4

Se hizo de noche y el Bar Duran estaba lleno a rebosar de tardíos borrachos y de camioneros del cercano mercado. Dando codazos pude acomodarme en el mostrador.

—¿Has visto al Yumbo, Fernando? —le dije al dueño.

—Anda por ahí —contestó haciendo un gesto amplio con el brazo—. ¿Te encuentras bien, Toni? Tienes mala cara.

—No me pasa nada.

—¿Quieres un poco de orujo? Te sentará bien, ya verás.

—El aguardiente nunca me ha gustado mucho.

—Éste es especial.

—Ponme una copa pequeña.

—Ahora mismo.

Trajo una botella sin etiqueta de la estantería y volcó una porción en un vaso. Aguardó a que yo bebiese un trago.

—¿Qué te parece?

—Está bueno. Si ves al Yumbo —añadí—, dile que quiero verlo.

—Sí, se lo diré. Está bueno, ¿verdad? Me traen una garrafa para mí. Es especial.

Un tipo medio borracho, pelirrojo y de cara ancha sin afeitar, ataviado con un sucio jersey demasiado grueso para este tiempo, se quedó mirando mi copa.

—¿Qué está bebiendo? —me preguntó.

—Orujo —respondí.

—No haga caso a ese Fernando, el orujo produce diarreas. Lo sé.

—Nunca oí hablar de eso.

—¿No?

—No.

—Pues escuche. En la mili, un compañero recibía de su casa todas las semanas una botella de orujo. Pues bien, este compañero no salía nunca de unas diarreas que le traían mártir. Estábamos de instrucción y de pronto, ¡plam!, la diarrea. Fíjese el olor y el cachondeo, ¿no? Bueno, pues yo, que estaba detrás de él en la fila, le dije un día que era por el orujo. Me hizo caso, dejó de tomarlo y desde entonces se acabó la diarrea.

—¿Sí?

—Sí, señor.

—Está muy bien.

—El vino, en cambio, es astringente. Yo siempre bebo vino. ¿Usted es transportista?

—No, ¿usted sí?

—Mecánico; estoy con Pardal y Hermanos, ahí a la vuelta. Siempre vengo aquí a tomarme unos vasitos antes de volver con la parienta. Es un buen lugar.

—Sí, lo es.

—Estoy con este compañero —me señaló a un sujeto con una enorme nariz de berenjena y una cara sin afeitar cruzada por las cicatrices de una viruela mal curada. Llevaba un mono azul nada limpio y estaba medio curda.

—Encantado —dijo el sujeto.

—Me llamo Toni —dije.

—Éste es Teodoro —dijo el del jersey demasiado grueso—. Yo me llamo Leocadio, pero todos me llaman Leo. Tómese otra copa, le invito. ¿Tú qué tomas, Teodoro?

—Tomaré otra cerveza —dijo el llamado Teodoro.

—No, gracias —dije yo—, ahora voy a tomarme un café especial.

—¿Qué es un café especial? —dijo Leo.

—Café con una yema cruda batida y azucarada.

—Eso me parece muy bueno —afirmó el otro—, pero yo pediré otro tinto.

Pedimos nuestras consumiciones. Fernando tardó en servir la mía como unos diez minutos. Me la bebí de golpe, aprovechando que estaba caliente.

—Es una especie de reconstituyente, ¿no? —dijo Teodoro.

—Algo así.

—Algunas veces un reconstituyente no viene mal —dijo el otro.

—Sobre todo en algunas ocasiones, ¡je, je, je! —declaró Teodoro.

—Yo sé cuál es el mejor reconstituyente. Ya lo creo —dijo Leo.

—Y yo también —respondió Teodoro.

—El mejor reconstituyente es una mujer. Una buena mujer de tetas bien gordas. Como eso no hay otra cosa. ¿No le parece?

—Ahí está —dijo Teodoro.

—Sí —dije yo—. Se ve que usted entiende.

—Nadie entiende de mujeres. Las mujeres son un secreto.

—Ahora ya no son un secreto —manifestó Teodoro dirigiéndose a su amigo—. Ahora lo enseñan todo.

—Pero siguen siendo un secreto.

—Cuando uno llega a saber lo suficiente de las mujeres ya no tiene ganas, fuerzas o ilusiones para conquistarlas, y entonces se da uno cuenta de que ha perdido el tiempo intentando desvelar un secreto que no es tal —dije yo.

—¡Bien dicho! —dijo el llamado Teodoro.

—¡Ajá! —exclamó Leo.

—Yo tengo una fórmula. No hacerlas caso —dijo Teodoro.

—Pero eso no les gusta. Las mujeres siempre quieren que les hagan caso. Decidme dónde hay una mujer que no le importe eso. Venga, decídmelo —dijo Leo.

