¿Conocen la cervecería Hamburgo en la Plaza de Santa Ana? Cuando yo no levantaba un palmo del suelo estaba en el mismo sitio en que está hoy. Y por lo que sé, también lo estaba cuando mi padre era un mocoso. Allí trabajó durante dieciocho años de limpiabotas, hasta que reventó. Quiero decir que me recuerda muchas cosas y que la piso poco, aunque sea un local agradable, fresco en verano y acogedor en invierno, donde los camareros conservan la vieja tradición de ser atentos sin molestar.
Llegué cuando eran las nueve y cuarto en mi japonés de pulsera, y la imagen de mi padre borracho e inmóvil como una estatua de madera, sentado en el rincón con la caja de betún y la chaquetilla negra, revoloteó y entró conmigo. Había poca gente. Alfredo estaba en el mostrador bebiendo un doble de cerveza.
—Creí que no venías —me dijo, palmeándome la espalda—. ¿Cómo estás, Toni?
—Bien —le saludé.
Nos sentamos en una de las mesas del fondo cerca de los cuadros descoloridos.
—¿Cuál es el negocio?
—Buscar a un hombre que ha desaparecido de su casa. Conozco a su mujer, ella va a venir y te lo explicará todo —dijo mirando su reloj.
—Bueno, esperemos que no sea otra de tus tonterías. ¿Sigues entrenándote?
—Sí. Y tengo algunas sorpresas que darte.
—¿Has decidido estudiar?
—No, tío. No es eso.
—No me llames tío.
—Voy a boxear seguro dentro de un mes o dos. Un poco de amateur y después a por el campeonato.
—Con esos brazos no pienses en boxear. O el boxeo o las pesas.
—¿Qué le pasan a estos brazos? —se palpó los bíceps como melones pequeños—. Son mejores que los de Silvester Stallone.
—Son una mierda.
Le dirigí un corto al bíceps derecho. Dio un grito y replegó el brazo. Comenzó a frotarlo con fuerza.
—¡Me has hecho daño! —exclamó—. ¡Me va a salir un cardenal!
—No me digas que quieres boxear después de perder el tiempo con las pesas, míster Universo. Te voy a soltar un sopapo que vas a tener que ligar con careta. Un peso mosca rápido te haría fosfatina en el primer asalto. No eres más que un saco de nudos. Me gustaría saber qué opina Ramper de tu estilo.
Terminó de frotarse el antebrazo y bebió un traguito de su cerveza.
—Ya no estoy con Ramper. El cuchitril ése no es para mí, ahora me entrena Torrente.
—¿Torrente? Me ha dicho el Yumbo que estaba aquí. ¿No vivía en la Argentina?
—Ha vuelto hace unos meses. Ésa era la sorpresa. Tiene a su cargo un gimnasio de cine en el Paseo de la Florida, tío. Una maravilla.
—Te he dicho que no me llames tío. No me canses —y añadí—: ¿Y no te dice nada del entrenamiento con pesas?
—No aparece mucho por el gimnasio. Todavía no he empezado en serio, pero un peso medio tiene que tener músculos duros como los míos.
—¡Qué memo eres! —le repliqué—. De todas formas siempre podrás posar en las revistas porno, sujetando algo o a alguien. Puede ser un buen porvenir para un chico como tú con inquietudes.
—No te he dicho lo principal. El dueño del gimnasio es Elósegui.
—¿No me digas que Ignacio Elósegui ha vuelto con lo del boxeo?
—Bueno, el gimnasio es suyo, ¿tiene algo de malo?
Pensé en Ignacio Elósegui y sí, tenía mucho de malo.
—Ha vuelto ese hijo de puta —murmuré. Luego le dije en voz alta—: ¿Cuándo has quedado con esa mujer? No me puedo pasar la noche esperando.
—Aquí a las nueve. Pero ya sabes cómo son las mujeres. Cuando la veas vas a querer quedarte, te lo prometo.
—Un momento, Alfredo. No será uno de tus ligues, ¿verdad?
Echó su morena y saludable cara hacia atrás y soltó una carcajada. Podría parecer un dios griego con aquella camiseta celeste demasiado apretada y el pelo negro rizado, si no fuera porque en vez de haber nacido en Grecia, lo hizo en la calle del Salitre.
—No, hombre, no. ¡Qué cosas tienes! —guiñó un ojo. Luego añadió—: Tengo otra.
