Encontré el guardapelo en forma de corazón mientras revolvía por el cajón buscando la ropa para Stevie Rae. Yo estaba con ella la noche en que murió y, cuando volví a nuestro dormitorio, la patrulla de limpieza vampírica (o como quiera que llamen a eso), ya había estado allí y se había llevado todas las cosas de Stevie Rae. Me cabreé. Me cabreé mucho. E insistí en que devolvieran algunas de sus cosas a mi habitación, porque yo quería guardarlas para recordarla. Así que Anastasia, la profesora que nos enseña hechizos y rituales (y que es realmente una profesora muy amable y está casada con Dragon Lankford, el profesor de esgrima), me llevó a un espeluznante sótano, donde yo metí algunos de los trastos de Stevie Rae en una bolsa que luego guardé en lo que solía ser su tocador. Recuerdo que Anastasia fue muy amable conmigo, pero también recuerdo claramente que no aprobaba que guardara cosas de Stevie Rae.
Cuando un iniciado muere, los vampiros esperan que nos olvidemos de él y sigamos adelante. Y punto.
Bueno, pues yo creo que eso sencillamente está mal. Yo no iba a olvidar a mi mejor amiga, incluso aunque hubiera descubierto que en realidad solo estaba no muerta.
De todos modos, cuando fui a coger sus vaqueros algo se cayó del bolsillo. Era una especie de sobre arrugado en el que ponía «Zoey» por fuera con la enrevesada letra de Stevie Rae. Al abrirlo, mi corazón dio un vuelco. Dentro había una tarjeta de cumpleaños; una de esas tarjetas tontas con una foto de un gato (que se parecía mucho a Nala, por cierto), con un gorrito puntiagudo, típico de cumpleaños, y cara de malas pulgas. Al abrirla, ponía: «Feliz cumpleaños. O lo que sea. Como si me importara. Solo soy un gato». Stevie Rae había dibujado un corazón enorme y dentro había escrito «Te queremos. Stevie Rae y Nala». Al fondo del sobre había una cadena de plata. La saqué y vi que se trataba de un colgante con un delicado corazón de plata de esos que se abren; un guardapelo. Me temblaban los dedos al abrir aquel corazón. De él cayó una foto doblada unas cuantas veces. La alisé cuidadosamente y, sorbiéndome un poco los mocos, reconocí un recorte de una foto que yo había tomado de nosotras dos (sujetando la cámara con el brazo estirado, juntando las caras de las dos y apretando el botón). Me sequé los ojos, doblé la foto, volví a guardarla en el corazoncito y me lo colgué del cuello. La cadena era tan corta que el corazón me caía justo en el hueco de la garganta.
De algún modo, encontrar el colgante me hizo sentirme más fuerte. Y además llevarme sangre de la cocina fue más fácil de lo que había imaginado. En lugar de llevarme mi bolso de siempre (el pequeño de diseño, que había comprado en una tienda de la plaza de Utica el año anterior, y que es de piel sintética rosa, o sea, una monada), cogí la bolsa gigante (la que solía utilizar como cartera cuando iba al instituto South Intermediate High School, de Broken Arrow, antes de ser marcada y de que mi vida estallara). Bueno, el caso es que la bolsa es lo suficientemente grande como para llevar dentro a un chico gordo (si es bajito, claro). Así que resultó sencillo meter los horribles vaqueros Roper de Stevie Rae, una camisa, sus botas negras de cowboy (¡puaj!) y algo de ropa interior, y todavía quedaba sitio para cinco bolsas de sangre. Sí, eran horribles y daban asco. Pero sí, me daban ganas de pincharle una pajita a una de ellas y succionar como si fuera un zumo. Sí, soy asquerosa.
La cafetería estaba cerrada, igual que la cocina, y completamente vacía. Pero como en todo el resto de la escuela, nadie había echado ninguna llave. Entré y salí de la cocina con facilidad, sujetando con mucho cuidado mi bolso repleto de sangre mientras trataba de poner una cara perfectamente natural y en absoluto culpable. (Y no se me da bien robar).
