A las nueve de la mañana siguiente le abrí la puerta a mi prima Dora.
—¿Qué haces aquí? —le dije—. Es muy temprano.
—Quiero verte. ¿Puedo pasar?
Le hice sitio y pasó a la cocina. Llevaba un vestido blanco estampado muy escotado y una cesta de paja trenzada. Se sentó y cruzó las piernas.
—Qué sucio está esto. Anda, dúchate, que te preparo café.
—Dora…
—Venga, hombre —se levantó y me empujó al baño—. Parece que has dormido vestido. Voy a arreglar un poco la cocina. ¡Qué hombre!
Me afeité y después del agua fría de la ducha me sentí mejor. Hice unas cuantas flexiones y me vestí con el pantalón claro y la chaqueta azul. Me observé en el espejo y me encontré bastante aceptable, a pesar de mi vieja y gastada cara. Dora cantaba Cabaretera mientras fregaba los cacharros del mes pasado.
—¡Estás hasta guapo! —dijo al verme—. Ahora los dos nos vamos a tomar un cafetito. ¿Desde cuándo no tiras la basura?
—A las once aguardo a un amigo, Dora, y antes tengo que hacer varias cosas. ¿Quieres decirme a qué has venido?
—¿No puedo venir a verte? Soy tu prima —se secó las manos. En el fuego silbaba la cafetera y encima de la mesa de la cocina había colocado dos tazas y el azucarero—. La verdad es que vives peor que los cerdos.
Me senté y encendí un cigarrillo. Dora apartó la cafetera del fuego y la colocó sobre la mesa.
—Eso sí, café bueno tienes, menos mal. Pero fuera de eso… —dijo saboreando el café.
Yo bebí mi taza y me puse otra.
—¿Hablaste con ese Botines?
—¿A ti qué te importa?
—Pues me importa, no te creas. Sé que mi Alfredo está por medio. Ayer me asustaste, no he podido dormir en toda la noche.
—Mira, Dora, nada de lo que te diga de tu Alfredito te extrañará. Ya tiene veinte años y se cree un hombre; que se equivoque él solo si quiere, no voy a darle consejos. Pero de todas formas quiero hablar con él, avisarle de lo que le espera si sigue con Elósegui y su banda.
—A mí no me gusta que boxee, Toni. Pero es muy cabezota, ¿qué puedo hacer yo?
—Ya no se trata de que boxee o deje de boxear. Esto es otro cantar.
—¡No me asustes! ¿Qué es, Toni?
—La joya de tu hijo se dedica a aporrear a progres en el barrio de Malasaña por tres mil pesetas diarias.
—A mí no me cuenta nada —suspiró.
—Quiero hablar con él, Dora. Déjame el teléfono de su casa.
Me dio el número y yo lo apunté en mi agenda. Parecía más tranquila. Cuando se levantó y preparó de nuevo la cafetera, los rayos del sol cortaban la cocina y escuchábamos el sordo rumor del tráfico abajo, en la calle Esparteros.
—Él te ha buscado un trabajillo, ¿no? ¿Lo de buscar al chófer de un señor? Me dijo algo de eso.
—Así es.
—¿Y lo has encontrado? —preguntó. Miraba hacia otro lugar. El vestido le caía muy bien. Dora tenía tres años más que yo, pero si quería podía aparentar treinta y cinco—. No está bien que acusen al marido de una de ladrón.
—¿Cómo sabes tantas cosas, Dora?
Ella se volvió y me sonrió, pero no me contestó hasta que colocó la cafetera en el fuego.
—Me lo ha dicho Alfredo —dijo sentándose de nuevo frente a mí en la mesa.
—Dijiste hace un momento que no te contaba nada.
—Bueno, algunas cosas me ha dicho —insistió.
—O sea, que tú también quieres que aparezca Otto, ¿no?
—Por la mujer, Toni.
—Claro, no está bien que acusen al marido de una de ladrón.
—Pues sí, hijo, ¿qué tiene de malo?
