Para entrar en el Diamond había que descender unos escalones oscuros hasta un sótano iluminado por luces rojas que parecían sumergidas en el mar. A esa hora los clientes parecían descansar de un enorme ejercicio que les hubiera fatigado demasiado. Me acerqué al mostrador y pedí una cerveza. Estaba tibia y no me la bebí.
—Busco a un tal Otto —le dije al camarero—. Me dijeron que aquí podía encontrarlo.
—Se ha equivocado. Hace mucho que no viene —me contestó.
—Me despedí y me marché.
En un portal de la misma calle, el Cuquita había colocado una maleta abierta con mercancía variada que incluía cajas de preservativos, llaveros, puros y paquetes de tabaco. El Cuquita era un enano bien proporcionado, ataviado con una chaqueta y un pantalón hechos a medida, incluso para ser enano era demasiado pequeño.
—¡Jefe! —exclamó al verme—. ¡Usted por aquí!
Le compré un paquete de cigarrillos de mi marca y sus ojos sin pestañas y glaucos como vasos de leche sucios se agitaron inquietos. No tenía un solo diente en la boca. Sonreír le producía mil arrugas en su cara de niño viejo.
—Quédate con la vuelta, Cuquita.
—Gracias, jefe. En mi casa —susurró.
Caminé por San Marcos hasta el número 16, allí me detuve. El Cuquita llegó a los diez minutos.
—Dentro —me dijo—. Nos pueden ver.
Empujó una puerta y pasamos a un cartucho oscuro que olía a rancio y a cerrado. Escuché una tenue radio desde un rincón. La atmósfera era irrespirable. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad divisé el bulto negro de una vieja sentada en una mecedora. Parecía dormir, pero la radio, que desgranaba una música dulzona, sugería lo contrario. Una mesa camilla, dos sillas, un armario y una cama, alta como un catafalco, era todo lo que había en aquella habitación.
Nos sentamos alrededor de la mesa camilla y yo encendí un cigarrillo para intentar disipar la atmósfera corrompida. Un reloj, que no supe dónde se encontraba, hizo sonar su campana de los cuartos. El Cuquita balanceaba las piernas desde su alta silla. Saqué un billete de cien pesetas y lo coloqué encima de la mesa.
—¿No puedes encender la luz?
—Se despertaría madre —me contestó—. Cuánto tiempo sin verlo, jefe.
—No veo nada, Cuquita.
—Dentro de un poco irá viendo mejor. Es que madre si nota la luz se despierta. Es sorda y no le importan los ruidos, sólo la luz le afecta.
—Háblame de Otto Schultz, Cuquita.
Se movió en la silla. Noté los ojos y las arrugas de su cara, pero nada más.
—Yo siempre me he portado bien con usted, jefe. Usted lo sabe. Pregúnteme cualquier cosa, pero no de Otto —dijo mirando el billete.
—¿Por qué?
Hizo una pausa. Algo crujió. La vieja parecía estar muerta; no respiraba ni se movía.
—Tengo miedo, jefe. Yo vivo aquí. Todo el mundo sabe que el Cuquita vive aquí. He nacido aquí —hizo un gesto con la mano que abarcaba la habitación. Yo no dije nada, seguí fumando. Luego cogió con su mano el billete y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Suspiró y dijo—: ¿Ha hecho algo Otto?
—No, no lo busco por eso, sólo quiero que me hables de él. No lo conozco.
—La gente con quien está ahora me da miedo. Otto ha subido. Durante mucho tiempo vivió ahí —hizo otro gesto con la mano—, en la pensión de doña Pura, pero hace diez años dejamos de verlo por aquí. Se fue a la Argentina. Oí decir que ahora gana mucho dinero con un señor importante haciendo de chófer. Esto es todo lo que sé. No sé nada más, no sé dónde se esconde.
—Yo no he dicho que se escondiera, Cuquita.
Hizo un ruido apenas imperceptible, como si tragara un hueso de fruta, y se agitó inquieto.
—Mire, jefe, he oído cosas por ahí, uno siempre termina por saber lo que no quiere oír. Le juro que no sé dónde se esconde. Al Diamond ya han venido a preguntar y ofrecen dinero por saber.
—¿Quiénes han venido?