Me preocupaba encontrarme con Loren (al que de verdad, de verdad estaba tratando de olvidar, aunque no tanto como para quitarme sus pendientes de diamantes, pero bueno), pero la única persona a la que vi fue a un chico de tercero, llamado Ian Bowser. Es un chico esmirriado y torpe, pero también es divertido en cierto sentido. Vamos juntos a clase de teatro, y él está absolutamente enamorado de nuestra profesora, la profesora Nolan, lo cual resulta de lo más gracioso. De hecho, era a la profesora Nolan a quien él andaba buscando cuando literalmente tropezó conmigo al salir yo de la cafetería.
—¡Ah, Zoey, lo siento! ¡Lo siento! —se disculpó Ian, llevándose nerviosamente el puño al corazón para hacer el respetuoso saludo de los vampiros—. No… no pretendía tropezarme contigo.
—No importa —dije yo.
Detesto que los chicos se pongan así de nerviosos y asustados cuando están a mi alrededor; es como si pensaran que yo puedo convertirlos en algo repugnante. ¡Por favor! ¡Esto es la Casa de la Noche, no Hogwarts! (Sí, he leído los libros de Potter y me encantan las películas. Sí, esa es otra prueba más de lo friqui que soy).
—No habrás visto a la profesora Nolan, ¿verdad?
—No. No sabía que hubiera vuelto de sus vacaciones de invierno —dije yo.
—Sí, volvió ayer. Teníamos una cita para vernos hace una media hora —dijo él con una sonrisa mientras se iba poniendo todo colorado—. Tengo muchas ganas de llegar a la final del concurso de monólogos de Shakespeare el año que viene, por eso le pedí que fuera mi tutora.
—¡Ah!, eso es estupendo.
Pobre chico. Jamás llegaría a la final como no dejara de temblarle la voz.
—Si la ves, dile que la estoy buscando, ¿quieres?
—Claro —dije yo.
Ian se marchó. Yo agarré mi bolsa y me dirigí directamente al aparcamiento y desde allí al Wal-Mart.
Comprar el teléfono (y una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y un CD de Kenny Chesney) fue fácil. Lo que ya no fue tan fácil fue hablar por el móvil con Erik.
—¿Zoey?, ¿dónde estás?
—Sigo en la escuela —dije yo.
Lo cual no era una mentira exactamente. En ese momento estaba saliendo de la carretera justo delante del muro este de la escuela, precisamente ante la puerta trampa «secreta» de la parte trasera de la escuela. Y digo «secreta» porque miles y miles de iniciados y probablemente de vampiros la conocían. Era una tradición tácita de la escuela que los iniciados se escaparan del campus por ella para realizar algún ritual o para hacer alguna travesura de vez en cuando.
—¿Todavía estás en la escuela? —repitió él en un tono que delataba su enfado—. ¡Pero la película está a punto de terminar!
—Lo sé. Lo siento.
—¿Estás bien? Tú sabes que no debes hacer ningún caso de la mierda que te cuente Aphrodite.
—Sí, lo sé. Pero no me ha contado nada de ti —contesté yo. O, al menos, no me había contado gran cosa acerca de él—. Es solo que ahora mismo estoy muy estresada y necesito pensar en ciertas cosas.
—Otra vez «cosas» —dijo él, que no parecía nada feliz.
—Lo siento de verdad, Erik.
—Sí, claro. No importa. Te veré mañana o cuando sea. Adiós.
Erik colgó.
—¡Mierda! —dije yo, a pesar de estar cortada la comunicación.
Los golpes en la ventanilla del copiloto me sobresaltaron; solté un grito. Aparté el móvil y me incliné para abrirle el seguro de la puerta a Aphrodite.
—Apuesto a que se ha cabreado —dijo ella.