—Mira, Alfredo, no he venido aquí a hablar de mujeres. No me cuentes tu vida que me voy. Me alegro mucho de verte.
—Aguarda, ahí está —dijo antes de que me levantara.
Volví la cabeza. Era una aparición que caminaba hacia nosotros entre las mesas, deshaciendo conversaciones. Una mujer como aquélla podía, ella sólita, volver loca a la Curia. El alegre Alfredo se había quedado corto. Ella y su vestido verde hierba parecían haber crecido juntos. Aparentaba treinta años y llevaba el pelo rubio recogido detrás en dos trenzas. Toda ella exudaba un aire exótico y maléfico como el de un pecado. Alfredo se levantó de la silla.
—Éste es mi tío, Antonio Carpintero, señora Schultz —presentó.
—Encantada —dijo la mujer estrechando mi mano.
La sacudida de manos fue vigorosa. No era una mano excesivamente femenina. Mostró las perfectas salpicaduras blancas de su boca y se sentó.
Paco, el viejo camarero, se acercó arrastrando los pies:
—Buenas noches. ¿Qué te pongo, Antoñito? —me dijo. Luego se dirigió a la mujer con una corta reverencia—: ¿Y a usted, señora?
—Un martini seco —contestó ella.
—Café —dije yo.
—¿Te pongo coñac?
—No.
—¿Y unas gotas de aguardiente? —insistió. Paco tenía el ojo izquierdo de cristal. Se lo saltó una mujer en 1935 con el tacón de un zapato y le sobresalía demasiado. Aquello le daba un extraño aspecto de pájaro vigilante. Miraba a la amiga de Alfredo embobado. Paco había sido compañero de mi padre y me conocía desde que yo era un niño.
—Bueno, pon unas gotas de aguardiente —le dije, y después, cuando se hubo marchado, me dirigí a la mujer—: Bien, usted quería verme. ¿En qué consiste el trabajo?
—Es bastante confidencial, se lo diré en otro lugar.
—Éste es un lugar tan bueno como cualquier otro. Si habla en voz baja, nadie se enterará. No me apetece moverme de aquí.
Ella hizo un gesto de desagrado. Me pareció un altivo gesto de desagrado, como cuando la criada sale respondona.
—No me gusta su manera de hablar.
—Entonces déjeme tranquilo, señora Schultz. Busque otro que hable mejor.
—Es usted insoportable.
—No le diré que no, pero no tiene por qué soportarme.
—Su marido ha desaparecido —terció Alfredo—. Y tú lo puedes encontrar, Toni.
—Creo que es usted un poco grosero, pero me han hablado muy bien de usted. Estoy aquí por eso.
—No crea que soy grosero. Sólo a veces un poco campechano. Hábleme del asunto que la ha traído. No perdamos más tiempo.
—Necesito ayuda —me dijo acercando su cabeza a la mía. Me invadió una oleada de perfume a limones—. Mi marido hace una semana que falta de casa.
Me contuve. Pude haber dicho un par de chistes, levantarme e irme. Más tarde me arrepentiría de no haberlo hecho. En lugar de eso, permanecí en la silla y dejé que continuara la historia.
—Han desaparecido unos valiosos documentos de la casa donde trabaja mi marido y el dueño sospecha de él. Quiero saber dónde se encuentra, demostrar que Otto no es un ladrón.
Paco depositó en la mesa la copa de martini y mi café y volvió a marcharse arrastrando los pies. Moví el café y di un sorbo: estaba frío.
No me hice a la idea de que alguien casado con aquella mujer pudiera necesitar un lío de faldas, pero peores cosas se han visto.
—Estoy muy inquieta —continuó después de la pausa. Yo encendí un cigarrillo y Alfredo siguió con los sorbitos de su cerveza—. El patrón de Otto está dispuesto a perdonarlo si devuelve los documentos. Por supuesto, quedará despedido. Yo creo que no ha sido Otto y su patrón está dispuesto a creerme. Me está ayudando mucho; me puso en relación con Alfredo para buscarle a usted.
—No soy detective. Trabajo en una agencia de impagados.
—Pero fue policía.
—Eso es verdad. Y ahora no me diga que el patrón de su marido es Ignacio Elósegui.
—Exacto. Y me ha hablado muy bien de usted. Dijo que había estado en la policía y que lo dejó o le expulsaron, no lo sé bien, pero que es competente.
—Muy interesante. ¿Qué hacía su marido para Elósegui?
