5

No estaba demasiado lejos del Torre Dorada, pero tomé un taxi. El conductor era un golfo joven de frente abultada que ceceaba al hablar.

—La plaza Mayor esta ahí mismo —me dijo.

—Igual me llevas, muchacho. No me gusta el footing nocturno.

Me dejó en la calle Mayor, esquina a Postas. Le pagué sin propina y caminé hasta los soportales de la plaza. Había gente como para hacer la guerra: borrachos profesionales, pandillas de muchachos, maricones, putas abotargadas y vecinos que aprovechaban las últimas noches del verano. El Chirla estaba tirado al pie de una columna, rodeado de cristales rotos y de su propia vomitera rojiza. Le sacudí una patada, pero no se movió. A la tercera gruñó y se incorporó.

—¿Dónde está tu novia, Chirla? —le pregunté—. Necesito verla. Dime dónde está.

—¿Quién…? ¡Me cago en…! ¡Toni, qué dices, hombre! —barboteó.

—Mira, Chirla, necesito ver a la Perita en Dulce. Dime dónde está.

—¿Ha hecho algo la Perita, jefe?

Le repetí la pregunta.

—No ha hecho nada, Chirla. Además ya no estoy en la policía.

—Bueno, jefe, me parece que debe estar en Casa Prado. Eso me ha dicho. Dame algo, jefe, estoy carri.

Le di media libra y volvió a roncar cuando aún no había dado media vuelta.

Casa Prado estaba cerrado. Desde fuera vi a dos guiris grandes que se agarraban al mostrador con sospechosa fuerza y a una mujer borrosa y cruzada de piernas en uno de los rincones.

Un camarero barría silbando, y Lucio Blanco Mallada, el dueño, contaba billetes junto a la caja registradora.

—¡Eh, está cerrado! —me gritó al verme pasar.

—Voy a saludar a una amiga, Lucio —le dije.

La mujer hizo un gesto de sorpresa y encendió un truja con rapidez. Llevaba un vestido azul abierto hasta la cadera y enseñaba los muslos enfundados en medias negras. Su cara alargada y maquillada parecía el repellado de una pared.

—Hola, Vicente —saludé a la mujer.

—Yo no hago nada malo —me contestó la Perita en Dulce con voz aflautada.

—Quiero hablar contigo.

—¡Está cerrado! —gritó de nuevo Lucio.

—¡Ahora voy! —le hice una seña con la mano—. Perita, vamos a dar un paseo.

—No quiero ir contigo —hizo un dengue con los hombros—. No hago nada. Estoy aquí sin hacer nada.

—Muévete, tengo que hablarte de algunas cosas.

Se levantó del taburete y saludó a Lucio agitando la mano. En la plaza se me colgó del brazo.

—¡Huy, vaya tiarrón que eres! ¿Qué quieres, feón?

—Tú has trabajado en la plaza del Dos de Mayo; dime qué hace por allí el Torrente —le pregunté, mientras agitaba dos billetes de cien pesetas.

Se detuvo en seco. Me soltó del brazo y habló con su voz normal de albañil en paro.

—El Torrente es un bestia, me da miedo.

—¿Y quién se lo va a decir, cariño?

Dudó un poco, pero cogió los billetes y se los guardó en el pecho artificial.

—Me tienen harta, hartita. Una ya no puede pasear por allí. Me he tenido que venir por aquí, pero no hay más que borrachos…

Le corté la perorata.

—No tengo toda la noche. Abrevia.

—¡Ay, hijo, cómo eres! Bueno, pues que andan por ahí asustando a la gente y no respetan ni a las chicas. A la Carmelita le cortaron el pelo de mala manera. Se iba a morir del susto y de la vergüenza. Fíjate tú qué mala sangre.

—¿Qué hacen además de pegar a la gente?

—Pintan en las paredes y pegan carteles. ¡El Torrente metido en política! Porque eso es cosa de política, no me digas tú a mí. Torrente es un animal, un bestia, pero quien más miedo me da es ese Charlie, el flaco. Me he tenido que venir para no verlo. ¡Con la de amigos que tenía yo allí!

—En la plaza te puede cuidar el Chirla.

