Estaba yo comiendo en el restaurante Madrid de la calle de la Cruz cuando entró en el local La Perita en Dulce.
—Toni, el Vasco Recalde me ha dicho que te invita a comer. Está en la Casa Gallega y dice que te aguarda.
—Dile que vaya comiendo. No voy.
—Me parece que va a decirte algo muy importante.
—¿Qué sabes tú?
—Puede haber follón esta noche en el barrio de Malasaña.
—Dile que iré a tomar café.
La Perita se fue y pude terminar tranquilo de comer. Me costó doscientas pesetas, y eso porque había tomado dos cervezas, que si no, la cuenta sólo ascendería a ciento cincuenta. Diego da bien de comer y no es caro. Está en un primer piso en la calle de la Cruz.
El Vasco Recalde estaba comiendo en una mesa apartada de la Casa Gallega con la espalda en la pared y dominando la puerta. En la de al lado comían tres de los suyos. Cuando me vieron pasar bajaron las manos a las rodillas sin mirarme.
—¡Ya no está en la pasma, estúpidos! —les gritó el Vasco Recalde.
Los tipos volvieron a comer y yo me senté en la mesa con él.
—Tienes buena pinta —me dijo el Vasco Recalde. Estaba apurando un plato de natillas. Era un tipo delgado y de estatura media, con barbita y modales finos. Se había educado en La Habana en tiempos de Batista, y echado fama como reventador de huelgas y confidente de la policía en Madrid y Barcelona durante la década de los sesenta. Supe que después de la muerte del General se ganaba la vida como guardaespaldas de políticos y financieros—. ¿Tomas café?
—Claro —respondí.
Llamó al camarero y pidió dos cafés y puros Montecristo. Yo le dije que no quería puros, y cuando el camarero los trajo, se guardó uno en el bolsillo superior de la chaqueta y encendió el otro. Yo removí el café, lo bebí y encendí uno de mis cigarrillos.
—Tenía ganas de hablar contigo —me dijo sorbiendo su café.
—Ayer noche estuve con el Botines y quedó zanjada la cuestión, Vasco.
—Has dicho bien, estuviste con el Botines. Ahora estás conmigo. ¿Acaso soy yo el Botines?
—Di lo que tengas que decir, pero te adelanto que si es algo relacionado con trabajar con vosotros, la respuesta es no.
Suspiró y expulsó el humo de su puro. Los tres compadres de la mesa de al lado seguían comiendo sin dirigirse la palabra.
—Esos niñatos con camisa azul están espantando a la clientela de mis locales. De seguir así voy a tener que cerrar. El Montecristo es el mejor puro que existe, Davidoff es un embustero —dijo mirando a otro lugar—. Tú conoces a Torrente, ¿verdad? Nos gustaría saber dónde vive, así ahorrábamos tiempo.
—No sé dónde vive, y si lo supiera no te lo diría, Vasco.
—Puede que me equivoque, pero Botines dijo que no estabas con Elósegui.
—No te equivocas. No estoy con Elósegui, lo cual no quiere decir que os dé el cante para que quitéis de en medio a Torrente. Estás loco si piensas que yo podría hacer algo semejante.
—Siempre he dicho que el Botines es idiota. Fiarse de un tipo que ha sido policía —dijo observando el techo y arrojando volutas de humo.
—Me asustas tanto como una vieja en moto, Vasco, y menos aún tu pandilla de atorrantes —me di cuenta de que los tíos de la mesa habían dejado de comer porque no se oía el ruido de las mandíbulas.
—Puede que esté equivocado, pero me dije: «¿Por qué no preguntarle a Toni lo que nos está costando tanto trabajo buscar? Él nos haría ese favor» —dijo de nuevo—. Este puro está seco. ¡Camarero! —gritó. El camarero acudió raudo y aguantó la perorata del Vasco acerca del grado de humedad necesaria para que un puro se pueda fumar—. Eso me dije —continuó—, pero veo que me equivoco. Hay gente que no quiere hacer favores. ¿Por qué no quieres hacernos ese favor, Toni? El gremio de hostelería de Malasaña te lo agradecería.
