la hora —dijo Elio—. A currar.

Sacaron unas bandas de tela roja donde ponía «Prensa» y se las colocaron en el brazo. Había agitación soterrada en la plaza, que estaba llena de gente. Habían desplegado pancartas en las que se leía: «No a las bandas fascistas», «Vosotros, fascistas, sois los terroristas», «Fuera del barrio», y cosas por el estilo. Un hombre joven con una pelliza de cuero y barba se subió al grupo escultórico con un megáfono. Algunos aplaudieron.

—Están allí —dije yo, señalando a la calle de Ruiz.

Tomás y Elio se colocaron de puntillas.

—No veo nada —dijo Tomás.

—Alrededor de aquel coche —le señalé.

—Sí —dijo Elio—. Veo las camisas azules. Me voy para allá.

—¿Tú vienes? —me preguntó Tomás.

—Me voy a cenar. Tened cuidado. Hay un gimnasio al final del paseo de la Florida cuyo dueño es Elósegui —le indiqué a Tomás—. Lo regenta ese Torrente, de La Luciérnaga. Ahí se entrenan esos muchachos.

—¿De verdad? ¡Gracias, Toni! —me sacudió el hombro—. Mañana tomamos café en el Torre Dorada, ¿vale?

Le dije que sí y me despedí de los dos.

Vi cómo se mezclaban con el mar de cabezas y cuerpos. La policía tenía rodeado el lugar. Cuando andaba por San Andrés, escuché al hombre del megáfono.

—¡Vecinos, compañeros: todos sabemos quiénes provocan estas cobardes agresiones que están acabando con la vida pacífica de este barrio…! —oí, apagado por los gritos de muchas personas que exigían la disolución de Resurrección Española.

La voz se fue convirtiendo en un sordo murmullo crispado, ahogado por la distancia y otras muchas voces. Poco después distinguí el inconfundible sonido de los disparos de los fusiles lanzadores de bolas de goma y de las sirenas de la policía. Pero ya estaba lejos.

El Rubio miraba el vacío acodado en el mostrador con un palillo entre los dientes. Había dos parroquianos aburridos manoseando sus vasos y Dora asomó la cabeza por el ventanillo que daba a la cocina.

—¡Miren, quién ha venido! ¡Toni el elegante! —gritó.

—¿Qué hay para cenar? —dije yo sentándome en mi lugar. El Rubio, sin decir nada, se sentó a mi lado. Dora apoyó los pechos en la chapa azulada del mostrador y me dedicó varios de sus guiños favoritos.

—Toni, qué guapo estás con esa chaqueta.

—Vete a preparar las cenas, es muy tarde —le dijo el Rubio.

—¡Olvídame! —le gritó Dora, y se estiró el jersey, dos tallas más pequeño. Los mendas del vaso no le quitaban ojo—. Hay un besugo muy fresco, ¿te quedas a cenar?

—Sí —le respondí.

—Luego charlamos un ratito, ¿eh? No hablo con nadie —volvió a decir.

Enseguida escuché cómo cantaba Perfidia desde la cocina, con aquella voz tan bonita parecida a la de Lolita Garrido.

—Oye —me dijo el Rubio—, quisiera hablar contigo, Toni. Es sobre Dora. Estoy muy preocupado por ella.

—Antes trae una botella de motiles.

Fue al mostrador, cogió una botella y dos copas. Cuado se sentó de nuevo se bebió de golpe una y llenó la otra. Chascó la lengua y yo le dije:

—¿Está embarazada?

—¡Quita pa allá! —exclamó—. Peor todavía.

—¿Qué le pasa? —le pregunté bebiendo un sorbo de motiles.

El Rubio se removió en su asiento.

—Verás, ya sabes que tu prima es un poco loca, ¿no? —hizo una pausa y volvió a llenar su copa—. ¿Tienes un cigarrillo?

Se lo di. Lo encendió y expulsó el humo.