—Secretario y hombre de confianza. Se conocieron en Argentina. Vino con él cuando el señor Elósegui regresó de Buenos Aires hace un año. No me explico cómo ha podido desaparecer Otto; eran amigos y se encontraba bien en el trabajo.
Permanecí en silencio. La mujer sacó lentamente un cigarrillo de una pitillera plana que parecía de oro y refulgía como si lo fuera. Lo encendió con un mechero que tardó también en sacar del bolso. Dejé que lo hiciera. El encendedor era un Dupont, también de oro, que podría pesar un cuarto de kilo.
—¿Quién vio a su marido por última vez?
—El señor Elósegui. Termina de trabajar sobre las ocho de la noche, aunque dada la naturaleza de su trabajo a veces regresa a casa muy tarde… El martes pasado no regresó a dormir. A la mañana siguiente llamé a su jefe y uno de los sirvientes me dijo que se había marchado a las siete y media, después de despachar normalmente con el señor Elósegui. Pensé que le había pasado algo, y me puse nerviosa. La siguiente noche tampoco regresó y entonces acudí a la policía. Esa misma tarde el señor Elósegui vino a visitarme y me dijo lo de los documentos.
—¿Qué clase de documentos le faltan?
—No lo sé. Y el señor Elósegui no me lo dijo. Sólo me indicó que eran muy importantes para su negocio.
—Los negocios de Elósegui —murmuré. Luego le dije—: ¿Boxeo?
—¡Oh, no! No lo sé muy bien. Otro me habló de algo relacionado con casas, un gran proyecto inmobiliario. No sé nada más.
—¿Cuándo se casó con él, señora Schultz?
—Hace casi un año —bebió de su copa sin pestañear—. ¿Va a encontrarlo? Le pagaré bien.
—¿Y Elósegui no ha avisado a la policía ni a una agencia de detectives?
—No, no lo ha hecho por deferencia hacia mí, pero si en tres días no aparecen los papeles, hará la denuncia. Tenemos un plazo de tres días.
—Elósegui se ha debido reformar en Argentina. Ahora es amable con una pobre mujer cuyo marido ha desaparecido. No lo entiendo.
—Me ha hablado muy bien de usted.
—Eso es todavía más raro.
—Sí, tío —terció Alfredo—, estaba yo delante.
—No me llames tío, ¿cómo voy a decírtelo?
—Acepta, ¿verdad? —insistió la mujer.
—¿Por qué no ha acudido Elósegui a una agencia de detectives? —remaché de nuevo.
—Confía en que yo lo encuentre —me dijo la mujer—. Y yo confío en usted.
No me lo creí. Aquello que tenía delante era todo menos una desvalida mujercita.
—Acepta, hombre —insistió Alfredo.
—¿Se llevó el pasaporte? ¿Ha notado que falte su ropa de la casa? —volví a preguntar.
—El pasaporte está y no se ha llevado nada, es muy raro. Ya le he dicho que no sé lo que pudo haber ocurrido. El señor Elósegui me ha prometido no hacer nada si se le devuelven los documentos en el plazo de tres días.
—Videla ha debido reformar a Elósegui, ahora es un caballero.
—No le cae simpático, ¿verdad?
Alfredo miraba como si se encontrase en un partido de tenis, movía la cabeza de izquierda a derecha.
—Eso no importa.
—Ayúdeme —suplicó la mujer, acercando aún más la cabeza.
Alfredo se bebió de golpe la cerveza que le quedaba y expuso sobre la mesa los brazos. Unos jóvenes recién llegados armaron un estridente bullicio que quería parecer alegre. Estábamos solos junto a la pared, adornada con pesados y antiguos cuadros que había visto desde que era un niño. La mujer puso una expresión atenta mientras volvía a hurgar en su bolso. Sacó una fotografía y me la tendió.
Era la de un hombre de unos sesenta años que aparentaba mi edad. Moreno y con los cabellos cortados a cepillo, tenía el aspecto de un conspicuo deportista. Sonreía con una agradable mueca al volante de un descapotable del que no pude deducir la marca. Sin embargo, había algo en aquellas facciones que recordaban al cartón piedra. Coloqué la foto encima de la mesa.
