La noche del sábado (que en realidad es para nosotros como la mañana del sábado) es por lo general un momento dedicado a vaguear. Las chicas merodean por las habitaciones en pijama, medio dormidas y con el pelo revuelto y sin peinar, comiendo tazones de cereales o palomitas frías y viendo reposiciones de series en las distintas pantallas gigantes de los salones de los dormitorios de las chicas. Así que no era de extrañar que Shaunee y Erin me lanzaran miraditas somnolientas y confusas cuando agarré una barrita de cereales y una lata de refresco burbujeante marrón (no light, puaj) y me planté entre sus ojos vidriosos y la pantalla de televisión.
—¿Qué? —preguntó Erin.
—Z, ¿por qué estás tan despierta? —preguntó a su vez Shaunee.
—Sí, no es bueno estar tan espabilada tan pronto —comentó Erin.
—Exacto, gemela. Cada persona tiene una capacidad limitada de estar espabilada. Si la gastas a primera hora, entonces se te acabará y te pondrás de mal humor —explicó Shaunee.
—No estoy espabilada. Estoy ocupada —dije yo. Por suerte eso las detuvo en seco y pararon su sermón—. Voy a la biblioteca a investigar sobre el ritual.
No era mentira. Ellas debieron suponer que estaba hablando del ritual de la Luna llena, cuando en realidad yo estaba hablando del ritual con el que quería que la pobre muerta no muerta Stevie Rae pasara a ser no muerta a secas.
—Mientras investigo, quiero que vosotras vayáis a buscar a Damien y a Erik y les digáis que nos encontraremos debajo del árbol de siempre a las… —continué yo, que hice una pausa para mirar el reloj y añadir—: Ahora mismo son las cinco y media. Supongo que habré terminado hacia las siete y algo. ¿Y si quedamos a las siete y cuarto?
—Bien —dijeron las gemelas.
—Pero ¿cómo es que quedamos tan pronto? —preguntó Erin.
—Ah, lo siento. Erik va a representar a la tierra mañana —expliqué yo. Me tragué el nudo que, de pronto, apareció en mi garganta. Las gemelas parecieron repentinamente tan tristes como yo. Era evidente que ninguna de nosotras había superado lo de Stevie Rae. Ni siquiera ellas, que creían que estaba muerta—. Erik pensó que sería una buena idea practicar un círculo de invocación antes del verdadero ritual. Ya sabéis, por lo de que todos tenemos afinidad con algún elemento y él no. A mí también me pareció que era una buena idea.
—Sí… suena bien… —musitaron las gemelas.
—Stevie Rae no habría querido que el ritual fuera un desastre solo porque la echáramos de menos —añadí yo—. Ella habría dicho: «Más vale que lo hagáis bien, y no os pongáis en ridículo» —dije imitando su acento, lo que hizo sonreír a las gemelas.
—Estaremos allí, Z —aseguró Shaunee.
—Bien, y después de eso iremos a ver 300 —añadí yo.
Eso las hizo sonreír de verdad.
—Ah, y ¿podríais aseguraros vosotras de llevar todas las velas de los elementos hasta allí, por favor?
—Lo haremos, Z —dijo Erin.
—Gracias, chicas.
—¡Eh… Z! —gritó Shaunee cuando casi había llegado a la puerta.
Yo me detuve y me volví.
—Bonitas botas —dijo Erin.
Sonreí y levanté un pie. Llevaba vaqueros, pero eran de esos que se enrollan y se suben hasta por debajo de las rodillas, lo cual significaba que todo el mundo podía ver los resplandecientes árboles de Navidad que adornaban los laterales de las botas. También llevaba la bufanda de Damien con el muñeco de nieve, que verdaderamente era un sueño de cachemira de lo suave que era. Un par de chicas sentadas en un sofá cerca de la puerta soltaron exclamaciones, como dando a entender que a ellas también les parecía que las botas eran preciosas, y yo vi el gesto de las gemelas, como diciendo: «¿Lo ves?».