—Bueno, el caso es que desde hace unos días está muy rara. Llama por teléfono durante la noche y habla en voz baja con alguien que no sé quién es. La he seguido por las mañanas cuando va a la compra, y se mete en una pensión que hay en Pontejos —suspiró ruidosamente y continuó—: Así casi todos los días. La he visto salir con un tío de pelo largo, un chaval que toca la guitarra en un club que se llama el Birimbao, que está ahí cerca, en Concepción Jerónima.

—¿Sí? ¿Y qué?

—¿Cómo que y qué?

—Que a mí qué me cuentas.

—Estoy que no duermo, Toni. Tú sabes que desde que tu prima está conmigo no le falta de nada.

Bebí otro sorbo de moriles. Ahora Dora cantaba Aquellos ojos negros.

—Todavía no sé para qué me cuentas tu vida, Rubio.

—Eso no es lo peor —continuó en tono compungido—. Le da pasta, me he puesto a vigilarla y le suelta guita al chorvo. Se la está chuleando, Toni. Eso no puede ser.

—Háblale. Esta noche le hablas, y se acabó. O mejor, le sacudes un poco con el cinturón, no muy fuerte, y luego os vais de vacaciones. La Dora trabaja mucho.

—¡Qué va a trabajar, ni qué niño muerto! —siguió en voz baja—. Ayúdame, Toni.

—Ni lo sueñes, Rubio. Olvídate de eso.

—He visto al pájaro. Es alto y flaco, un melenudo de ésos, tú podrías hablar con él y convencerlo para que deje a la Dora —suplicó.

Tomó la botella y llenó de nuevo nuestras copas.

—Para ti será fácil —añadió.

—Es asunto tuyo.

—Asústalo un poco —siguió.

—No.

—Por favor.

—¡Que no!

—Tengo pensado casarme con ella. Te lo juro.

—¿Y a mí qué me dices? ¡Como si te enrolas en la Legión!

—Lo estoy pasando muy mal —gimió. Hizo una pausa—: Me debes un mes largo de cenas y copas, ¿verdad? Bueno, arréglame este asunto y no se hable más de esa cuenta, ¿vale?

—Estaba pensando en pagarte ahora, acabo de cobrar —luego añadí—: O sea, ¿que me perdonarías este mes sólo por asustar a un tío?

—Le dices que se mude de pensión. Tú sabes convencer a la gente, tienes labia —sonrió—. No va a hacer falta que le hagas nada. En cuanto te vea se acaba la historia. No tiene media galleta.

—Ya.

—Y te doy dos talegos —añadió el Rubio.

—Dos talegos y me perdonas este mes.

—Lo dicho —remachó el Rubio—. Se llama Salvador, es un melenas —murmuró.

—Había besugo para cenar, ¿verdad?

—Me los ha traído de Santander Julián, el del Pegaso, y estaban vivos esta mañana. Anda, dile a ese Salvador que se mude de pensión.

Me levanté de la silla.

—Vuelvo enseguida, Rubio.

Dora salió en ese momento de la cocina y vino hacia nosotros.

—Toni, te ha estado llamando una señoritinga muy fina. Dice que se llama Ana y quiere hablar contigo. ¿Quién es? ¿La que te ha encargado el trabajo?

—Sí. ¿Y qué te ha dicho?

—Que volvería a llamarte. ¿De qué estáis hablando vosotros?

En el mostrador, los filósofos del valdepeñas no perdían onda. Dora se contoneó y puso los brazos en jarra.

—Vete a la cocina —le ordenó el Rubio.

—¡Déjame en paz, coño! —le gritó Dora—. A ver, ¿de qué estabais hablando?

—Eh, buena mujer, dos vinos —dijo uno de los tipos—. Que estén frescos.

—¡Te esperas! —gritó Dora—. ¡Qué harta estoy de esta mierda! ¿Sabes lo que te digo? Que como me toquen las quinielas me esfumo, me doy el piro —dijo avanzando hasta el mostrador. Allí sacó la frasca del tinto y les llenó los vasos a los sujetos.