El camarero trajo otro Montecristo, y el Vasco lo olió y palpó y al final asintió. El camarero estaba visiblemente nervioso. Yo le pregunté al Vasco si quería otro café y, como dijo que sí, le pedí otros dos al camarero. Nos quedamos en silencio aguardando a que viniesen. Los de atrás habían dejado de comer definitivamente, no se les oía.
Llegaron los dos cafés.
—Este puro está mejor. La gente es que no entiende de nada, chico —me dijo—. No se dan cuenta. ¿Qué dices?
—No me hagas perder tiempo. Te he dicho que no sé dónde vive Torrente y tampoco te lo diría si lo supiese.
Bebí el otro café. El suyo lo dejó tal como lo habían traído.
—¡Ajá! —exclamó el Vasco Recalde—. ¿No te importa lo que le pasa a un honrado gremio de comerciantes?
—No me gusta meterme en la vida de los demás. Si quieres cargarte a Torrente, yo no quiero saber nada; Torrente es mayorcito para defenderse. Aunque ya no sea mi amigo, no me chivaría nunca, y ya he hablado demasiado.
Saqué mi cartera y dejé cien pesetas en el mostrador.
—Esto por los cafés, no acepto invitaciones tuyas, Vasco.
—¡Qué estás diciendo! —exclamó—. ¡Te he invitado yo!
El Vasco Recalde empalideció con el puro en la boca y yo caminé hasta la puerta. Sus hombres me observaron sin decir nada. Salí a la calle.
Me costó trabajo encontrar el chalé de Elósegui. Al fin, después de dar muchas vueltas y preguntar, pude leer Las Columnas en bellas letras grabadas en una placa de bronce, fijada a un portón de hierro forjado. La casa estaba al final de un camino de grava, tapada por una densa arboleda que la hacía invisible. Una tapia la circundaba.
Detuve el taxi en una rotonda asfaltada, en cuyo centro había una fuente donde podían bañarse holgadamente un par de tiburones, rodeada de bancos de piedra. Allí estaba la casa, que me decepcionó. El palacio de El Pardo era mucho mayor, aunque no tenía ese frente de columnas, y, por otra parte, el parque del Retiro tenía más árboles que el jardín de Elósegui, de modo que no sé de qué podría presumir.
Un enorme Mercedes blanco descapotable estaba aparcado en uno de los extremos de la rotonda. En el otro, un hombre ataviado con un mono azul y armado con unas tijeras de grandes dimensiones podaba un macizo de flores que lanzaba destellos al sol de la tarde.
Me acerqué a él.
—¡Hola! —saludé—. ¿Está el patrón?
—Buenas tardes —contestó observándome con unos límpidos ojos azules—. Está en casa, sí, señor.
Era un hombre con aspecto de jockey, bastantes años mayor que yo, de cara saludable, cuyo pelo largo, suelto y blanco, le daba también un aire de gnomo. Los brazos descubiertos, fuertes y duros, contrastaban con la imagen de fragilidad que irradiaba.
—Bonitas flores. Pero demasiado hermosas para Elósegui.
—Tiene razón; los ricos pueden permitirse casi todo. ¿Qué busca usted?
—Quisiera hablarle a su patrón de la desaparición de Otto Schultz.
—¿Es usted de la policía?
—No, ni tampoco detective privado. Me llamo Antonio Carpintero.
—Ramón Cascado —dijo tendiéndome la mano. Se la estreché—. Me gusta la gente sin licencia. No parece usted de los amigos del patrón que acuden a esta casa.
—No lo soy.
Le mostré la foto de Otto y el jardinero la observó sin soltar las tijeras. Se notaba que era un tipo al que le gustaba hablar y lo hacía con facilidad.
—Desapareció hace una semana, si no me falla la memoria. Los de la casa andan de cabeza.
—Robó unos documentos —le dije guardando la foto.
—Eso oí. No me gustaba el sujeto y nunca hablé con él. Se conocían de Argentina —luego miró la casa y volvió a hablarme—. ¿Quién le dijo que investigara?
—Su mujer.