—Gracias, me las han regalado las gemelas por mi cumpleaños —le dije yo a las chicas, con una voz lo suficientemente alta como para que Shaunee y Erin me oyeran.
Las gemelas me lanzaron besos y yo me marché.
Mastiqué mi barrita de cereales y mientras me dirigía al centro multimedia, en el edificio principal de la escuela. Era extraño, pero no estaba nerviosa por el ritual de la Luna llena. Por supuesto que echaría de menos a Stevie Rae y que me costaría asumir que no fuera ella la que representara a la tierra, pero a pesar de todo seguiría rodeada de mis amigos. Seguiríamos siendo nosotros, aunque faltara uno.
La escuela estaba aún más desierta aquel día que durante todo el mes anterior, lo cual no era de extrañar. Era el día de Navidad, y aunque los iniciados debían mantenerse en contacto con los vampiros adultos, todos teníamos permiso para ausentarnos del campus ese día. (Hay cierto tipo de feromona que segregan los vampiros adultos y que controla en cierta medida el cambio físico que tiene lugar en los iniciados; es ese cambio el que nos permite completar la metamorfosis hacia vampiro adulto si no a todos, sí al menos a buena parte de nosotros. El resto muere). Así que muchos chicos se habían marchado para pasar la Navidad con sus familias humanas.
Tal y como esperaba, la biblioteca estaba vacía. Pero no necesitaba preocuparme por el hecho de que pudiera estar cerrada a cal y canto y con la alarma puesta como en cualquier colegio típico. Los vampiros, con sus poderes psíquicos y físicos, no necesitan cerraduras para obligarnos a hacer las cosas bien. De hecho, yo no estaba del todo segura de qué hacían los vampiros cuando un iniciado cometía la típica tontería de adolescente. Según los rumores, desvanecían al truhán (je, je, «truhán» era una de las palabras favoritas de Damien) durante un período de tiempo variable. Lo cual significa que el chico podía ponerse realmente enfermo y, por ejemplo, ahogarse en los humores de su propio cuerpo, desintegrándose hasta morir.
De un modo u otro, era mejor no cabrear a los vampiros. Y por supuesto, yo había convertido a la alta sacerdotisa de nuestra escuela en enemiga mía. Sí, a veces ser yo era estupendo: por ejemplo, cuando Erik me besaba o cuando me dedicaba a andar por ahí con mis amigos; la mayor parte del tiempo, sin embargo, ser yo resultaba estresante y angustioso.
Rebusqué por entre los viejos y rancios libros de la sección de metafísica de la biblioteca (que, como puedes imaginarte, en esta biblioteca en particular ocupaba mucho espacio). Fue una búsqueda especialmente lenta, porque yo había decidido no utilizar el buscador del catálogo del ordenador. No me convenía dejar una pista electrónica de lo que andaba buscando que gritara a los cuatro vientos: ¡Zoey Redbird está buscando información acerca de iniciados que mueren y son reanimados como monstruos chupasangre por una alta sacerdotisa que es mala, que los controla y que tiene un plan maestro aún desconocido! No. Hasta yo sabía que esa no era una buena idea.
Llevaba allí más de una hora y me sentía bastante frustrada por la lentitud de mi paso de tortuga. Deseaba ardientemente poder pedirle ayuda a Damien. El chico no solo era listo y leía rápido, sino que además era muy bueno investigando. Estrechaba contra mi pecho un libro titulado Rituales para curar el cuerpo y el espíritu, y trataba de sacar de un estante superior un viejo ejemplar encuadernado en piel titulado Combatiendo el mal con hechizos y rituales, cuando un fuerte brazo lo alcanzó por mí y lo sacó con toda facilidad por encima de mi cabeza. Yo me giré y me tropecé directamente con Loren Blake.
—Así que Combatiendo el mal, ¿eh? Interesante elección como material de lectura.
Su cercanía no contribuía a relajar mucho mis nervios.