—¿Es que tienes el extraño don de oírlo todo?
—¡Nah!, solo el extraño don de adivinar. Además, conozco a nuestro chico. Esta noche lo has dejado plantado. Está cabreado.
—Está bien. Primero, Erik no es nuestro chico. Es mi chico. Segundo, yo no lo he dejado plantado. Y tercero, no voy a hablar acerca de Erik contigo, señorita Mamada.
En lugar de insultarme y escupirme como yo esperaba, Aphrodite se echó a reír.
—Está bien. Lo que tú digas. Pero no critiques algo que ni siquiera conoces, señorita Santurrona.
—Está bien, vale —contesté yo—. Cambiando de tema. Se me ha ocurrido una idea acerca de cómo manejar el asunto de Stevie Rae. Yo tampoco creo que debas esconderte, así que enséñame cómo se va a casa de tus padres. Te dejaré allí y entonces iré a por ella.
—¿Quieres que me vaya antes de que vuelvas con ella?
Yo ya había pensado en esa posibilidad. Resultaba tentador, pero lo cierto era que cada vez tenía más la sensación de que Aphrodite y yo íbamos a tener que trabajar juntas para arreglar lo de Stevie Rae. Así que mi mejor amiga no muerta iba a tener que acostumbrarse a ver a menudo a Aphrodite. Además, yo ya tenía que esconderme bastante. No podía esconderme además de la chica por cuya razón tenía que esconderme de todos los demás. Si es que eso tenía algún sentido.
—No. Stevie Rae tendrá que aprender a tratar contigo —dije yo. Al llegar a la señal de stop me detuve, miré a Aphrodite y añadí alegremente—: O puede que ella nos haga un favor a todos y te coma.
—¡Es tan agradable que sepas siempre verle el lado positivo a todo! —contestó Aphrodite, sarcástica—. Está bien, ahora tuerce a la derecha. Luego, cuando llegues a Peoria, tuerces a la izquierda y bajas un par de manzanas hasta que veas ese enorme signo que indica hacia el museo Philbrook.
Hice exactamente lo que ella me indicó. No charlamos de banalidades, pero tampoco nos sentimos incómodas la una con la otra. De hecho era extraño lo fácil que me resultaba estar con Aphrodite. Quiero decir que no es que ella hubiera dejado de ser una puta, pero en cierto sentido a mí me gustaba. O quizá aquello fuera solo otro síntoma más de que yo debía considerar seriamente la posibilidad de hacer terapia, así que me pregunté en abstracto si el Prozac, el Lexapro o algún otro encantador antidepresivo funcionaría con un iniciado.
Al llegar a la señal en la que se indicaba la dirección del Philbrook, giré a la izquierda y Aphrodite dijo:
—Bien, ya casi estamos. Es la quinta casa de la derecha. No tomes la primera calle, sino la segunda, que va por detrás de la casa hasta el apartamento del garaje.
Una vez delante de la casa, lo único que pude hacer fue sacudir la cabeza y preguntar:
—¿Aquí es donde vives?
—Vivía.
—¡Pero si es una jo… mansión!
Y me refería a una de las elegantes. Tenía el aspecto de una de esas mansiones en las que yo había imaginado que vivían los ricos en Italia.
—Era una jodida prisión. Y lo sigue siendo.
Yo iba a decir algo casi profundo acerca del hecho de que por fin, después de ser marcada, ella era libre. Se había emancipado legalmente a pesar de ser menor de edad y podía de hecho decirles a sus padres que se fueran al infierno (más o menos como había hecho yo). Pero su siguiente comentario de sabelotodo me hizo olvidar las bonitas palabras que pensaba dirigirle.
—Y resulta realmente molesto que seas tan pura como para no poder jurar. Decir joder no te va a matar. Ni siquiera significa que vayas a dejar de ser virginal.
—Sí juro. Digo «infierno» y «mierda» e incluso «maldito». Muchas veces.