—Torrente con un matón flaco y una mujer —me contestó el Cuquita—. Torrente vino dos veces. Me da miedo ese Torrente, jefe. Otto vivía a lo que saltaba, tuvo dos mujeres de Doval en Montera hace años y se le conoció actividad de guardaespaldas de un tío del Sindicato Vertical que viajaba mucho. Pero desde que volvió de Buenos Aires, cambió. Nosotros lo vimos gastar y vestir como un duque un par de veces que vino al Diamond. Ya no sé más.
—¿Qué sabes de su mujer?
—¿Qué mujer, jefe?
—La mujer que vino, la que se hace pasar por su esposa. Una alta y rubia, muy guapa.
—Sólo sé eso, que dijo ser su mujer. Tiene clase y es guapa.
—¿Hace la calle?
—No lo sé; si la hace, yo no lo sé. Desde luego, aquí en esta zona no trabaja. Por ese lado no tengo nada seguro —dijo—. Vino preguntando por Otto y habló con Rosales a solas y se marchó.
—¿Habló de unos documentos?
—No oí nada. Si lo dijo, yo no escuché nada. ¿Robó algo, jefe?
—Eso parece. Tú conociste a Otto, ¿qué amigos se le conocen?
—Amigos, ninguno. Siempre solo, no habla nada. Tiene gancho con las mujeres, pero se hablaba de que no le interesaban. Pero eso puede ser bla-bla-bla, ya sabe cómo es la gente, jefe. En cuanto a la tipa que vino, nadie la conoce en este barrio.
—Eso ya lo has dicho, Cuquita.
—No sé más, lo juro.
—No te has ganado la libra, Cuquita.
Volvió a agitarse inquieto. Apagué el cigarrillo en el suelo. De la radio salía una voz hablándole a los camioneros de España. Los bultos del cuarto se destacaban como bañados en tinta china.
—¿Se la chupo, jefe? —me dijo el Cuquita.
—No.
Avanzó la cara en la oscuridad. Enseñó las encías en una mueca que quería parecer una sonrisa nerviosa.
—No tengo dientes, no hago daño.
Miré a la vieja. Me pareció que tenía los ojos abiertos.
—Déjeme chupársela —susurró.
Me levanté. La vieja ahora parecía dormir de nuevo. El Cuquita se quedó en la silla y me siguió con la mirada hasta que abrí la puerta y salí. Entonces la vieja le habló.
Nadie sabe de dónde vienen y hasta sus nombres y apodos son inciertos. Aparecen durante la noche y, semejantes a sombras, viven en calles que delimitan extraños mundos que son tan improbables como sus caras o cuerpos. Nadie las ve durante el día, como si la luz del sol les hiciera daño. Vi a la Dientes y a Carlota la Banderillera al final de San Marcos, y a Lola y a Zapatillas de Raso paseando por la calle Válgame Dios, junto a otras que no conocía, vagabundos supervivientes del último invierno, soplones, macarras de putas de diez duros, maricones y sombras de personas.
Me detuve ante el portero que guardaba lo que parecía la entrada al camarote de un trasatlántico. El bar se llamaba El Corsario Negro, pero antes me gustaba más su nombre: Bar París.
El tipo llevaba lo que alguien le habría dicho que podría ser un sombrero pirata y una especie de casaca con galones. No se mostraba en absoluto avergonzado, de modo que me abrió la puerta y entré. Estaba a media luz y una música insinuante trepaba desde la moqueta y se expandía por la enorme sala alargada, imitación de navío pirata. Había fanales, ojos de buey y ruedas de timón como adorno. En las paredes, litografías inglesas de navíos y fotos de Errol Flynn y Douglas Fairbanks ataviados como hombres de mar. La decoración incluía unas cuantas mujeres sentadas en taburetes frente al mostrador de madera barnizada que cubría uno de los lados y que volvieron la cabeza en cuanto sonó la puerta. Camareros sutiles como mariposas se deslizaban entre los sofás colocados en discretos semicírculos. Sonaban risas contenidas y tintineo de vasos a media luz. Me acerqué al mostrador y antes que la mujer que blandía un cigarrillo sin encender dijera algo, le tendí mi mechero.
—¿Está Luis Torrente? —pregunté al solícito camarero. Cuando la mujer hubo encendido su cigarrillo, le cogí mi Ronson. Ya he perdido varios por no fijarme.
—Sí, señor, pero ha dicho que no quiere que se le moleste —respondió, no sin antes echarme una ojeada que podría querer decir muchas cosas.