—¿Su mujer? —pareció extrañado—. No sabía que Otto tuviese mujer. Para mí que era un tío raro, ya me entiende, de ésos a los que les gustan los hombres.
—No le pedí el Libro de Familia a la mujer. De todas formas ella se presentó como su esposa, casada hace un año.
—No me haga reír. ¿Le dijo que vivía aquí?
—No, me dio una dirección en Alberto Alcocer.
—No me gusta meterme donde no me llaman, pero creo que le han tomado el pelo. Otto vivía aquí con el resto de la servidumbre. Yo soy el único que tiene su propia casa. A mí no me va esto.
—¿Está seguro de lo que dice?
El jardinero me miró a los ojos.
—Yo no le diría una cosa por otra.
—Lo siento, no he querido ofenderle.
—No me ha ofendido —me sonrió—. Ésta es una casa rara, ninguno de los que viven aquí me gusta.
—Ya que es usted tan amable, voy a preguntarle otra cosa. ¿Ha visto por aquí a un muchacho alto, fuerte, joven y moreno?
—Ya sé quién me dice. Alfredo, ¿no?
—Exacto.
—Sí, venía muy a menudo, pero hace bastante que no lo veo. Incluso me ha ayudado a podar los árboles. Es muy simpático. ¿Tiene algo que ver con Otto? Porque si lo quiere saber, le diré que no; el muchacho es normal —me guiñó un ojo—. Ya sabe lo que quiero decir.
—La mujer que me quiso contratar es alta, rubia, estilizada y muy bella —el jardinero me miraba con mucha atención—. ¿Viene también por aquí?
—Sé quién es. Se llama Ana y es muy hermosa y altiva, sí, viene mucho. Es íntima de Elósegui —volvió a guiñarme el ojo—. Ahora, si le parece bien, voy a continuar con mis flores.
Le di las gracias y caminé hasta el porche de columnas que flanqueaba el frente de la casa. Tiré de una cadenita y escuché lejano un repiqueteo de campanillas. Abrió la puerta un tipo con uniforme de valet y con los ojos rasgados de los orientales.
—No queremos nada —me enseñó los dientes.
—Quiero hablar con Elósegui, soy Carpintero.
—Vaya por la puerta de servicio —me dijo el tipo sin perder la sonrisa.
—Avise a Elósegui —repetí.
—Querrá decir señor Elósegui, ¿verdad?
—No importa lo que quiera decir, avíselo de una vez.
Seguía sonriendo. Parecía querer ganar algún campeonato.
—Voy a ver si está en casa.
Cerró la puerta en mis narices. Aguardé unos minutos y la puerta volvió a abrirse. Le vi de nuevo los dientes.
—Ha dicho que no está en casa. Lárguese.
—Tápate los dientes, muchacho, pareces representante de Profidén.
El portazo fue más fuerte que antes, pero no me pilló desprevenido, ya iba camino del porche. Llegué a él y di la vuelta como si me dirigiera a la salida. En vez de eso torcí a la derecha y me deslicé pegado a un seto de aligustre al costado de la casa. Procuré no hacer ruido. Los costados de las casas, por grandes que sean, tienen fin, así que desemboqué en una piscina.
No era olímpica, por supuesto, pero poseía vestuarios, trampolín, solárium, un pequeño bar de madera imitación cabaña rústica y media docena de mesas de jardín diseminadas alrededor del agua azul de la piscina, que reverberaba a los rayos del sol. Detrás pude ver la cuidada pista terrosa de un campo de tenis. Pero eso no era lo más importante. Al borde del agua una muchacha estaba tendida en una hamaca sin la parte superior del biquini. Tosí fuerte.
La chica no se movió. Dedicó a mi persona una mirada distraída y luego continuó tumbada. Sus pechos demasiado grandes y su biquini demasiado incrustado en la carne sin depilar la hacían vulgar y ficticia como la falsa alegría de las borracheras en solitario.
—¡Eh! —gritó la muchacha. Tenía una voz chillona y desagradable—. ¿Quién es usted?
—Quiero hablar con Ignacio Elósegui —le respondí a prudente distancia, aguardando a que se tapara. Como no lo hizo, me acerqué—. Disculpe la intromisión, pero el chino de la sonrisa ha dado mal el recado. Quiero intentar otra vía.