—Nada. No tiene nada de malo querer ganarse cien mil pesetas. Es lo que paga Elósegui por encontrar a su chófer. ¿No lo sabías, Dora? —la cafetera silbó y Dora se levantó y la apartó del fuego. Llenamos nuestras tazas y bebimos—. ¿Lo sabías?
—Me lo dijo Alfredo.
—A mí no. Extraño, ¿no?
—Se le habrá olvidado.
—Eso es lo que pienso. La familia nunca me ocultaría algo. ¿Más café, prima?
—No, que, si no, voy a acabar con los nervios de punta —hizo una pausa y luego me dijo—: Me tengo que marchar.
Se levantó, avanzó hasta la puerta y me sonrió. Verdaderamente estaba guapa.
—Pase lo que pase, no te enfades con tu prima, Toni. Eres lo único que tengo —abrió la puerta—. Adiós, hasta pronto.
Terminé de beberme el café y llamé a Alfredo, pero nadie contestó al teléfono. Luego hice otra llamada a Ana, que tampoco contestó. Ya con el teléfono en la mano, busqué en la guía telefónica el número del hotel Metropol, y ahí sí que me contestaron. Ana trabajaba allí, me dijo la telefonista, pero hacía mucho tiempo —ella no sabía cuánto— que no iba. Colgué el teléfono y me tendí en el sofá, que no había abierto. Creo que me adormilé, porque de nuevo me sobresaltaron los toques del timbre de la puerta. Era Tomás, que me saludó ruidosamente, pasó adentro y se sentó en el sofá. Era un hombre joven y casi calvo, con el pelo que le quedaba alborotado y muy largo. Gastaba bigote y gafas redondas y movía los ojos sin cesar.
—No he creído una palabra de lo que me has dicho, pero estoy aquí —me dijo—. Está bien tu casa, pequeña pero acogedora. Cuando me divorcie voy a buscar una como ésta por estos barrios. ¿Cómo estás?
—Todo va bien, Tomás, ¿y tú?
—La carrocería aguanta, pero los motores se resienten. ¿Es verdad lo que me has dicho? ¿Tienes café?
Calenté lo que quedaba y le serví una taza. Se la bebió de golpe, sin azúcar, y puso sobre la mesita una enorme cartera de cuero negro. La abrió y sacó un ejemplar de Cambio 16.
En las páginas centrales había un artículo informando sobre el asalto al pub La Luciérnaga. La nota decía que se trataba de un enfrentamiento entre estudiantes de distintas ideologías. Estaba firmado por Tomás Villanueva.
—Eso es lo que hay. Ninguno de los camareros quiso decir nada, y como está cerrado no pude encontrar testigos. ¿Tienes tabaco? —le di un cigarrillo y continuó—: El director no quiere que ponga el nombre del partido fascista, Resurrección Española, que está detrás de todo ello hasta que no tengamos pruebas concluyentes. Ahora dime lo que sepas del asalto a La Luciérnaga.
—Te lo diré si me ayudas.
—¿Qué quieres que haga?
—Investiga sobre Ignacio Elósegui y una sociedad inmobiliaria que ha creado hace menos de un año. Ese tipo es el que paga a los que actúan en el barrio de Malasaña, y estoy seguro de que detrás de todo eso está la empresa y los socios de Elósegui.
Tomás había sacado una agenda y apuntaba.
—Ignacio Elósegui, empresa inmobiliaria… Muy bien.
—A las doce tienes una cita con un tipo llamado Yumbo García, ex boxeador y amigo mío, al que le ofrecieron trabajar arreando golpes a progres en Malasaña. Él estuvo en La Luciérnaga. Te lo contará todo. Debes hacer el reportaje de forma que el Yumbo no aparezca como el informador…, y otra cosa, págale algo. Lo pones luego en la nota de gastos.
—Muy bien, viejo. Estupendo. Y no te preocupes, lo haré con cuidado.
—Cuando quieras nos vamos —le indiqué.
—Vámonos ahora —dijo él.
