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He conocido épocas malas en mi vida, pero como la que estaba pasando al final de aquel verano no recuerdo ninguna. Ejecutivas Draper, una agencia dedicada al cobro de impagados, llevaba tres meses sin darme trabajo, y yo no cobraba el paro ni tenía seguridad social. Y, lo que es peor, tampoco tenía posibilidad de encontrar otro trabajo.

De modo que, cuando un antiguo cliente del viejo Draper acudió a mí para que le encontrase a su hija, que llevaba varios días sin aparecer por casa, acepté inmediatamente.

No fue difícil. Me llevó una mañana enterarme de los gustos de la chica, y un par de horas localizar el chalé donde solía organizar guateques con sus amigos.

Me situé frente a él, con un bocadillo de queso y un paquete de cigarrillos, y me dispuse a esperar.

Al atardecer vi salir a dos muchachos. Cerraron la puerta con llave, miraron a ambos lados de la calle y desaparecieron en la esquina. Me parecieron un par de jóvenes corrientes, con los pantalones ajustados y el pelo demasiado largo. La chica no estaba con ellos, así que rodeé las tapias del jardín y salté por la parte de atrás.

Probé con una de las ventanas y conseguí abrirla. Debía de ser el cuarto de la criada y estaba oscuro. Atravesé la habitación y después un pasillo escuchando cada vez con más fuerza el ruido gangoso de una radio.

La chica estaba en el salón a media luz, tumbada en un sofá tapizado de negro, leyendo historias cómicas. Marcaba el ritmo de la radio dándose golpecitos con una mano lánguida y blanca en el muslo. Era una chica larga y huesuda, con el pelo corto como el de un muchacho, y estaba desnuda.

—Se acabó la fiesta —dije, colocándome a su lado.

Dio un salto y se incorporó en el sofá.

—¿Quién es usted? —gritó.

—Tu ángel de la guarda. Ponte la ropa que nos vamos. Tu madre quiere que meriendes con ella.

—¿Es policía?

—No.

Le alcancé una falda azul de lunares tirada al pie del sofá y un niki negro. No encontré ropa interior, quizá no la llevaba cuando salió de su casa.

—¿Por qué no nos quedamos un ratito más, feo? —dijo, pasándome la mano por la pierna. Sacó la lengua y la movió en la boca—. ¿Quieres que te haga cositas?

—Otro día, encanto. Tu mamá nos aguarda con las pastas.

—Un momentito sólo, ¿eh?

—¡Te vistes o te cojo del cuello y te saco a la calle en pelotas! —grité.

Se colocó la falda y el niki. Entonces oí el ruido de la cerradura al abrirse y pasos en el vestíbulo. Los dos muchachos que habían salido antes entraron en el salón con un paquete del que sobresalían botellas y barras de pan. Uno de ellos era delgado y pálido, con un aro de gitana prendido del lóbulo, pero el otro podía tener mi edad y lucía unos brazos tatuados que parecían piernas de ciclista.

—¡Luis, este tío quiere llevarme a casa! —dijo la chica.

—¿Quién es usted? —preguntó el de los brazos tatuados.

—Un amigo de la familia, ¿y tú? —contesté.

El tal Luis dejó el paquete de comida en el suelo con todo cuidado.

—Bueno, el caso es que nadie le ha invitado a esta fiesta —dijo, sonriendo.

—Es una fiesta privada —dijo el otro, que tenía la voz aflautada.

—No dejes que me lleve, Luis.

—Nadie va a llevarte a ningún sitio. ¿Tú quieres irte?

—No —contestó ella.

—Amigo, voy a llevarme a esta nena.

—Te empeñas en estropear la fiesta, ¿eh? —dijo Luis—. El caso es que ella puede con tres a la vez; tiene mucha vitalidad —la chica emitió una risa de conejo—. Pero me parece que no le gustas.