—Ése es una cruz. Todo el día borracho.

—Piensa un poco, Vicente, y dime si has visto con Torrente y Charlie a Alfredo, el hijo de Dora, la del Torre Dorada.

—¿Alfredito? ¿El chico morenito él, muy guapo y muy hombre?

—Poco más o menos.

Enmudeció. Su mano resbaló fugaz por la boca dura simulada con carmín.

—Se puede enterar Torrente o el Charlie —me dijo asustado.

—Ya te he dicho que yo no se lo voy a decir, Perita.

—Sí, lo he visto con ellos; lo menos tres veces.

—¿Estás seguro?

—Por mi madre —dijo juntando los dedos.

Me despedí. Cuando llevaba andados dos o tres metros, me gritó:

—¿Por qué no te vienes conmigo esta noche, feo?

—Cuando cambie de gustos tú serás el primero en saberlo —le contesté.

Se filtraba luz bajo la puerta del Torre Dorada. Llamé fuerte y Dora gritó que estaba cerrado. Abrió cuando supo quién era.

—Hijo, ¿qué haces aquí? —me dijo—. Anda, pasa.

Me senté frente a una mesa donde había un cartón de parchís y un cubilete con dados.

—¿Te ocurre algo?

—No.

—Estás muy pensativo. ¿Por qué no vienes nunca?

—Tengo muchas cosas que hacer.

Me pasó la mano por el pelo.

—¡Qué guapo estás, Toni! —hizo una pausa y siguió mirándome—. ¿Cuándo me llevas a bailar boleros?

—Que te lleve el Rubio. A propósito, ¿dónde está?

—Ha subido un momento. ¿Has venido a ver al Rubio o a mí? —se arregló el chal verde y barato sobre los hombros—. Anda, llévame un día a bailar boleros.

—¿Ves mucho al pinta de tu hijo?

—Viene de vez en cuando —bajó la voz—. Ya sabes que no se lleva bien con el Rubio. ¿Quieres una cerveza?

—Un botellín frío.

Abrió la nevera al otro lado del mostrador y luego colocó la botella encima de la mesa, a mi lado.

—¿Por qué me has preguntado por Alfredo? ¿Ha hecho algo?

Bebí un trago y encendí uno de mis cigarrillos.

—No, que yo sepa. Me ha presentado a una mujer, una tal Ana, que me ha dado trabajo: encontrar a su marido, Otto Schultz, y el asunto se está complicando demasiado. ¿Puedes llamarlo por teléfono? Quiero hablar con él.

Se levantó otra vez y pasó a la cocina. Oí cómo marcaba un teléfono y después colgaba.

—No está en su casa —me dijo en voz baja—. A saber dónde está ése a estas horas.

Movió los dados dentro del cubilete. Volví a beber.

—Bueno, pero ¿qué pasa con Alfredo?

—Nada de particular. Necesito que me aclare unas cosas de esa Ana y sobre todo de su trabajo con Elósegui. Tu hijo va hacia arriba, Dora. ¡Vaya alhaja!

—¡Ay, explícate! ¡Que eres más oscuro que un cura acostao!

—Si lo ves, dile que quiero hablar con él.

—¡Qué reservao eres, hijo! —se quejó. Hizo un mohín con los labios y me pellizcó—. ¡Eres más tonto!

Terminé la botella de cerveza y aplasté el cigarrillo en el suelo. El local olía a desinfectante y era frío y nada acogedor a esa hora. El Rubio bajó los escalones interiores haciendo mucho ruido.

—¿Qué pasa? —dijo cuando asomó la cabeza casi calva por la puerta.

—Entra, tengo que preguntarte algo —le dije.

Se sentó en la otra silla y manoseó el cubilete de dados sin mirarme.

—Bueno, ¿qué pasa? —repitió.

—¿Conoces a un tal Otto Schultz? Creo que chuleó un poco hace unos años por la calle Libertad, paraba en el Diamond y ahora trabaja para alguien muy rico llamado Elósegui.

—¿Cuánto hace de eso?

—Diez años, quizá más.

—No me suena ese nombre.

—¿Quién mandaba en la calle entonces?