—¿Cuánto te vas a tirar con un vino, Rockefeller? —le preguntó Dora a uno de ellos.

—Lo que haga falta —dijo el otro. Era grande y parecía camionero.

—Venga, tú, que nos vamos —le dijo a su amigo el que había hablado al principio.

Pagaron, salieron y yo con ellos.

El Birimbao estaba al lado de una churrería. Me detuve en la puerta. Se oía un confuso y amortiguado ruido de piano mezclado con voces jóvenes. En la puerta habían clavado un cartel que decía: «Treblinka Group. Música Espacial», y debajo: «Val y su guitarra. Jazz-Rock».

Entré, el humo se podía cortar con guadaña. Había unas cuantas parejas diseminadas en mesas, fumando y hablando como si fueran muchas, mientras seguían el ritmo que marcaban tres ciudadanos situados en una especie de tarima al fondo. El del piano llevaba camiseta y era gordo, los otros dos gastaban barba, uno de ellos se balanceaba con el saxo y el otro —sin compasión de ninguna clase— aporreaba una batería. Ninguno era alto.

Noté las miradas dirigidas a mi persona con el destello especial dedicado a la bofia. Yo era el único con chaqueta y corbata. Me dirigí al mostrador y apoyé el codo al lado de la jovencita que ejercía de camarera. Le sonreí de la forma más amigable que conocía.

—¿Qué desea? —balbuceó.

—Hablar con Salvador.

—¿Salvador?

—Val, el de la guitarra, cariño. Alto, con barba y melena.

—¡Ah! —respondió. Exhalaba a chorros el discreto perfume de la marihuana barata.

—Dile al amigo Salvador que le buscan para un asunto.

—Sí.

—Bueno, pues díselo, haz un esfuerzo.

Desapareció por una puerta disimulada con una cortina de chapas. El lugar era pequeño y alargado y parecía lóbrego. Ahora el de la camiseta tocaba un solo de batería, debía de odiar a la casa Yamaha. Encendí un cigarrillo. Al poco rato la camarera volvió a su trabajo de empañar botellas con el aliento, pero el bueno de Salvador seguía sin venir. Pasó otro rato. Empecé a cansarme.

Apareció en medio de la sala, torciendo la boca y mirándome de costadillo, y se acercó sin prisa balanceándose. Era alto, flaco, barbudo y con el pelo por los hombros. Su cara no me pareció de las que gustan a las mujeres, pero sobre eso nadie se ha puesto aún de acuerdo.

—¿Me buscas, tío? —me preguntó.

—Sí, y no me llames tío —le respondí conduciéndole a una mesa apartada.

Nos sentamos y el muchacho encendió un cigarrillo normal, de los que provocan enfisema pulmonar, y colocó la sonrisilla esa otra vez en la boca. Tenía una cara angulosa, de facciones cortadas con escoplo.

—¿Qué quieres? —hizo un gesto con la boca.

—Un poco de charla.

—Pues desembucha rápido, que tengo que hacer y se me fatiga el oído, tío.

—Tío, ¿verdad? ¿Tienes hermanos, criatura?

—¿Qué dice?

—Que si tienes hermanos.

—Pero…, bueno… Tengo uno, ¿por qué?

—Yo no tengo ninguno, sólo una prima. No es gran cosa pero es una prima. En realidad prima segunda, hija de un primo de mi padre, un poco cretino. En resumen, ella hace el papel de la hermana que nunca he tenido. ¿Vas cazando?

—Ni torta.

—Bien, no importa. El caso es que tú, persona sensible, deberías comprender el amor fraternal que siento por mi prima.

—Oiga, ¿está loco?

—Continúo con la historia. No me gusta que mi querida prima sufra lo que está sufriendo contigo y menos que le saques los cuartos. Además su marido, un imbécil llamado el Rubio, está que ni duerme. O sea, que lo que estás haciendo es una cosa muy fea e impropia de gente de tu condición. Como debe ser una mala tentación, quizá influido por perniciosas lecturas o malas compañías, te ruego, criatura, que te mudes de pensión.