Nadie dijo nada. Yo encendí un cigarrillo y los dos amigos bebieron de sus vasos en silencio. El bullicio en el bar era enorme y Fernando apenas podía atender tantos pedidos.

El Bar Durán era amplio y luminoso, con un mostrador en forma de ele donde la gente tenía que beber de pie, pues no había ni mesas ni taburetes. Las noches en que llegaban los camioneros, como hoy, le ayudaban a Fernando su hija Isabelita y su yerno Luis. Fernando daba muy buenas tapas, consistentes en pescado frito, muy fresco, procedente del mercado, callos y pulpo, que preparaba él mismo con una receta propia para que el pulpo estuviese blando y sabroso. Las tapas solían terminarse por la tarde y era muy difícil comer algo durante la noche.

—¡Maldita sea! —exclamó el llamado Leo—. El amigo tiene razón. Uno va dejando de tener fuerza con las mujeres.

—Eso se va acabando —dijo Teodoro—. Pero a mí todavía me quedan fuerzas.

—A mí también. Pero se van acabando, se gastan —anunció Leo.

—A las mujeres les ocurre todo lo contrario. Ellas no gastan nada, lo reciben todo y no gastan nada. Vamos a ver, ¿qué gasta una mujer? —dijo el llamado Teodoro.

—No lo sé —dije yo.

—¿No lo sabe? —habló de nuevo Teodoro.

—Yo se lo diré —terció Leo.

—Ojo, no me gusta que se digan porquerías sobre las mujeres —dijo Teodoro—. Se puede hablar, pero sin decir porquerías. No me gusta.

—Es muy respetuoso con las mujeres —dijo Leo.

—Bueno —dije yo—. Creo que voy a tomarme una ginebra con limón caliente. Espero que no sea mala para el hígado.

—No; eso es bueno —dijo de nuevo Leo.

Lo pedí. Vi cómo Isabelita pasaba dentro de la cocina a prepararla.

—¿Por qué no te gusta hablar mal de las mujeres? —preguntó Leo a Teodoro—. Nunca he comprendido esa manía tuya.

—Yo tengo respeto a las mujeres. Por eso no me gusta esta época. A las mujeres hay que respetarlas.

—Se puede respetar a las mujeres y hablar de ellas. Lo uno no quita lo otro.

—Bueno, pero a mí no me gusta. Ni eso, ni hablar de política. Envenena a las gentes.

—En eso estoy de acuerdo contigo.

Se abrió la puerta y el Yumbo se acercó balanceando los brazos, con el mugriento gorro de legionario sobre las cejas.

—Me alegro de verte —dijo el Yumbo—. He subido a tu casa y te he lavado un poco los platos, hacía falta.

—No tenías que haberlo hecho.

—Me diste dinero. Ahora invítame a una caña.

La pedí y Fernando la sirvió. El Yumbo se la bebió de un solo trago. El tipo de la nariz de berenjena y el mono manchado, llamado Teodoro, dijo:

—¡Buen golpe!

—¡Ja! —respondió el Yumbo.

Isabelita me trajo la ginebra con limón caliente y ligeramente azucarada que había pedido antes.

—¿Puedo beberme otra cerveza? —me preguntó el Yumbo.

—Tú puedes beberte todo lo que te echen —le respondió Isabelita—. Eres un borracho.

—¡Eh! —le gritó el Yumbo—. Un momento, yo no estoy borracho.

—Está bien —dije yo—, tráele dos cervezas más. Bueno, ¿cómo estás, Yumbo?

—De perlas, campeón —me contestó enseñándome la dentadura postiza y barata—, siempre en forma. Para mí dos cervezas no son nada.

—Bueno —dijo entonces el llamado Teodoro—, una más y me vuelvo a casa.

—Este hombre —me dijo el otro, el llamado Leo— tiene la mujercita más bonita del barrio y ahora le está esperando para darle la cena. A ella no le importa que se quede con los amigos tomándose unas copas todo el tiempo que necesite. Es una verdadera mujercita.

—Sí —afirmó Teodoro—, me tiene la cena lista a cualquier hora que quiera regresar. Si ahora digo que me voy es porque quiero irme, no porque ella me obligue a estar en casa a una hora determinada.

—Una mujer así es una suerte. Es todo lo que necesita un hombre —le dijo el Yumbo.

—Amigo, ha dado usted en el clavo. Le invito a otra, ¿qué bebe? —dijo Teodoro.

—Cerveza —contestó el Yumbo.

—Esto va para los demás. ¿Usted qué bebe? —me señaló con el dedo.

—Nada, estoy aún con esto —dije yo.

Pidió y Fernando trajo de nuevo las bebidas.

—¿Usted qué opina? —me dijo Teodoro.

—Una mujer está muy bien —contesté.

—Una mujer así es rara —añadió Leo.