—Mira, me la voy a llevar y es mejor por las buenas. La criaturita tiene quince años y cualquier juez pensaría sin dificultad al mirarte que esto es un secuestro con violación a una menor. Te puedes tirar tres años en el trullo y eso a ti no te gustaría, ¿verdad? En cambio me la llevo, la entrego a su querida familia y yo no he visto a nadie.

—Sí —se adelantó el otro—, deja que se vaya, Luis.

—Eres un muchacho juicioso —dije.

Luis metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón vaquero y sacó el largo mango de una navaja automática. Sonó el clic y la hoja refulgió a la tenue luz del cuarto.

—Córtale la polla, Luis —susurró ella—. Anda, córtasela.

Jugueteó con la navaja. Tenía una forma de sonreír que no me gustaba nada.

La chica apagó la radio, se dio la vuelta en el sofá y apoyó los codos en él como si fuera a contemplar una función de circo.

—Córtasela, Luis, córtasela —insistió.

—¿No piensas en otra cosa? —dije.

Luis avanzaba despacio, manoseando la navaja.

—Lo que puede imaginar esta chiquilla —dijo.

Entonces el chico pálido dio un grito histérico y se me arrojó encima con la intención de arañarme la cara. Le lancé una patada a la entrepierna que no dio en su objetivo, le alcanzó en el estómago. Retrocedió, chocó contra la pared y se derrumbó gimiendo. Luis, con una velocidad inesperada, me lanzó un tajo. No vi la hoja, la sentí en el sobaco. Me rasgó la chaqueta mil rayas, comprada hace un año en Sears y aún en buen uso. Le sujeté la muñeca con la izquierda y se la retorcí. Gritó y soltó la navaja. El pálido vomitaba una pasta verdusca llena de grumos. Recogí la navaja y la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

Agarré a la chica del cuello.

—Escucha, guapa —le dije—, si haces otra tontería así, te machaco. ¿Lo has entendido?

No me respondió, pero supe que había comprendido.

Estábamos a finales de septiembre y la noche había caído en la ciudad como si alguien súbitamente hubiese apagado la luz. Íbamos en taxi y nos cruzaban automóviles con tipos agarrados al volante que aún mostraban los restos de un concienzudo bronceado. Recorrimos todo el trayecto hasta su casa en silencio. Se durmió al llegar a la plaza de Neptuno, recostada en el sillón delantero con la expresión placentera de una virgen gótica. Durmió hasta que el taxi se detuvo frente a su portal.

La desperté en la calle, agitándole un hombro y ella me miró con sus grandes ojos muy abiertos.

—¡No me lleve a casa, por favor! —suplicó.

—Si no vas por tu propio pie, te llevo en brazos. Elige.

—¡Señor, por favor!

—¿Te obligan a fregar los platos?

—¿Qué le he hecho? ¿Por qué me hace esto?

—Aparte de que querías que me cortaran algo que me gusta conservar, nada.

—Perdone, estaba asustada.

—Estás perdonada. Tan amigos. ¿Quieres entrar en tu casa ahora?

La tomé del brazo y se detuvo ante la gran puerta acristalada. El portero nos observó en silencio desde su garita.

—No —movió la cabeza—, no quiero volver a casa.

—¡Entra! —le dije en voz baja.

Atravesamos el portal, más grande que mi propia casa y adornado con esos inútiles sillones donde nadie se sienta jamás, plantas que parecen de plástico y una alfombra como para revolcarse en ella. Pulsé el botón del ascensor. Llegó con menos ruido que mi mechero al encenderse y subimos.

Caminamos en silencio por un pasillo acolchado hasta detenernos frente a su puerta.

—Usted es como ellos —me dijo muy seria.

—Espero que no.

—Lo hace por dinero, ¿verdad?

—Exacto —contesté pulsando el timbre.

Abrió una criada uniformada de la misma edad de la chica, cuyo nombre, ahora me daba cuenta, había olvidado.