—Ya me conoces —dije yo. No era cierto, él en realidad no me conocía—. Me gusta estar preparada para lo que pueda suceder.
Él arrugó el ceño en una expresión de confusión.
—¿Es que esperas el ataque del mal?
—¡No! —negué yo demasiado deprisa. Luego me eché a reír, alegre y descuidadamente, pero estoy segura de que resultó de lo más falso—. Bueno, hace un par de meses nadie esperaba que Aphrodite perdiera el control sobre un puñado de espíritus de vampiros chupasangre, pero así fue. Así que he pensado que, bueno, ya sabes, que más vale prevenir que curar.
Me sentía como una estúpida.
—Sí, supongo que tienes razón. Pero no te preparas para nada en concreto, ¿no?
Me pregunté por qué mostraba tanto interés con esa mirada penetrante.
—No —contesté con naturalidad—. Solo intento hacer un buen trabajo como líder de las Hijas Oscuras.
Él desvió la vista hacia los libros de rituales que yo sujetaba.
—Sabes que esos rituales son solo para vampiros adultos, ¿verdad? Por desgracia, solo hay una razón para que los iniciados se pongan enfermos. Sus cuerpos rechazan el cambio y tienen que morir —explicó él. Y luego añadió con una voz más amable—: No te sentirás enferma, ¿verdad?
—¡Oh, jopé, no! —exclamé precipitadamente—. Estoy bien. Es solo que… bueno… —Por un momento vacilé, buscando una excusa. Entonces tuve una inspiración repentina y solté—: Me siento un poco violenta por tener que admitirlo, pero se me había ocurrido estudiar algo más para cuando sea alta sacerdotisa.
Loren sonrió.
—¿Y por qué iba a resultarte violento admitirlo? Jamás te habría imaginado como una de esas mujeres para las cuales ser una persona instruida, una persona bien educada y culta, es motivo para sentirse violenta.
Sentí que mis mejillas comenzaban a sonrojarse; él me había llamado «mujer», lo cual era sin duda mucho mejor que si me hubiera llamado simplemente iniciada o chica. Él siempre me hacía sentirme más mayor, más mujer.
—¡Oh, no!, no es por eso. Es violento porque suponer que de hecho voy a ser una alta sacerdotisa algún día suena un poco vanidoso.
—Pues yo creo que suponerlo es simplemente una cuestión de sentido común y de confianza en uno mismo, confianza que en este caso está plenamente justificada —contestó él con una sonrisa tan cálida que juro que aún puedo sentir el calor contra la piel—. Siempre me he sentido atraído hacia las mujeres que confían en sí mismas.
¡Jolines, se me retorcían los dedos de los pies!
—No tienes ni idea de lo especial que eres, ¿verdad, Zoey? Eres única. No eres como el resto de los iniciados. Eres una diosa entre aquellas que se creen semidiosas —continuó él. Cuando su mano me acarició la mejilla, deteniéndose en los tatuajes que rodeaban mis ojos, creí que iba a derretirme sobre los estantes de libros—. Pues juré que eras blanca y te creí brillante, tú, negra cual infierno o cual noche sin luna.
—¿De dónde es eso?
Su contacto hacía temblar todo mi cuerpo y me mareaba, pero a pesar de todo pude reconocer la cadencia en su increíble voz y darme cuenta de que estaba recitando poesía.
—Shakespeare —murmuró él mientras rozaba suavemente la línea de tatuajes que decoraban mi pómulo—. Es de uno de los sonetos que escribió para la dama oscura, que fue su verdadero amor. Por supuesto, nosotros sabemos que él fue un vampiro. Pero creemos que el verdadero amor de su vida fue una joven que había sido marcada y que murió como iniciada sin completar el cambio.
—Creía que se suponía que los vampiros adultos no deben tener relaciones con iniciados.
Estábamos tan cerca que no hacía falta que yo hablara más que en susurros para que él me oyera.