—Algo raro —corroboró Teodoro.

—¿Usted tiene mujer? —me preguntó entonces Leo. Tenía la cara muy arrugada y entrecerraba los ojos al hablar.

—No —le contesté.

—¡Lástima! —dijo.

—La mía se llama María —dijo Teodoro— y es muy guapa.

—¿Qué? —interrogó el Yumbo.

—¡Que es guapa! —gritó Leo—. ¡Ha dicho que es guapa su mujer!

—Yo he tenido mujeres muy guapas, y una mujer guapa no es nada si no es caliente. Lo más importante de una mujer es que sea caliente —dijo el Yumbo.

—¿Cómo? ¿Qué ha dicho de mi mujer? —dijo Teodoro.

—Espera —dijo el llamado Leo a su amigo—. No ha dicho nada de tu mujer. Hablaba en general.

El Yumbo observó a Teodoro y se arregló el gorro de legionario.

—No he visto nunca a tu mujer —le dijo.

—No aguanto a los que insultan a las mujeres. Hay que tener un respeto —dijo Teodoro.

—Pero puede ser que la haya conocido —añadió el Yumbo.

El hombre llamado Teodoro alargó el puño y le sacudió al Yumbo en la mandíbula. El Yumbo era lo menos diez centímetros más bajo que el otro, pero no se inmutó. Inclinó el cuerpo ligeramente adelante y le lanzó el izquierdo desde la corta, después el derecho y de nuevo el izquierdo más fuerte. Con el forcejeo se le cayó la dentadura, que produjo un ruido metálico, y el gorro. El llamado Teodoro se deslizó al suelo limpiamente. El Yumbo cogió la dentadura, se la volvió a colocar y castañeteó los dientes.

—Este tío no aguanta las bromas —dijo.

—Usted no ha entendido lo que ha querido decir —masculló Leo.

—¿Por qué no tomamos algo? ¿Ustedes qué toman? —les dije.

Pedimos otra vez. Yo fui a por otra cerveza y el Yumbo hizo lo mismo. Leo ayudó a su amigo a levantarse. Sangraba por una herida en el labio que manchaba el mono azul. Fernando dejó la ronda a nuestro alcance y todos bebimos, incluido el recién golpeado, que se restañaba la sangre con servilletas de papel.

—Creo que debe irse a casa. María le estará esperando —le indiqué.

Dejó el vaso medio vacío sobre el mostrador y moqueando abandonó el local.

—Antes no era así —dijo su amigo, el pelirrojo llamado Leo—; yo le he visto romperle la cara a hombres más altos y de mayor peso que usted. Esa mujer que tiene ha acabado con su fuerza. Un año antes le hubiera roto la cabeza.

—Usted no conoce al Yumbo —exclamó colocándose de puntillas y torciendo el gorro de la Legión—. Yo soy Yumbo García, y no ha nacido todavía quien me rompa la cabeza. Inténtelo si tiene riñones.

—Al rincón, Yumbo —le dijo Fernando—. Por esta noche es suficiente, ¡maldita sea!

—Se lo está buscando —contestó recomponiéndose la figura.

Esta vez no se le cayó la dentadura.

Leo se alejó dando empujones camino de la calle. Las filas volvieron a cerrarse y la gente siguió bebiendo.

—Bueno, Toni, llevas mucho tiempo sin venir por aquí. Me alegro de verte.

—Quiero que me digas qué trabajo te propuso Torrente. A ver si podemos hablar de una vez.

—¿El trabajo?

—El que rechazaste. Cuéntame cómo fue eso.

—Hombre, estaba yo tal como ahora mismo cuando entra el Torrente dando voces invitando a todo el mundo y diciéndome que soy un tío fenómeno. Nos tomamos unas cuantas copas y me dice que tiene un curro para mí de tres talegos. Fíjate lo que te digo, Toni, tres talegos y por noche, conque le digo que qué hay que hacer y me responde que nos vamos ahora. Salimos y en la calle nos esperaba un coche conducido por ese Charlie, un tío atravesao. Bueno, nos vamos en el coche de cachondeo, ¿no?, el Torrente diciendo que nos vamos a hacer ricos y el Charlie riéndole las gracias. En esto que llegamos a la Glorieta de Bilbao y que se suben al coche tres niñatos de esos con la camisa azul, cadenas y unos palos gordos reforzados con plomo. Yo ya empiezo a mosquearme y le pregunto al Torrente que qué es eso. Él no me dijo nada —prosiguió el Yumbo— hasta que llegamos a San Vicente Ferrer. Allí se bajan los niñatos y el Torrente me dice que ahora empieza el curro, figúrate. El curro era quedarnos en el coche mientras los niñatos se liaban a pegar carteles en las paredes…

—¿Te acuerdas de lo que ponía en los carteles, Yumbo?