—¡La señorita! —exclamó.

—Diga al patrón que estoy aquí —le dije a la criadita.

—Sí, señor —respondió.

Me quedé en un vestíbulo adornado con pesados y oscuros muebles, mientras la chica se perdía en el interior.

Encendí un cigarrillo observando el gran retrato de Franco, dedicado al dueño de la casa y enmarcado en bronce.

El padre de la niña apareció con la cara desencajada. Vestía un batín que parecía japonés y calzaba zapatillas de cuero. Era bajo y regordete, moreno lámpara y el bigotito que lucía se movía arriba y abajo.

—Bien, le entregaré el dinero —dijo.

—Perfectamente.

—Debió traerla antes… Ha pasado todo este tiempo sola —me miró e intentó sonreír. No le salió—. Se le pasará —dijo hablando consigo mismo—, ha sido un arrebato sin consecuencias.

—Eso espero. Su hija adora esta casa.

—Le ruego discreción —balbuceó—, comprenda que…

—Muy comprensible —contesté.

—Aquí tiene —dijo, tendiéndome un sobre que había sacado del bolsillo de su bata.

Lo abrí. En ese momento entró una mujer y me observó contar los billetes. Llevaba otra bata roja, era más alta que su marido y maquillada como si fuera al teatro.

—¿Qué hace este hombre aquí, Rafael? —preguntó la mujer.

—Cuento el dinero, señora —contesté yo.

—El señor Carpintero, Maruja. Antonio Carpintero. Me ha ayudado a encontrar a la niña. Trabaja con Draper.

—Márchese —silabeó la mujer.

—Está todo —dije sin prestar atención a lo que había dicho la mujer—. Tal como habíamos quedado. Pero usted me dijo que su hija se había marchado con unos compañeros de clase y no es así. Como no me ha preguntado qué hacía, ni con quién estaba, yo no se lo digo. No es de mi incumbencia. El caso es —proseguí— que los amigos del colegio de su hija me han intentado liquidar. Fallaron, pero me han roto la chaqueta —se la mostré— y, si no recuerdo mal, el trato lo cerramos con la condición de que, si había variantes o gastos extras, usted los pagaría.

—¡Cómo se atreve! ¡Mi hija ha hecho una travesura y no se reúne con maleantes! —chilló la mujer—. ¡Usted se lo está inventando todo!

—Maruja…

—Consuélese. Si me hubieran alcanzado, se hubiese ahorrado estos billetes.

—¡Abandone esta casa, zarrapastroso!

—¡Maruja, un momento! ¿Qué es lo que quiere, señor Carpintero?

—Una chaqueta de mi talla cuesta tres mil pesetas como mínimo. Es la cantidad extra que me debe.

—¡El colmo! —volvió a rugir la mujer—. ¡Cómo se atreve!

—Me encanta el ambiente de esta casa —dije—, pero no me marcharé sin cobrar lo que me deben.

—Quiere que le paguemos la chaqueta, ¿no?

—¡Qué débil eres, Rafael! ¡Oh, Dios mío, qué hombre! —gimió la mujer.

El marido puso una expresión de fiera en su gorda cara.

—Bien. Ha hecho el trabajo inmejorablemente y usted cobra menos que un detective de verdad. Le daré las tres mil, será una propina.

—Yo no acepto propinas, excepto si devuelvo a casa objetos valiosos como perros y gatos.

Palideció, el bigote se agitó en el labio. Su esposa le tomó del brazo. Me observaron durante un tiempo, me perdonaron la vida y luego el hombre desapareció por el pasillo. Escuché cerrarse una puerta con estrépito. La mujer me miró desafiadora.

—No tengo seguridad social —dije, con la mejor de mis sonrisas—. La vida está dura.

—Zarrapastroso —silabeó ella.

El hombre regresó trotando y me tendió los tres billetes.

—Márchese de aquí. No pise más esta casa.