El Yumbo descansaba detrás del ascensor del tercer sótano envuelto en una manta de algodón del ejército. De pronto se levantó.
—¡Campeón…! —me saludó.
—Te presento a este amigo periodista, Yumbo. Quiere hablar contigo.
—Mucho gusto —le tendió la mano Tomás. El Yumbo la estrechó con fuerza.
—Cuando usted quiera —le dijo Tomás.
—Yo os dejo.
—¿Vas a volver esta noche al bar Durán, Toni? —me preguntó el Yumbo.
—Creo que no, Yumbo.
—¿Vamos a tomar algo? —le preguntó Tomás al Yumbo.
—Usted tiene ideas muy buenas —contestó él.
El gimnasio era una nave en el paseo de la Florida rodeada de un jardín polvoriento y sin cuidar. Aparqué enfrente y crucé la calle. No había nadie en la puerta. Caminé por un pasillo de suelo de goma hasta una especie de vestíbulo. Al fondo, una escalera conducía al piso superior y un cartel señalaba las saunas. De una puerta grande pintada de verde surgía el intenso rumor de muchos hombres juntos. Al lado, un tipo gordo y calvo, retrepado en una silla frente a una mesa pequeña, leía el Alcázar, sosteniéndolo con sus manos deformes con la delicadeza de un rinoceronte.
—¡Hola! —saludé amistoso. Retiró el periódico y me miró. Su cara parecía un mapa hecho con manos demasiado torpes y era más grande y gordo de lo que me pareció al principio.
—¿Qué desea? —habló.
—¿Todo va bien? —pregunté.
—Sí —contestó.
—De acuerdo —dije abriendo la puerta a su lado—, siga donde está y no deje pasar a nadie, ¿ha entendido?
—Sí —movió la cabeza, limpiándose con el dorso de la mano la saliva que le manaba de la boca.
La sala era inmensa, clara, y relucía con el aspecto de las cosas cuando están recién compradas. Vi la colección de aparatos de gimnasia más completa que había visto nunca. Hasta el olor a hombre que suda copiosamente, y que era el olor que recordaba de los gimnasios, estaba disimulado por los bruñidos de las espalderas, las poleas, los punching de cuero nuevo, los sacos y los juegos de pesas. Diez o doce chicos jugaban con todos esos aparatos repartidos por el salón. Dos de ellos fumaban, y escuché voces provenientes de las duchas. Había tres rings y sólo uno de ellos ocupado.
Un hombre viejo de pelo ralo y gris y labios gruesos, de cara marcada por las cicatrices, miraba atentamente lo que hacían dos muchachos muy jóvenes en la lona. Llevaban cascos protectores y resoplaban por el esfuerzo. Uno de ellos, alto y flaco, un peso ligero, movía los pies en una danza desenfrenada y se cubría malamente la cara, dejando descubierto el hígado y los flancos. El otro, de semejante peso y estatura, le atizaba sin poder alcanzarle de lleno, corriendo detrás de él.
—¿Qué se supone que hacen? —le dije al viejo.
—Boxear —contestó sin mirarme—. Al menos eso piensan ellos. Se sienten mejor, más hombres, si se les dice que boxean. Son unos pardillos.
—El que baila se puede dislocar un tobillo. Es peligroso.
Adiviné una sonrisa en los labios del cuidador. Se volvió y me miró.
—Aquí tienen lo que para cualquiera que quiera boxear sería un sueño, y en realidad ninguno de ellos quiere boxear.
—No sólo hace falta un buen gimnasio para boxear.
—¿Quién es usted? —me preguntó—. No quieren curiosos.
—Soy precisamente un curioso —le respondí.
—¿Peso welter?
—En mis buenos tiempos. Me llamo Antonio Carpintero, pero mi nombre en el ring era Toni Romano —le dije, tendiéndole la mano.
El viejo me la estrechó.
—Sé quién es usted. Yo soy Fernando Pacheco.
—Duque Pacheco; fue muy bueno antes de la guerra.