La muchacha se incorporó en la hamaca. Sus pechos saltaron hacia delante; de cerca era menos hermosa de lo que aparentaba con el maquillaje, el rizado de pelo y las pestañas postizas.
—¡El chino de la sonrisa! ¡Ja, ja! No es chino, es filipino. ¿Es usted amigo de Ignacio?
—No.
—Nunca lo he visto por aquí. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—No lo he dicho.
La mujer se sentó en la hamaca y me tendió la mano. Se la estreché.
—Marga —dijo.
—Toni Carpintero —dije yo.
Se le demudó el rostro.
—¿Usted es el pariente de…? —balbuceó.
—Alfredito es mi sobrino. Si es lo que quiere preguntar.
—¿Dónde está Alfredo? —la ansiedad le cubría el rostro como un manto gris—. ¿Le ha pasado algo?
—Hace unas horas estaba perfectamente. ¿Usted trabaja también para Elósegui?
—No, soy su mujer.
—No sabía que Elósegui tuviera esposa.
—Él tampoco lo sabe.
Entonces pareció darse cuenta de sus pechos. Tomó un diminuto sujetador que apenas le cubría los oscuros pezones y se lo ató a la espalda.
—Dígame, por favor, ¿le envía Alfredo?
—¿Está usted citada con él?
Observé cómo se ponía tensa otra vez. Me dio la impresión de que el miedo invadía sus facciones.
—Sí, quiero decir, no. No lo he visto hace mucho tiempo. ¿Quién es usted, qué quiere? —preguntó. Ahora sí había miedo llenando su cuerpo.
Oí unos pasos rozando la alta hierba. Me volví. Elósegui nos contemplaba. Estaba envejecido, la carne le colgaba de la cara y el cabello rubio grisáceo era más escaso que cuando lo vi por última vez. La nariz grande y carnosa era la misma, al igual que los ojos duros y claros como cristales. Su rechoncha figura avanzó por entre el césped.
—Un viejo amigo, Marga. De otros tiempos.
—Querido… —dijo la mujer—, entró aquí y…
—Conozco bien la forma de actuar del señor Carpintero, cariño —dijo con voz fría, carente de toda expresión. La mujer temblaba.
—Me voy —dijo la mujer levántandose.
—Todavía queda mucho sol, quédate donde estás.
La mujer volvió a sentarse.
—Un tiempo estupendo, ¿verdad? Prolongación del verano —hizo una pausa, que aprovechó para mirarme. Luego dijo—: Vamos dentro.
Atravesamos una enorme cocina donde dos criadas silenciosas pelaban patatas sentadas frente a una mesa capaz de dar cabida a una compañía de infantería. Sin decir una palabra recorrimos un pasillo enmoquetado que daba a un salón, de donde partía una enorme escalera de madera tallada. El suelo era de mármol y de las paredes colgaban cuadros que no parecían imitaciones, aun para mis ojos de lego. Por doquier, vitrinas con antigüedades y cerámica daban un toque de elegancia clásica.
Elósegui se detuvo ante una puerta de caoba maciza que no chirrió al ser abierta. Me hizo un gesto para que pasara y entré.
Era el despacho. Se podrían efectuar en él carreras de caballos si no fuera por la enorme mesa, la chimenea y la rinconera cubierta por un enorme sófa de cuero, flanqueado por dos sillones semejantes a tronos. Las paredes estaba cubiertas por librerías, cuadros y paneles con armas antiguas. Daban ganas de revolcarse en la alfombra que cubría el centro de la habitación.
—Siéntate —dijo. Se retrepó en el sofá.
Lo hice en uno de los sillones. Me hundí. Saqué uno de mis cigarrillos y lo prendí con el Ronson. Elósegui sacó un puro largo y fino de una cigarrera de madera de cedro y agitó una campanilla de plata. Al momento, como si estuviera aguardando tras la puerta, apareció el chino de las sonrisas.
—Brandy, Felipe, ¿y tú, Toni?
—Para mí también.