—Sí, pero no me llame cuando se escape ella —le dije señalando a la mujer y cogiendo el dinero.

Otro taxi me condujo a mi casa como un viejo caballo deseoso de entrar en la cuadra. Me dejó en la calle de Atocha, cerca de la plaza de Santa Cruz. Me deslicé en el aparcamiento. En el tercer subterráneo vi al Yumbo hacerme señas desde detrás del ascensor.

—¡Eh, Toni! —vociferó—. ¿Cómo te va?

—Bien, Yumbo.

—¿Dónde has estado? —me preguntó sacudiéndome un corto al brazo.

—Por ahí.

—Me ha salido un trabajo, pero he dicho que no. ¿A que no adivinas quién me lo ha dado?

—No.

—El Torrente.

—¡Hombre! ¿Qué hace el Torrente en Madrid?

—Forrao de pasta —sentenció. Se pasó la mano por la cara sin afeitar—. Pero no quise saber nada de ese trabajo. No es para mí.

—Torrente… —murmuré.

—Qué sorpresa, ¿verdad?

—Sí. ¿Dónde está ahora?

—En El Corsario Negro, gastando como un señor. La otra noche estuvo en el bar Durán. Hace mucho que no te vemos por allí.

El Yumbo se quitó el gorro de legionario y se rascó la cabeza. El aliento le olía a vino peleón.

—Te quería preguntar una cosa. ¿Quién ganó el combate Marciano-De Silva en La Habana en 1948?

—Rocky, naturalmente. K. O. al quinto; uno de sus derechazos.

—Eso decía yo.

Sus ojos brillantes y pequeños se agitaron de satisfacción. Era un viejo pequeño, pero bien proporcionado, con la cara machacada y una nariz demasiado grande y rota, que parecía de otra cara.

—Vamos, te invito a una caña. He cobrado.

Salimos por el ascensor de la calle de la Sal y entramos en La Joya. El Yumbo saludó a Ricardo, el camarero, un tipo blanco como la pared y muy bien peinado.

—¡Dos cañas, Ricardo! —alborotó el Yumbo, golpeando el mostrador.

—Así que te ha propuesto un trabajo y has dicho que no, ¿eh? —le dije.

—Nada, que no me iba esa mierda —volvió a golpear el mostrador.

Ricardo trajo las cañas y limpió con un trapo el reguero de cerveza. Bebimos unos tragos.

—Ya se fue el verano, ¡qué lastima! —se lamentó Ricardo.

—Todo se va —dijo el Yumbo.

—Tú sí que vives bien, Yumbo —señaló Ricardo—. Trabajas menos que la chaquetilla de un guardia.

—Te voy a romper la cara, Ricardo. Ahora mismo.

—¿Qué? —dijo Ricardo—. ¿Cómo?

—Está bien, cóbrate, Ricardo —dije yo.

—No vengas más aquí faltando, Yumbo —dijo Ricardo, recogiendo el dinero.

—¡Eh! —dije—. Tranquilos, chicos.

—Es un faltón —añadió el Yumbo—. Y porque estoy con mi amigo, que si no, te sacudiría, por mi madre.

Recogí la vuelta, tomé al Yumbo del brazo y salimos.

—¿Te acuerdas de mi gancho de izquierda?

—Me lo preguntas cada vez que nos vemos.

—Yo he tenido una izquierda muy buena, Toni.

—Has sido un magnífico peso gallo, Yumbo.

—¿Verdad? —me cogió del brazo. Se arregló el roñoso gorro de legionario—. Pero la gente no quiere creerme.

—¿Qué gente?

—Ignorantes, gente nueva que va ahora al bar Durán.

—No merece la pena gastar saliva con los que no saben y presumen, Yumbo.

—Eso mismo digo yo. ¿Por qué no te vienes esta noche al bar Duran y les cuentas quién fue el Yumbo? Tú me conociste bien, Toni.