—Un tal Guillermo Borsa, pero hace años que murió o se marchó y nadie sabe dónde está.

—Tú tenías un puesto en el mercado, Rubio. Tienes que acordarte.

—¡Como si no tuviera otra cosa que hacer que acordarme de todos los macarras que han pasado delante mío! —dijo con voz desabrida, pero se calmó y habló más tranquilo—. ¿Qué aspecto tiene ese menda?

—Alto y con pinta de alemán —le dije tendiéndole la foto que me había dado Ana. Dora la miró también.

—No caigo —dijo el Rubio—. Pero hace años había un macarra por aquel barrio al que llamaban el Botines. Trabajó en Los Canasteros y ése a lo mejor sí puede saber algo, tratándose de compañeros.

—El Botines, ¿verdad? ¿Dónde está ahora?

—Controla la calle Montera y toda esa zona. Ha subido mucho desde que desapareció el Borsa, creo que la pensión Zafiro es suya, allí lo podrás ver, pero ten cuidado.

Le di las gracias y abandoné el Torre Dorada. Mi prima se quedó mascullando con el cubilete en la mano.

Eran las dos de la madrugada, pero en la calle Montera había una fila de tíos fumando y charlando cerca de la pensión Zafiro como si fuera la cola de los toros.

El anuncio de la pensión era un cartel sucio de letras borrosas colgado de un portal que olía a orines de gato. Subí los escalones rechinantes e inhóspitos mientras una mujer gorda y vieja intentaba pasar desapercibida bajando a velocidad de vértigo. Mi viejo y triste olor a policía, me figuro. Tuve que encender el mechero al llegar al descansillo del primer piso. Estaba más oscuro que las intenciones de Millán Astray en el Monte Gurugú. Una placa en la puerta señalaba la pensión. Llamé al timbre.

Abrió un sujeto mal encarado, pálido y con unas patillas que casi le cubrían la cara. Me escrutó con ojos semejantes a cuchillos.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Busco al Botines.

Intentó cerrarme la puerta pero tropezó con la puntera de mi zapato derecho. Yo empujé a mi vez; no se lo esperaba. Salió disparado hacia atrás, pero se recompuso enseguida. No parecía un tipo blando.

—Oye, listo… —comenzó a decir.

—Tranquilo —le dije—. Sólo quiero una parrafada con el Botines. Te conviene que no haya follones aquí; abajo aguarda la clientela.

—¿Bofia? —me gruñó entrecerrando los ojos.

—¿Dónde está? —le pregunté.

—¿Quién es el Botines? —preguntó a su vez.

—Dile que Antonio Carpintero quiere verle. No me gusta esperar.

El sujeto se marchó. Una puerta se abrió en el pasillo y una cabeza se asomó y desapareció rápidamente. Empujé la puerta. Estaba cerrada con pestillo, pero al segundo empujón saltó.

—¡Qué pasa! —oí una voz de mujer. Entré dentro y encendí la luz.

Un muchacho que no tendría arriba de catorce años se retorcía las manos en uno de los rincones. Llevaba gafas y el pelo rizado. No hacía mucho tiempo que se había puesto pantalones largos.

—¿Quién eres tú? —dijo la mujer tendida en la cama.

Estaba fumando, desnuda de medio cuerpo abajo y cubierta con un jersey fosforescente. Su carne era morena y apretada como la de las cabras. No había sombra de miedo en su voz.

—¿A quién buscas? —volvió a preguntar.

—¿Dónde está el Botines? —pregunté a mi vez. La mujer se encogió de hombros y siguió fumando.

—Ven, chico, nos vamos —le dije al muchacho tomándolo del brazo. Calculé que el otro ya habría avisado al Botines.

Salimos al vestíbulo. Allí estaba el sujeto de las patillas con una cara que no era de bienvenida, precisamente. A su lado, un viejo con las piernas torcidas y con un garrote en la mano me miraba fijamente. Avancé con el niño cogido del brazo.

—Vuestro acreditado negocio tiene algunos fallos. Los menores acarrean problemas. Otro día vuelvo y terminamos la charla, ¿vale? Ahora, viejo, ábrenos la puerta y échate a un lado.