—¿Eso ha dicho?
—Sí, señor, lo siento. ¿Es amigo del señor?
—Nos criamos juntos cerca de la Corredera Baja —ensayé una de mis mejores sonrisas.
—Pues lo siento.
Me volví a la del cigarrillo.
—¿Qué opina? ¿No cree lo de la Corredera Baja?
—Oiga, ¿quién es usted? ¿El chistoso hablador? —gruñó el camarero.
—Esto es un club privado, señor —dijo la fumadora, mirando a otro lado.
—Seguro que se ha equivocado —dijo de nuevo el camarero—. No recuerdo haberlo visto aquí.
—Escúcheme. Si está aquí Torrente, dígale que Antonio Carpintero quiere verle.
—Fuera —dijo en un susurro.
Di media vuelta y caminé hasta los reservados, que consistían en una serie de cubículos alineados y aislados por gruesas cortinas malvas que se adivinaban al fondo.
Descorrí la cortina del reservado que pensaba que estaba ocupado. Estaba oscuro, excepto una pequeña zona que incluía una mesa colmada de botellas y vasos, iluminada por una gruesa vela y rodeada por un sofá ocupado por sombras.
Un tipo delgado con nariz de halcón sacó la mano de donde se supone que la tiene metida un hombre cuando está en un reservado con una mujer que se dedica a estar en reservados. El tipo dio un salto y se encaró conmigo.
—¡Cierra la cortina, estúpido! —gritó.
Del fondo surgió un corpachón que medía de ancho tanto como de alto, y era bastante alto. Llevaba un chaleco que refulgía a la luz de la vela que también le hacía brillar los puntos de oro de la boca en una mueca de colores.
—¡He dicho que nadie me moleste! —dijo en tono amenazador.
—Hola, Luis —dije yo.
—¿Quién…? Pero ¡si es Toni! —exclamó, intentando reventarme contra el chaleco—. ¡Toni…, viejo! ¡Maldita sea tu estampa!
Logré deshacerme del abrazo. Entonces acudió el camarero del mostrador empuñando un pequeño bastón metálico.
—¿Y a éste quién le ha mordido?
—Me ha seguido hasta aquí. No se creía que tú y yo somos del mismo barrio.
—¡Ja, ja, ja! ¡Tiene gracia! —soltó a reír. Sacó una cartera más gorda que un limón y de ella tres talegos que entregó al camarero. Los cogió sin despegar los labios.
—Quédatelos y trae una botella del mejor whisky. Este señor es amigo mío.
El camarero se marchó y me dijo Torrente:
—Bueno, bueno, Toni. Siéntate, viejo. Éste es Charlie, un amigo. Las nenas son regalo de la casa.
El llamado Charlie masculló un saludo y se volvió a sentar. Las mujeres, desde la oscuridad, murmuraron algo. Yo dije también algo parecido y me senté.
—¡Qué alegría, Toni! —dijo machacándome la rodilla—. ¡Cuánto tiempo!
—Sí, Luis, mucho tiempo. Hasta hoy creí que te encontrabas en Buenos Aires.
—Bueno, hace casi un año que ando por aquí. Siempre me dije que tenía que ir a verte. Pero estoy muy ocupado. Y tú, ¿cómo te va?
—Tirando.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Alguien me habló de ti, luego pregunté por casualidad y me dije: seguro que está en el bar París.
—Aquí estamos otra vez. Como en los viejos tiempos… Te saliste de la policía, ¿verdad?
El de la mano hurgadora dio un salto.
—Ya no está en la pasma, Charlie —le dijo Torrente. El otro se tranquilizó. Percibí cómo sus ojillos brillantes me observaban—. ¿Por qué te saliste, Toni?
—Verás, había veces que no distinguía entre ladrones de bolsos y ladrones sentados en despachos con secretarias y cargos sindicales. Cosas que había que callarse y otras que no. Ciertas actuaciones con muchachos y muchachas cuya actividad más delictiva consistía en soñar con un mundo mejor. Y quienes mandaban aplicar los correctivos eran casi siempre gente tan corrupta y manchada de sobornos que daba asco. Hay más razones, pero te aburrirías, Luis. Pero lo peor no es eso; lo peor es saber por qué me metí en la policía cuando el Delegado de Deportes me lo ofreció. Me figuro que pensé que era un trabajo fácil y que podría llevar pistola y fumar rubio, vestir bien y sobre todo no dejarme machacar en el ring por nada o por casi nada. Cosas que tú ya sabes.