—A lo mejor lo hago.

—Tú tienes cabeza —dijo, deteniéndome.

—Para, Yumbo. No te pongas coñazo.

—Bueno, vale. Así que Rocky en el quinto, ¿no?

—¿Vas a cuidarte?

—¡Hombre, claro!

Saqué del bolsillo un billete de veinte duros y se lo tendí.

—No quiero limosnas.

—No seas imbécil. Es un pago por un trabajo. Yo me voy a casa. Ya te diré cuál es.

—En ese caso…

Se lo guardó en el bolsillo y se fue agitando la mano.

—¡Ven esta noche al bar Durán! —me gritó. Caminé hasta Esparteros y subí los cuatro pisos de mi casa de forma mecánica. Se escuchaba el sordo rumor de las televisiones encendidas mezclado con el ruido de los platos al ser puestos en las mesas, los gritos de los niños y las imprecaciones de las madres desde las cocinas.

Abrí la puerta. Olía a rancio y preferí no encender la luz, no ver la necesidad de que alguien acabase con el polvo y la roña acumulada y ya imposible de limpiar. Cerré la puerta y arrojé la chaqueta rota encima de una silla. En la oscuridad el silencio se hizo mayor.

Con la claridad de la ventana me preparé en la cocina una ginebra con hielo y la llevé a la otra habitación de mi casa que me sirve de salón y dormitorio a la vez. Me senté en el sofá-cama, en el lugar donde no había muelles sueltos, y puse los pies encima de la mesilla llena de periódicos atrasados y ceniceros hasta los bordes de colillas. Del primer trago acabé con la mitad del vaso y me dispuse a mirar la tenue luz que se filtraba por el balcón. Una ambulancia se perdió calle abajo.

Ahora los pensamientos podían acudir, sabía cómo tratar a esos hijos de puta. Estoy acostumbrado, aunque no siempre vienen de la misma forma, ni con la misma intensidad, ni me dejan igual. Bueno, esta vez llegaron en tropel unos encima de otros y durante un buen rato —la claridad fue disminuyendo de intensidad hasta que se transformó en reflejo de faroles— luché contra ellos ayudado por la ginebra y mi práctica. Esos combates me dejan agotado.

Cuando acabé, encendí la luz y llevé el vaso vacío a la cocina silbando Contigo en la distancia. Ya no me di cuenta de la suciedad, pero sí de un papel doblado que alguien había arrojado por debajo de la puerta y que no había visto al entrar. Lo dejé encima de la mesa y me metí en la ducha. Luego me afeité y me puse la camisa crema, el pantalón claro, la chaqueta marrón y una corbata del mismo color.

—Toni el elegante —dije a mi imagen en el espejo—. El que devuelve niñas a su hogar.

Decidí prepararme un café y fumar un cigarrillo después de leer la nota que decía: «Toni, tengo un negocio de mucho dinero, estaré en la Cervecería Hamburgo a las nueve. Te espero. Alfredo».

—Los negocios de Alfredo —me dije—, una mierda encima de otra.

El caso es que no era mal chico, bueno de verdad, rápido, potente, y con el peso justo, una preparación y una envergadura envidiable y un juego de piernas que hubiera deseado un bailarín profesional. La vieja historia: otro insensato que quería ser boxeador, ser alguien. Dos o tres llegan y el resto se queda en la cuneta con los sesos tan trabajados que apenas pueden articular palabra.

Todo esto estaba muy bien, sólo que yo no quería colaborar en hacer del muchacho un boxeador, y me costaba trabajo porque un muchacho hoy en día hace lo que le da la gana y yo no era su padre, aunque fuera mi único sobrino, el hijo de mi prima segunda Dora, que tiene un bar, el Torre Dorada, cerca de la plaza Mayor. A la edad de Alfredo un muchacho puede hacer cualquier cosa con tal de parecer un hombre.