—No le digo lo de la aguja en el pajar, porque sería fácil comparado con esto. Le costará dos mil pesetas diarias, con un adelanto de una semana, gastos extraordinarios aparte, como viajes o cualquier extra de otro tipo. Además, cien mil pesetas si encuentro a Otto y ciento cincuenta mil si es dentro del plazo de los tres días. Aguarde —dije ante el gesto de la mujer—, hay más. Quiero completa libertad para llevar el asunto a mi modo, sin coacciones de ninguna clase. Lo dejaré cuando no me guste o lo estime necesario y en ese caso considerará perdido el dinero que me dé por adelantado.
Me miró fijamente.
—Es mucho dinero.
—No hago rebajas. He tenido que prescindir del mayordomo y del chófer por querer sindicarse.
—Es usted un maleducado.
—Sí, fui el último de Oxford por esa razón. Pero usted no quiere una persona educada, sino alguien que encuentre a su marido, ¿verdad?
—Le daré cien mil pesetas si encuentra a Otto dentro del plazo previsto, y cincuenta si lo hace más tarde.
—Bueno, está muy bien —dijo Alfredo—. Verá como él lo encuentra.
—Un momento, señora, no estamos vendiendo un burro. Si ha venido hasta mí es que sabe que yo lo puedo encontrar. No nos andemos con rebajas; usted va a comprar mi tiempo, y el tiempo de cualquier hombre es caro, muy caro, es lo único que posee. Acepto la rebaja, y no sé por qué lo hago.
—No tengo aquí dinero para adelantarle la semana, pero se lo puedo dar mañana. ¿Le importa?
—Catorce mil pesetas mañana.
—Sí, y no se preocupe, no me iré sin pagarle.
—No me preocupo, nadie se me ha ido aún sin pagar.
Me miró fijamente apretando los labios. No era una niña tierna, tenía aplomo. Le sostuve la mirada por el qué dirán y pareció calmarse a duras penas. Volvió a dirigirse a mí con su suave manera de hablar, como las mujeres de los sueños.
—¿Quiere saber algo más de Otto?
—Tengo que hacerle más preguntas, pero lo dejaremos por hoy. No obstante, quiero que me diga si aparte de Elósegui tenía algún otro amigo.
—No, Otto es muy reservado, no salía apenas de casa. En Madrid no tiene familia ni amigos.
Alfredo pareció relajarse. Sonrió.
—Creí que no lo cogías.
—Tu tío es duro —sonrió la mujer— y le gusta el dinero.
—¿En qué trabaja usted?
—Soy manicura en el hotel Metropol. Pero no trabajo desde que Otto desapareció. Tengo miedo de cortar un dedo, estoy muy nerviosa.
No me pareció nerviosa, pero no se lo mencioné.
—Deme la foto y su dirección. Estaremos en relación constante.
Rebuscó en el bolso y sacó una tarjeta. La leí. Vivía en la calle Alberto Alcocer, un lugar un poco por encima de las posibilidades de una manicura y un secretario.
—Todo hombre tiene un lugar adonde va a tomar copas, aunque no tenga amigos. ¿Adónde solía ir Otto?
—Le oí mencionar una vez el Diamond, en la calle Libertad. Al parecer lo frecuentaba de joven y creo que fue una o dos veces desde que nos casamos. Ya estuve allí y pregunté a todos los camareros. Nadie sabe nada de él.
—¿Cómo conoció a Elósegui?
—Creo que en Argentina. Mi marido emigró allí hace diez o quince años y trabaron amistad. Cuando el señor Elósegui volvió, se lo trajo con él.
Sentí las miradas de los parroquianos fijas en su figura. Con ella se podía pasar tan desapercibido como con un lazo rosa en la cabeza. Le tendí una tarjeta del Torre Dorada.
—Llámeme cuando lo necesite.
—Lo haré. Y encuentre a mi marido.
Se despidió. Las miradas de todo el mundo la siguieron hasta la puerta. El perfume a limones quedó en nuestra mesa.
Le sacudí un golpecito en el hombro a Alfredo y me dirigí a la puerta. Paco estaba allí como petrificado mirando a la calle.
—Cóbrate, y ten cuidado, es malo para la tensión —le dije, dándole diez duros.
—Yo he visto a esa mujer, Antoñito.
—Yo también. Romy Schneider en rubia.
—No; he visto a su hermano gemelo, un hombre parecido a ella. Ha venido a la cervecería más de una vez.
—Trabaja en el hotel Metropol. Es manicura.
—¿En el hotel Metropol? —Paco abrió la boca.
—Eso me ha dicho.
—Entonces ándate con ojo. No es trigo limpio. El hotel Metropol es un antro de pervertidos.