—¡Ja, ja, ja! —rio Torrente, y se dirigió a la chica que estaba a su lado, una morena cuyas vagas facciones grandes apenas distinguía—. ¿Has oído qué forma de hablar? Toni siempre fue un pico de oro, ¡qué tío!
La chica emitió una risa cascada y artificial y yo observé la gastada cara de Luis Torrente: los ojos astutos y rapaces, los labios finos, rotos veinte veces, y las indelebles marcas de cien golpes en cada una de sus arrugas. Sentí un desagüe en el pecho por donde se me escurrió algo que me dejó vacío y paralizado.
Luis y yo construíamos nuestro saco en el sótano de la tienda de ultramarinos del señor Mariano con piedras y arena, y nos cubríamos las manos con vendas y lo golpeábamos hasta que nos salía sangre y los nudillos se dislocaban, y teníamos que curarnos con ácido bórico y polvo de curtir cuero para endurecer las manos. Luego nos tomábamos de los hombros para recorrer la calle fanfarroneando, riéndonos por nada, bailando a cada momento frente a un contrincante imaginario y repitiendo las grandes peleas que sabíamos o que nos inventábamos.
Nos poníamos uno frente al otro —él, grande y pesado, fuerte, de amplia sonrisa y corazón grande—, con las piernas atadas y los ojos vendados, y nos atizábamos. Había que esquivar sin ver nada, sólo por instinto o por el zumbido del puño. Así hasta que se acababa la tarde y terminábamos tan molidos que no podíamos levantar los brazos.
Entonces queríamos salir adelante, abandonar el barrio que nunca he abandonado, ser alguien, sobresalir, mandar afuera la miseria, soñar con que alguna vez íbamos a tener lo que con el jornal de repartidor de hielo de Torrente y con el mío de chico de los recados en la tienda del señor Mariano no tendríamos nunca. En aquel tiempo nada era fácil ni bueno y, maldita sea, recordar no conduce a nada, ni siquiera cuando uno se encuentra con esos viejos sueños prendidos del desagüe del pecho.
La cortina se descorrió y el camarero trajo una botella de whisky que depositó en la mesita y se retiró en silencio como había llegado. Luis la destapó, me llenó un vaso y yo puse hielo y bebí un trago, luego lo completé con soda y lo terminé entero de otros dos tragos. Volví a llenarlo, esta vez hasta la mitad, y sorbí un poco.
La morena comenzó a morrearse con Luis y la oscura e invisible mujer de Charlie lanzó unos sollozos más falsos que mi declaración de la renta.
Terminé mi segundo vaso y el hueco de mi pecho se fue llenando hasta que desapareció por completo.
—Luis, quisiera preguntarte un par de cosas.
—¿Eh? —masculló—. ¿Qué? Hombre, perdona, me había olvidado de ti. Espera, voy a decir que te traigan una jai. Verás qué bien lo vas a pasar, aquí son de primera.
—No —lo sujeté por el brazo—, no te molestes. Quiero hablar contigo. ¿Qué ha pasado en realidad con Otto Schultz? ¿Ha robado los documentos o no?
—Te han encargado que lo busques, ¿verdad? Me alegro, tú eres un tío listo y si lo encuentras harás un buen negocio. Elósegui sabrá ser agradecido.
—Yo no trabajo para Elósegui, Luis. Ha sido su esposa quien me ha contratado.
—Bueno, es lo mismo.
—¿Lo mismo?
Torrente apartó a la mujer y se retrepó en el sofá, recomponiéndose el peinado y abrochándose la camisa. Encendió un rubio y se acercó mucho para hablarme.
—No seas tonto, Toni, no seas miope para los negocios. Te lo digo de verdad, ¿qué más da quién te haya contratado?
—No da igual —le dije, encendiendo también uno de mis cigarrillos. A través de la cortina escuchábamos música suave. Ahora era un bolero, Mi viejo San Juan, lo que oíamos—. Por Elósegui no movería un dedo. Elósegui es una rata y me pregunto qué estará haciendo aquí de nuevo.