—Ahora trabajo de payaso —sonrió amargamente.
—Cuidado con sus pupilos —le indiqué.
Los muchachos se habían abrazado en un clinch chapucero y se reían intentando golpearse en la entrepierna.
—¡Eh, imbéciles! —gritó el viejo—. ¡Dejad esas mierdas y bajad del ring!
Ninguno le hizo caso, continuaron con las risas. Ahora se daban con el puño abierto y se intentaban hacer una zancadilla el uno al otro.
—¡He dicho que bajéis de la lona! —volvió a gritar.
Al fin los contendientes pararon la pelea. Se quitaron el casco y lo arrojaron al suelo. Fueron a uno de los rincones y se colocaron batas azules. Ninguno miró al viejo al descender. Lucían sonrisas satisfechas y despectivas. El viejo se apoyó en las cuerdas.
—No es culpa suya —le dije.
—No sé —me contestó con la mirada perdida—. Pero no me gusta que me traten como a un payaso. Pero ¿quién es usted?
—Ya se lo he dicho, Duque.
—No, no me ha dicho nada. Márchese, por favor, no se busque un lío. ¿Cómo ha podido pasar?
—El de la puerta es un poco distraído. Me voy, ya he visto lo suficiente. Una cosa: ¿viene mucho por aquí Torrente?
—No pisa el gimnasio, y se supone que es el entrenador.
Me despedí y volví sobre mis pasos. Ahora un grupo de chicos de no más de dieciséis años se entrenaba con palos, imitando los gritos rituales de la lucha japonesa. Empujé la puerta y salí al vestíbulo; el calvo no estaba en su lugar. De pronto unos brazos de hierro me agarraron la garganta por atrás en una llave de catch. Intenté removerme, pero el que me tenía cogido me tenía bien cogido y me estaba estrangulando. El aire se me escapó de los pulmones. No había manera de zafarse de aquellos brazos de oso.
—¡Eh! —escuché una voz sonando muy lejos—. ¡Marcos, es un amigo, es un amigo!
El abrazo se fue aflojando y al fin pude respirar. Caí de rodillas y permití que el aire entrara en mis pulmones. El cuidador viejo estaba detrás hablándole al calvo, éste asentía.
—Un amigo, Marcos. Es un amigo mío que ha venido a verme —decía el viejo. Luego se dirigió a mí—: ¿Se encuentra bien?
—Estoy vivo. ¿Por qué no lo tienen atado con una cadena?
—¿Quién es ése? —me señaló uno de los chavales que se entrenaban. Detrás había más y todos me observaban, blandiendo los palos—. ¿Es un espía de los rojos?
—¡Qué espía ni qué mierda! ¡Maldita sea! —gritó el viejo—. ¡He dicho que es un amigo mío que ha venido a verme!
—Ya puede irse —dijo el muchacho que había hablado antes—. Aquí no queremos a nadie.
—Vamos —el viejo me cogió del brazo y me condujo a la puerta—. De buena se ha librado.
—Gracias. Me ha salvado la vida. El perro guardián me estaba matando.
En la calle me dijo:
—No vuelva por aquí.
—Seguro. ¿Conoce a Alfredo?
—Sí, claro que sí.
—Quisiera verlo.
—Escuche, yo lo avisaré. Viene casi todas las mañanas. Vaya a la cafetería Levante, que está enfrente de la Estación del Norte. Cuando venga lo enviaré allí. No vuelva aquí, ¿eh?
La cafetería era en realidad un bar con pretensiones, donde hay que pagar por el uniforme de los camareros y la decoración, exactamente igual a millones de cafeterías. Me senté en una mesa apartada y pedí una cerveza. Después otra; me fumé un cigarrillo y conseguí quedarme relajado, aunque si me acordaba de los brazos de Marcos apretándome el cuello me volvían los escalofríos. Pasó el tiempo de forma lastimosa, y cuando estaba dispuesto a marcharme entró Alfredo sonriendo y se sentó en la silla a mi lado. Chasqueó los dedos y acudió el camarero.