—Bueno, algo así como «Rojos, fuera de Malasaña», «Queremos un barrio limpio» y cosas de ésas. Bueno, a lo que te iba diciendo, que yo me decía: «Hombre, si es esto», pues nada, tres mil calas. El chollo, sí, el chollo, lo bueno empieza ahora, que cuando los chorvos terminan de colocar carteles, se vuelven a subir en el coche y tiramos calle abajo, hasta la plaza del Dos de Mayo; allí el Torrente manda parar y nos metemos dentro de un local de esos de jóvenes, oscuro y con música, al que llaman La Luciérnaga. Y va y me dice: «Yumbo, ahora a dar unas cuantas hostias», y yo me quedo de piedra, ¿no?; como le había aceptado las tres mil pesetas, pues no tenía otro remedio, ¿verdad? Así que entramos el Torrente, el Charlie y yo y nos sentamos. Después pasan los niñatos con las porras y las cadenas dando gritos de viva España y fuera la porquería y todo eso y se lían a dar cadenazos al personal que había allí dentro, me explico, ¿no?

—Te estás explicando muy bien. Continúa.

—Nada, que se organizó un zipizape de aquí te espero. El Torrente con la pipa, también dando voces, y lo mismo el Charlie. Yo me quedé frío, porque a mí ese personal no me había hecho nada, ¿no? Menos mal que no duró mucho, pero el Torrente hasta soltó dos tiros al techo y todo. Ahí nos volvimos a subir en el coche y palante. Y yo le digo: «Torrente, toma los tres talegos, yo no he hecho nada», y él me dice: «Yumbo, hermano, ya te acostumbrarás, y cada vez tres billetes». Yo no dije nada, pero ya me había hecho la idea de no volver más con el Torrente… Me he quedao seco. ¡Fernando, otra caña! —gritó.

—¿Qué te debo? —le dije a Fernando cuando trajo la cerveza.

—¿Vas a pagarlo todo?

—¿Cuánto es?

—Seiscientas, incluido lo que han bebido esos tipos. Se han ido sin pagar.

—Entonces lo del Yumbo y lo mío, arréglate con ellos.

—Ciento diez —indicó Fernando.

Le di dos billetes de cien pesetas para que se quedara con la vuelta y pudiera seguir cobrando lo que el Yumbo se bebiese. Fernando sabía que eso era así y no hacía falta que se lo dijera.

Pasé a la cocina y marqué el número de Cambio 16. Pregunté por Tomás Villanueva. Aguardé. Era muy tarde, pero sabía que Tomás estaba encargado de las noticias de la última página y que se quedaba en la revista hasta el final. Enseguida escuché su voz ronca por el tabaco negro.

—Soy Antonio Carpintero, Tomás —le dije—. Escúchame, ¿qué sabes de un local llamado La Luciérnaga, que fue asaltado por una banda de fascistas?

—¿No lees Cambio? Salió en el número pasado. Lo escribí yo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Sé quién lo ha hecho y probablemente las razones —le dije a través del hilo—. Te daré toda la información que necesites a cambio de que investigues tú también.

—¿En serio? —me cortó Tomás—. ¿Hablas en serio? ¿Vas a darme información sobre las bandas fascistas?

—Sí. Y escúchame ahora con atención. Mañana a las once te espero en mi casa.

—Allí estaré —me dijo.

Nos despedimos y colgamos.

Fuera de la cocina me dirigí al Yumbo, que hablaba ahora con un boxeador joven, llamado Sánchez, que bebía leche.

—Yumbo, ven un momento.

—Sí, campeón, ¿qué pasa?

Le enseñé la foto de Otto Schultz que me había dado Ana.

—¿Has visto a este tío alguna vez?

La miró atentamente.

—No lo he visto en mi vida. ¿Quién es?

—El marido de una tal Ana Schultz; ha desaparecido y me ha encargado buscarle. Es amigo de Torrente.

—Con Torrente he visto a ese Charlie y a los niñatos que te he dicho y a nadie más. Pero…, aguarda, a Torrente me lo tropecé un día con una tía alta y estirá, muy guapa, sentados en la plaza Mayor. Es alta, rubia y con una boca que…

—Es Ana, la mujer de Otto; ella me dijo que Torrente y Otto eran amigos, no tiene nada de raro que estuvieran juntos. ¿Cuándo los viste?

—No recuerdo, pero desde luego hará unos quince días.

—Mañana irá a verte un amigo mío sobre las doce. Hazle caso en todo lo que te diga.

—Cuenta con el Yumbo para lo que quieras. Y si sé algo de ese Otto, te lo canto, pierde cuidado.

Me despedí de él y salí a la calle. Era la una y media de la madrugada y ya empezaba a hacer fresco.