—Yo te lo diré, y si eres listo deberías tener la boca cerrada cuando hablas de Elósegui. Charlie y yo trabajamos con don Ignacio, y también Alfredo, el hijo de tu Dora. Y tú podrías hacer lo mismo, si tienes sesos. Se puede ganar mucho dinero, lo estamos ganando ya y tú podrías unirte a nosotros.
—Don Ignacio, ¿eh? ¡Cómo cambian las cosas! Te diré, Luis: no voy a trabajar para Elósegui, así que deja el rollo. Ahora dime qué ha pasado exactamente con el tal Otto Schultz.
Torrente acarició distraído la pierna de la mujer.
—¿Has visto, chata, qué pico de oro? ¡Cómo le gusta hablar! Escúchame —dijo—, busca tú por tu cuenta a Otto y llévate la pasta cuando lo encuentres. Si quieres un consejo, pide una tía y quédate con nosotros.
—No necesito ningún consejo de ésos, Luis.
—Alfredo hará carrera con don Ignacio.
—Con Elósegui el memo de Alfredo tragará mierda, y si lo sigues entrenando de la forma en que lo estás haciendo, entonces es seguro que la mierda lo ahogará.
—Siempre te has creído diferente y no estás hecho de forma distinta a los demás. Elósegui es más listo y está arriba, entre los que mandan, y no sirve de nada ver las cosas de otra manera. Todos tenemos que servir a uno que manda. El mundo se divide entre los listos y los tontos. Yo he dejado de estar entre los tontos. Ahora voy a escuchar la campana desde mi rincón. Si tú fueras listo harías como Alfredo, venirte con nosotros. Hace falta gente como tú, busca a Otto, encuéntralo y recibirás pasta y Elósegui te hará rico. Lo que estamos haciendo dará dinero a espuertas. Cuando Elósegui construya el barrio nuevo, qué digo, casi una ciudad en miniatura, todos sacaremos dinero, pero hay que hacer cosas y no preguntar. Será tan fácil como quitar caramelos a un niño.
—Te creo capaz de eso, Luis.
—Deja las bromas, muchacho superior. No eres más que un muerto de hambre haciendo trabajillos de mierda. Una pobre mierda, sobre todo pobre. Pero no nos enfademos, colega, te tengo simpatía. Bebamos otra copa.
—Tienes menos cerebro que un bote de tomate. Elósegui te mandará al carajo cuando él quiera, cuando ya no le sirvas.
—¡Ja, ja, ja…! ¡Tiene gracia! ¡Qué chistoso eres! ¿Has oído, Charlie?
Charlie no podía hacerle caso, seguía haciendo gemir a la mujer como si manejara debajo de las faldas los botones de una radio. Torrente rio sin ganas, agitando su corpachón.
—Deja de rebuznar, Luis. Te he hecho un par de preguntas y no me has contestado más que sandeces.
Cesó de reír de golpe y me miró fijamente. Había odio en su mirada. Cogió el vaso y bebió. Noté los nudillos blancos en el vaso. Podría romperlo si quisiera. Charlie se incorporó en el sofá.
—Oye, Luis —dijo—, ¿no puedes decirle a este aguafiestas que ahueque? No se puede hacer nada.
—Dudo que puedas hacer algo, excepto con el dedo —dije yo.
Charlie se puso de pie.
—¡Te voy a…! —exclamó.
—¡Siéntate, Charlie! —gritó Torrente. Luego habló en tono más bajo—. Te puede matar de una bofetada.
Charlie se sentó.
—Hay que saber comportarse, amigo.
—Pero ¡bueno! —farfulló.
—¡Cállate! —gritó Luis—. ¡Vuelve a lo tuyo!
Charlie se calló, pero no volvió a lo que estaba haciendo. Me levanté y rebusqué en la cartera. Saqué un billete de quinientas y lo deposité en la mesa.
—Otro día me invitas, Luis, y me alegro de volver a verte.
Descorrí la cortina. Torrente dijo:
—Toni, no seas tonto. Encuentra a Otto, y Elósegui sabrá ser generoso. No te enfrentes con él.
—¿Eso es todo? Adiós, Luis.
El camarero no quiso mirarme cuando me acerqué de nuevo al mostrador. La mujer del cigarrillo no estaba.
—¿Lo ha visto? Ese tipo de dentro, Luis Torrente, y yo nos criamos en la Corredera Baja.
El portero me saludó otra vez frente a las luces que se encendían y apagaban, siguiendo la conocida cadencia de la alegría comprada con billetes.