El viejo abrió la puerta y se colocó contra la pared. Sin dar la espalda avanzamos. El muchacho me dio un tirón y bajó las escaleras como alma que lleva el diablo. Yo me volví a los tipos, que no se habían movido.

—Decidle al Botines que estoy abajo bebiéndome unas cervezas.

Descendí los escalones, salí a la calle y me encaminé al soportal donde vendían hamburguesas y perritos calientes.

El local se llamaba Marco’s y estaba decorado en blanco y naranja, todo de plástico. Un muchacho con un gorrillo blanco y sucio sesteaba escuchando una radio a pilas. Tenía la cara picada de viruelas.

—Una cerveza y algo que sustituya a una cena normal —pedí.

Se metió el dedo entre la camisa y se rascó ostensiblemente. No hizo ningún otro movimiento.

—Lo has oído muy bien, hijo.

—¿La hamburguesa, con mostaza o tomate?

—Echale todo lo que esté incluido en el precio. Acuérdate de la carne.

—Hamburguesa mixta y cerveza —murmuró.

Me la sirvió a los pocos minutos. La lechuga parecía la lija del tres para metales y si aquello era carne yo era el amante secreto de Carolina de Mónaco. Me la comí. La cerveza la dejé para el final.

Encendí un cigarrillo, recostado sobre el mostrador naranja. Entró una pareja de modernos. Me observaron y se colocaron en el rincón más apartado. Ella llevaba el pelo trenzado como se supone que lo llevan las mujeres de Kenia, una camiseta de hombre y vaqueros artificialmente remendados. El compañero iba igual, excepto el trenzado del pelo y la barba. Pidieron salchichas y coca-colas y aun a esa distancia la visión del brebaje oscuro me produjo náuseas.

El enviado del Botines llegó cuando los chicos llevaban cada uno dos coca-colas. Era un sujeto con un traje azul de verano que vestía con la misma soltura con la que yo transporto pianos. Le hacía falta un afeitado y desodorante.

—¿Eres tú el que quiere ver al Botines, tío? —me preguntó.

—No me llames tío. No seas cretino —le respondí. Puso mala cara, lo que no le costó excesivo trabajo; me dirigí al barman, pagué y nos encaminamos a la cercana plaza del Carmen. El tipo verdaderamente hedía y se pegaba a mi costado.

—Oye —le dije deteniéndome—, sepárate un poco, vamos a dar que pensar.

—¿Eh? —exclamó.

—Que podemos ir un poco más separados.

—Me estás hartando, primo —dijo en actitud amenazadora.

—Otro día nos peleamos, ahora llévame con tu jefe, pero sin juntarnos. ¿Dónde está?

Señaló un portal cercano al bar Sonia. Nunca debió levantar la axila.

—Es ahí —dijo—. Otra broma y te mato.

Caminé hacia donde me había señalado. El enviado del Botines trotó detrás.

—¡Eh, párate! —llamó—. Tengo que ver si estás limpio —colocó la mano en la sobaquera.

—No llevo nada.

—Tengo que verlo —la mano empuñaba un objeto metálico y negro.

—Está bien, hazlo rápido.

Me registró con experiencia.

—Está bien, puedes pasar, pero antes voy a decirte algo. No me ha gustado la forma en que has entrado en el Zafiro, ni lo que le has hecho a mi hermano. Recuérdalo para cuando nos volvamos a ver.

—Es difícil que olvide tu olor —le dije, entrando en el portal oscuro.

Había una puerta con un cartel: «Salida de Emergencia»; la abrí y bajé unos escalones hasta un descansillo donde encontré otra puerta. La empujé y entré en lo que me figuré que sería la planta baja del bar Sonia. El local estaba adornado como un pub, con moquetas y luces en penumbra. En uno de los extremos, dos camareros uniformados charlaban con una mujer de risa fácil, y en el otro, un hombre sentado a una mesa de juego manejaba con soltura un mazo de cartas. Un pequeño mostrador cubría uno de los flancos y había mesas diseminadas. Hundí los pies en la moqueta y me acerqué al tipo de la mesa, que, apenas sin mirarme, hizo un gesto para que me sentara. Era un hombre joven, de cara agradable, bien afeitado y de pelo negro peinado hacia atrás. La camisa de seda natural refulgía bajo la suave luz de los farolillos disimulados y su traje crema se adecuaba a la corbata.