Cuando el criado abandonó el despacho, Elósegui dijo:
—Disculpa, Felipe no me dijo quién eras.
—Olvidémoslo, sé lo mal que está hoy en día el servicio.
—Bien, ¿qué te trae por aquí?
—Un par de cosas. Pero antes te agradezco que me hayas recomendado a la que dice llamarse señora Schultz. Fue un gesto fino.
—Dime ese par de cosas, no tengo mucho tiempo.
Entrecerró los ojos. Quedó inmóvil como una serpiente. Yo proseguí:
—Soy un poco ingenuo cuando hay mujeres delante, me creí todo… o casi todo lo que me dijo esa señora y acepté el trabajo. Ahora sé que no es más que una intermediaria tuya y que no es la esposa de tu Otto. Hay mucha gente buscando a tu chófer, mozo de confianza o lo que sea, y no seré yo otro de los que le busquen. Esto por un lado; por otro, y termino y me marcho, es referente a mi sobrino Alfredo. Sé lo que está haciendo junto a tus secuaces en el barrio de Malasaña; quiero que lo despidas, que lo eches sin más contemplaciones. Es demasiado joven y se está juntando con malas compañías.
—Tengo muchos empleados y no puedo saber lo que hacen en no sé qué lugar —dijo con desprecio.
—Los dos sabemos qué hacen, quién los manda y por qué. Tú pagas a las bandas fascistas del barrio de Malasaña.
—¿Cómo puedes demostrar eso, Toni? Todo el mundo sabe y conoce mis vinculaciones políticas. Si tengo empleados fascistas, allá ellos. Tengo también bastantes comunistas en mis empresas y hasta ahora nadie me ha acusado de ser comunista.
El sirviente entró con el mismo ruido con que crece la hierba y depositó sobre la mesa una botella de cristal de roca y dos copas ventrudas. Nos sirvió y se retiró. Los dos bebimos a la vez. Era el mejor coñac que había bebido nunca.
—¿Esto es lo que querías decirme?
—Sí —le contesté.
—No tengo nada que ver con que uno de mis empleados te haya contratado, hacen lo que estiman oportuno. No eres tan importante como para que esté pensando en ti; de hecho, no sabía una palabra de que Ana te hubiese pedido que buscases a Otto, la idea debió llegarle por otro conducto. En cuanto a Alfredo, tengo la vaga idea de que es uno de los muchachos contratados por Torrente para boxear. El boxeo es mi pasión, pierdo dinero, lo hago por sentimentalismo. Si Torrente opina que no vale para lo que fue contratado, que lo expulse; si no, seguirá donde está; no puedo preocuparme de mis empleados uno a uno, tengo muchos y en varios lugares de España y del extranjero. Tu petición es extraña, ingenua e idiota.
—Deja la palabrería, Elósegui. Nos conocemos.
—¿Pretendes amenazarme, muerto de hambre?
—Llámame lo que te dé la gana, pero a lo mejor no te gusta que salga en los periódicos quién organiza las batidas de tus muchachos en el barrio de Malasaña. A lo mejor tus competidores se sienten asombrados al saber que la empresa inmobiliaria que acabas de fundar tiene el proyecto de reurbanizar toda esa zona, ¿no crees? ¿Y qué me dices del gimnasio?
Ahora me pareció que me hacía caso.
—Eres demasiado curioso, Toni —me dijo hablando lentamente.
Me levanté.
—No te molestes en enseñarme la salida, sé dónde está. Recuerdos a la encantadora señora Schultz.
Abrí la puerta del despacho. El chino estaba allí haciendo honor a su habilidad.
—Felipe, acompaña al señor —dijo Elósegui sin moverse del lugar.
—Por aquí —susurró por entre los dientes.
Después de caminar un poco por un pasillo, el sirviente se detuvo, me lanzó la mejor y más espectacular de sus sonrisas y me señaló una puerta.
—Puerta de servicio.
—¿Por qué no te quitas esa mancha? —le señalé al pecho.
Bajó la cabeza. Le retorcí la nariz mientras le sujetaba la cabeza con la izquierda. Se derrumbó en el suelo como un muñeco de trapo. Tardaría en reírse algún tiempo.