—Coca-Cola, por favor —pidió, y luego me dijo—: ¿Te encuentras mejor? Me lo ha contado todo Pacheco. ¿Cómo pudiste pasar?
Siguió hablándome en el mismo tono insulso y sin sentido. El camarero le trajo el brebaje, bebió un poco y después quiso continuar.
—Para un poco, Alfredo.
—¿Qué pasa?
—Me has tomado el pelo, y a mí no me gusta que me lo tomen. Tú y esa Ana trabajáis para Elósegui. Me habéis contado más cuentos que un saco de tebeos.
—Tío…
—Llámame otra vez tío y te machaco. Inténtalo. Un trabajito para Toni…, él puede hacerlo, Toni es muy bueno, me han hablado muy bien de usted, señor Carpintero, y todos los golfos de Madrid andan detrás de Otto por cien talegos —le dije conteniéndome a duras penas.
—En el fondo, ella te ha dicho la verdad. Hay que encontrar a Otto, Toni. Ha robado documentos muy importantes y hay que encontrarlo como sea.
—Escucha —intenté hablarle serenamente—, si me hubieras explicado todo, yo podría aceptar o no el trabajo y tan amigos. Me importa un carajo en qué pierdes tu tiempo, si es cazando mariposas o de mamporrero de esa rata de Elósegui. ¿Qué esperabais al engañarme? Tarde o temprano me enteraría.
—No te importe si te hemos dicho o no la verdad. Encuentra a Otto y Ana te dará el dinero. Cien mil pesetas.
—Ana es otra criada de Elósegui, no será ella quien me pague, sino su patrón. Ésa es la diferencia.
—¿Y qué más da?
—A mí sí me importa, cretino. Y soy yo quien decide y no tú.
—Bueno, pues ya está. Tanto jaleo para nada. Si quieres dejar pasar esta oportunidad de ganar dinero, allá tú.
—No estoy en venta, dispuesto a que me contraten. Todavía puedo decir que no cuando me dé la gana o no me guste el trabajo. ¿Has entendido o tu cabecita no entiende eso?
—Vale —sorbió de su vaso—. Se lo diré a Ana.
—Tú quédate quietecito. Se lo diré yo. Y otra cosa: el trabajar para Elósegui, a pesar de lo que dice Torrente, no es ningún chollo. Se aprovechará de ti lo que quiera, y cuando no le sirvas te despedirá de una patada o te ocurrirá una cosa peor. Lo que estáis haciendo en Malasaña —Alfredo se quedó tenso— para que Elósegui y sus socios puedan construir bonitos apartamentos no será siempre igual. Esa gente a la que escupís y pegáis con absoluta impunidad puede un día hartarse hasta el punto de perder el miedo y haceros frente, y tendrán sobre vosotros la ventaja de la rabia y del odio. Olvídate de que siempre será tan fácil, además hay otros que no ven con buenos ojos que tu jefe controle una zona tan grande, que tiene, además, la mayor concentración de bares y lugares nocturnos de Madrid. Esa gente no se anda por las ramas a la hora de mandar personal a la funeraria. Te lo aviso.
—¿Cómo has sabido que yo…?
—Nadie sabía que lo llevabas como un secreto. Igual que el gimnasio.
—Tengo que marcharme.
—Claro. ¿Dónde vive Elósegui?
—Esto…, en un chalé en Puerta de Hierro, se llama Las Columnas. ¿Para qué vas a ir? Yo avisaré a Ana.
—Quédate tranquilo y no decidas por mí.
—En serio, Toni, a Elósegui no le va a gustar que… No le digas que has estado en el gimnasio.
—Adiós, encanto. Piérdete, pero antes paga tu coca-cola. Sólo invito a los amigos.
Llamó al camarero y pagó. Estaba nervioso y ya no tenía esa expresión reluciente que llevaba al verme.
—No hace falta que le digas a Elósegui nada, Toni —me dijo aún.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté.
—No es por mí, es por ti —me contestó.