Siguió jugueteando con las cartas cuando me senté frente a él.

—Me han hablado de ti —dijo el Botines sin levantar la cabeza de las cartas—. No está bien cómo has entrado en la pensión. Ésas no son maneras.

—Agua pasada, Botines. Quiero hablar contigo.

—Un policía siempre es un policía —alzó los ojos y sonrió. Los dientes eran muy blancos y afilados—. ¿Qué quieres de mí?

—Preguntarte sobre alguien.

—¿Y por qué habría de contestarte?

—Porque tengo aún un par de amigos en comisaría que igual se cabrean al enterarse de que la pensión Zafiro parece una escuela. Ésa es una razón, otra puede ser porque tú eres un buen chico y no somos enemigos.

—La última me parece una buena razón. ¿Quieres tomar algo? Me traen unas naranjas magníficas de Alicante.

—Acepto un zumo con unas gotas de vodka.

Llamó a uno de los camareros y ordenó que nos trajeran las bebidas.

—Tu salida de la policía fue muy sonada en el barrio, Toni. ¿Un cigarrillo? —me ofreció. Yo le respondí que prefería de los míos y encendí uno. Continuó—: Aquí y allí he recogido opiniones sobre ti, y al final he sacado una conclusión: tú y yo somos bastante iguales.

—Hombre, gracias, Botines. No sé si es un halago o un insulto, pero ¿puede saberse por qué somos iguales?

—Porque los dos, lo que sabemos hacer, lo hacemos muy bien. No aguanto a los chapuceros. Te diré más, ya no sirve de nada preguntarse por la razón de las cosas, sino el hacerlas bien.

—No nos va a llevar a ningún lado ponernos a filosofar, Botines.

—No hay diferencia entre lo que yo hago con las mujeres y lo que hace cualquier empresario con sus obreras. Conmigo ganan más, están mejor y el trabajo es más descansado y fácil. Pero dejemos eso, quiero proponerte un trabajo. Voy a abrir un local cerca de la Puerta del Sol, un sitio legal para los jóvenes, y me hace falta un tipo como tú de encargado. ¿Qué dices?

—No.

Echó atrás la silla y sus ojos relampaguearon en la semioscuridad como los de un gato. Permaneció así unos instantes, hasta que el camarero interrumpió la escena y colocó los vasos en la mesa. Este Botines encima era un filósofo. En este país, el que no lo es se siente frustrado.

—Botines —le dije bebiendo de mi vaso. Eran naranjas auténticas y estaban frías—, no discutamos, eres un tío educado. Pero, si te parece bien, vamos al grano.

—Habla —me replicó dando un sorbito a su bebida.

—Hace años andabas por la calle Libertad cuando Guillermo Borsa controlaba todo aquello. También lo hacía un tipo llamado Otto Schultz; bueno, estoy buscándole por encargo de su mujer, y he pensado que tú podrías decirme cosas que ni ella misma debe de saber.

Me observó con atención. Volví a tragar naranjada.

—¿Estás buscando al Alemán? —me preguntó al fin.

—No sabía que le llamaran así.

Le di la foto, la miró sólo unos segundos y me la devolvió.

—Es el Alemán. ¿Por qué lo buscas?

—Trabaja de chófer de un tal Elósegui. Chófer o secretario, o lo que sea. Se sospecha que ha huido con documentos que interesan mucho a su patrón. Su mujer quiere demostrar que no es un ladrón, pero antes quiere encontrarlo y ahí entro yo. Me paga por esto.

—Así que la mujer del Alemán te paga, ¿verdad?

—Eso es, pero he encontrado tantas cosas raras en tan poco tiempo que ando mosca.

El Botines chasqueó los dedos y uno de los camareros que charlaba en el rincón con la mujer acudió a nuestra mesa. Era un muchacho bien parecido, de aspecto agitanado y con uniforme impecable.

—Cara de Látigo, ¿cuánto paga Elósegui por buscar al Alemán?

El muchacho me miró primero a mí y después a su jefe.