¿Y por qué sentía de pronto la necesidad de defenderme por preferir no decir tacos tan a menudo?
—Lo que tú digas —dijo ella, riéndose claramente de mí.
—Y no hay nada de malo en ser virgen. Es mejor que ser una guarra.
Aphrodite seguía riéndose.
—Tienes mucho que aprender, Z —dijo ella, al tiempo que señalaba un edificio que parecía una versión en miniatura de la mansión—. Da la vuelta por ahí. Hay una entrada trasera al apartamento, y nadie verá el coche desde la calle.
Entré por detrás de un garaje de lo más elegante, aparqué y salimos de mi Escarabajo. Aphrodite usó su juego de llaves y abrió la puerta, que daba a unas escaleras. Yo la seguí hacia el apartamento.
—¡Jolines!, sí que debían vivir bien los sirvientes aquí —musité, mirando a mi alrededor en la oscuridad.
Brillantes suelos de madera, sillones de piel y una cocina brillante. No había un montón de chismes baratos de decoración llenándolo todo, sino unas cuantas velas y algunos floreros con aspecto de ser caros. Desde donde estaba podía ver que el dormitorio y el baño estaban en el extremo opuesto del apartamento, y asomé la cabeza y vi que había una enorme cama con un suave edredón y almohadones. Supuse que el cuarto de baño sería más bonito que el de la casa de mis padres.
—¿Crees que funcionará? —preguntó Aphrodite.
Yo me acerqué a una de las ventanas.
—Cortinas gruesas, eso está bien.
—Y contraventanas. ¿Ves? Podemos cerrarlas desde dentro —dijo Aphrodite mientras me hacía una demostración.
Yo asentí en dirección a la pantalla plana de televisión.
—¿Hay televisión por cable?
—Por supuesto —dijo ella—. Y además hay un montón de DVD por ahí.
—Perfecto —dije yo. Entonces me dirigí hacia la cocina—. Dejaré todas las bolsitas de sangre aquí menos una, y luego iré a buscar a Stevie Rae.
—Bien. Yo mientras veré la reposición de Real World —dijo Aphrodite.
—Bien —repetí yo.
Pero en lugar de marcharme, me aclaré la garganta, incómoda.
Aphrodite alzó la vista de la televisión.
—¿Qué?
—Stevie Rae ya no es la que era.
—¿En serio? No se me habría ocurrido ni pensarlo, si no me lo hubieras dicho. Quiero decir que la mayor parte de la gente que se muere y luego vuelve a la vida como un monstruo chupasangre tiene un aspecto idéntico al de siempre, y sigue actuando del mismo modo.
—Hablo en serio.
—Zoey, vi a Stevie Rae y a algunas de las otras criaturas en mis visiones. Son repugnantes. Y punto. Fin.
—Es peor cuando las ves en persona.
—No me sorprende —dijo ella.
—No quiero que le digas nada a propósito de eso a Stevie Rae —dije yo.
—¿Quieres decir acerca de que está muerta y todo eso? ¿O de que es repugnante?
—De ninguna de las dos cosas. No quiero que se asuste. Pero tampoco quiero que salte sobre ti y te corte el cuello. Quiero decir que probablemente la pararías, pero no estoy cien por cien segura. Y además de que sería muy desagradable y difícil de explicar, realmente me molesta pensar en qué sería de este bonito apartamento con tanta sangre desparramada por ahí.
—Qué considerado por tu parte.
—Eh, Aphrodite, ¿por qué no intentas algo nuevo, para variar? Trata de ser amable —propuse yo.
—¿Y si no digo nada?
—Eso también funcionaría —contesté yo mientras me dirigía a la puerta—. Intentaré traerla cuanto antes.
—¡Eh! —me llamó Aphrodite—, ¿de verdad crees que puede cortarme el cuello?
—Absolutamente —contesté yo.
Cerré la puerta.