Se me quedó mirando.

—O sea, que me mude de pensión. ¿Y por qué?

—Nada, que no has comprendido.

—Ni castaña, tío.

—Dale con lo de tío. Mira, Salva, múdate y ya está. Haz como si la Dora no existiera.

—¿La Dora? ¿Se refiere a esa vaca vieja? ¿A la madre de Alfredo?

—No está bien que la insultes, Salva.

—Si quiere ir a la pensión, que vaya. Yo no le mando que venga.

—Y que te suelte la guita, ¿verdad?

—¿Qué guita? ¿Qué es eso de guita? Mira, tío, déjame tranquilo que paso de ti y de esa Dora, cantidad. ¡Qué rollo más malo!

—No entiendes las buenas razones. ¡Qué le vamos a hacer!

—¡Bah, paso de ti, tío! ¡Déjame tranquilo!

Levanté mis zapatos de Mario y pisé sus dos pies a la vez, calzados con sandalias de tirillas. No pudo evitar un grito que le mandó al carajo la sonrisita. Le retorcí la oreja hasta que apoyó la cara en la mesa. Se puso a gritar. Intentó apartarme la mano, pero a cada gesto yo apretaba más.

—Hombre, Salva, qué desconsiderado eres… Mira que negarte a un favor.

Una pareja de la mesa próxima se volvió para contemplar el espectáculo.

—¡Me va a arrancar la oreja! —gritó—. ¡Suélteme!

—Salva, de verdad, es que no puedo soportar la mala vida que le estás dando a Dora. Yo creo que no sois de la misma clase social, no sé qué decirte. ¿Por qué no ves la cosa como un amor imposible?

—¡Sí, sí, sí, suélteme! —gritaba.

—Entonces, ¿te mudas de pensión? Qué alegría me das. Anda, dilo.

—¡Sí, suélteme! —gimoteó.

—No he oído nada —dije.

—¡Me cambio de pensión, se lo juro! —rugió y me dio la impresión de que el espectáculo divertía a los mozos de al lado.

—Otra cosa para terminar. No me gusta que me llamen tío. Di que no me llamarás tío. Ahora que somos amigos, tenía que decírtelo.

—No, no le llamaré tío. ¡Suélteme!

Le solté. La oreja le asomaba entre las greñas como el capote de Palomo Linares. Me puse en pie, Salva se escapó.

—Volved a lo vuestro, hijos. Otro día me traeré el mono —les dije a los chicos de al lado y me encaminé a la salida. La camarera retrocedió cuando me vio pasar. Consideré oportuno no despedirme.

El Rubio aguardaba en la puerta del Torre Dorada con ojos ansiosos. Le hice un gesto de asentimiento y la boca se le distendió en una sonrisa mientras trotaba a la cocina. Mi mesa estaba ya servida. Me senté. Un grupo de turistas americanos se reía, víctimas del valdepeñas, en el rincón de enfrente. Una pareja de casi niños dejaba enfriar la sopa cogiéndose las manos y contándose mutuamente las pestañas con las miradas. El Rubio me trajo el besugo. Nada más verlo supe que era un besugo maravilloso.

—Todo bien, ¿eh, Toni?

—Sí, y vete a la mierda.

—Te has ganado los dos billetes.

—Guárdatelos donde te quepan.

—¿Se irá de la pensión? —me volvió a preguntar.

—¡Quítate de mi vista, Rubio! ¡O no respondo!

Me dejó comer tranquilo. Cuando terminé, Dora vino con el café. La pareja se había comido ya el primer plato.

—Te ha vuelto a llamar esa Ana, que la llames.

—Bueno, gracias, Dora. El besugo estaba buenísimo.

—Estoy hasta el moño de preparar comidas —me dijo, marchándose, y añadió—: ¡Cuando sea rica te invitaré a cenar de verdad! —y se asomó al ventanillo de la cocina.

El Rubio me miró y sonrió cómplice.

—Llévala de vacaciones —dije yo.