—Veinte mil duros —contestó el camarero.

—Puedes marcharte —le ordenó el Botines, y el camarero regresó al rincón.

Bebí lo que me quedaba de naranjada. El Botines estaba serio.

—Me han tomado el pelo.

—No sé dónde está el Alemán. Si lo supiera, tendría ahora cien talegos. ¿Quieres preguntar más cosas?

—Gracias por la naranjada —le dije levantándome.

—Aguarda —hizo un gesto—. ¿Es verdad lo que me has dicho de la mujer?

—Yo no trabajaría nunca para Elósegui, Botines.

—Siéntate, te voy a contar otra cosa.

Me senté. Al Botines le gustaba hacer pausas al hablar y además le gustaba hablar. ¡Vaya tío el Botines!

—Te escucho.

—No conozco a ese Elósegui, pero, en cambio, conozco muy bien al Alemán y a otro que está con él que se llama Torrente —no abrí el pico, seguí inmóvil—. Desde hace unos meses esos tíos, además de un matón llamado Charlie González y amigos extraños, gente de política, están amedrentando una zona que va desde la calle Pez hasta la de Sagasta y desde la Glorieta de Bilbao hasta la calle de San Bernardo. Es demasiado; nadie, ni siquiera Borsa, ha tenido en Madrid una zona tan amplia. Asaltan bares, sacuden a la gente y cobran protección. No sé exactamente qué buscan, pero no es difícil de imaginar y no me gusta nada. Sobre todo, porque están haciendo las cosas de forma diferente a como se han hecho normalmente aquí. Probablemente es que yo me estoy volviendo viejo, pero no me gusta nada. Cada vez son más fuertes y prácticamente los dueños del barrio. Yo no puedo permitir eso, Toni, ni tampoco Doval, ni el Vasco Recalde, ni nadie. Somos empresarios de hostelería y no nos gusta el alboroto. Dime, ¿qué quiere Elósegui?

—No lo sé. No tengo ni idea. Pero puedo figurarme algunas cosas.

—¿Como qué?

—Por lo que he oído aquí y allí, puede que Elósegui quiera que la gente se aburra y venda sus casas. Entonces, construiría otras nuevas y las vendería. Se trata de una de las zonas más caras de Madrid. Es una suposición.

—Puede ser. Pero yo no he trabajado nunca de esa forma. Casas… —dijo despectivo.

—Elósegui tiene algo que ni tú, ni Doval ni el Vasco Recalde tenéis, y es respetabilidad. Elósegui es un capitán de industria, un consejero de empresas y hombre de negocios con la ley y el orden de su parte. Las estafas, la fuga de capitales y el soborno se convierten, cuando lo hace él o cualquiera de los que son como él, en jugadas maestras y en agilidad en los negocios que merecen una sonrisa de aprobación y comentarios que ensalzan su buen ojo. Es inútil enfrentarse con Ignacio Elósegui, Botines.

—Trabaja con nosotros, Toni. Vamos a echar a Elósegui del barrio.

—No, Botines. No me gusta Elósegui, pero no te ayudaré jamás. A mí no me ha hecho nada.

—Ya no estás en la pasma, ¿quién te lo impide?

—Ése no es mi trabajo. Hay tantos Elóseguis como cuervos en el campo. Si hay que acabar con Elósegui, lo haré cuando me ataque, no antes y nunca contigo, Botines, aunque te agradezco la oferta.

—Qué lástima.

—Tampoco estaré a su lado, tenlo por seguro.

—Será mejor —sonrió enseñándome sus dientes blancos y afilados—. Porque los que estén con Elósegui están contra el Botines. ¿Te ha gustado la naranja, Toni?

—Sí.

—Me la traen de mi tierra en cajas. Soy de Benidorm.

—Gracias por todo, Botines —le tendí la mano y me la estrechó con fuerza.

Se había levantado como un muchacho bien educado. Era más alto que yo y en el ring no hubiera hecho un mal papel. Sus gestos tenían la agilidad y rapidez de un gato y los músculos se le adivinaban a través de la tela como globos debajo de un impermeable. Él volvió a los solitarios y yo abrí la puerta y salí a la calle.