—Se supone que no debemos. Es de lo más inapropiado. Pero a veces surge una atracción entre dos personas que trasciende los límites establecidos entre vampiro e iniciado, igual que el de la edad o la propiedad. ¿Tú crees en ese tipo de atracción, Zoey?
¡Estaba hablando de nosotros! Nos mirábamos a los ojos el uno al otro, y yo me sentía perdida en los de él. Sus tatuajes eran un llamativo dibujo de intrincadas líneas cortantes que daban la impresión de ser rayos, y pegaban a la perfección con su cabello y sus ojos negros. Era tan guapo y al mismo tiempo tan mayor comparado conmigo que por un lado me hacía sentirme terriblemente atraída hacia él y, por el otro, mortalmente asustada por el hecho de estar jugando con algo que estaba por completo fuera de mi control al tratarse de una experiencia del todo extraña para mí. Pero la atracción estaba ahí, y él tenía razón; sin duda trascendía los límites establecidos entre vampiro e iniciado. Tanto que Erik había notado la forma en que Loren me miraba.
Erik… Repentinamente, la culpa me embargó. Él se moriría de haber podido ver lo que había entre Loren y yo. Un mal pensamiento serpenteó entonces por mi mente: Erik no está aquí para verme. Respiré hondo, trémula, y me oí a mí misma decir:
—Sí. Creo en ese tipo de atracción. ¿Y tú?
—Ahora sí.
Él sonrió con tristeza. Esa sonrisa le hizo parecer de pronto muy joven y muy guapo, y tan vulnerable que mis sentimientos de culpabilidad hacia Erik se evaporaron. Quería tomar a Loren en mis brazos y decirle que todo iría bien. Estaba haciendo acopio de valor para acercarme otro poco más a él cuando sus palabras me sorprendieron tanto que me olvidé de su sonrisa de niñito perdido.
—Volví ayer porque sabía que era tu cumpleaños.
Yo parpadeé perpleja.
—¿Lo sabías?
Él asintió sin dejar de acariciar mi mejilla con el dedo.
—Llevaba tiempo buscándote cuando por fin me encontré contigo y con Erik —añadió él con una voz cada vez más profunda y severa—. No me gustó ver como tenía las manos por todo tu cuerpo.
Yo vacilé, sin saber muy bien cómo responder. Me sentía terriblemente violenta por el hecho de que él me hubiera visto dándome el lote con Erik. Aun así, aunque fuera violento que nos hubiera pillado, en realidad tampoco estábamos haciendo nada malo. Después de todo Erik era mi novio, y lo que hiciéramos él y yo no era asunto de Loren. Pero al mirarlo a los ojos comprendí que quizá yo sí quería que fuera asunto de Loren.
Como si pudiera leerme la mente, él apartó la mano de mi rostro y desvió la vista.
—Lo sé. No tengo ningún derecho a estar enfadado por el hecho de que estuvieras con Erik. Ni siquiera es asunto mío.
Lentamente yo alcé la mano hasta su mentón y giré su rostro de modo que nuestras miradas se encontraran.
—¿Quieres que sea asunto tuyo?
—Más de lo que puedas imaginar —dijo él. Entonces dejó caer el libro que aún sujetaba y tomó mi rostro con ambas manos, de modo que sus dedos pulgares quedaran junto a mis labios y el resto de sus dedos, extendidos, sujetaran mi cabello—: Creo que ahora me toca a mí darte el beso de cumpleaños.
Él reclamó mi boca y al mismo tiempo sentí como si reclamara mi cuerpo y mi alma. Cierto, Erik besaba bien. Y llevaba besando a Heath desde que yo estaba en tercero y él en cuarto, así que los besos de Heath los conocía de sobra y no estaban nada mal. Pero Loren era un hombre. Y cuando él besaba, no había en sus besos ni rastro de la inoportuna vacilación a la que estaba acostumbrada. Sus labios y su lengua expresaban a las claras que sabía exactamente lo que quería y que sabía también cómo conseguirlo. Y además me ocurrió una cosa extraña y mágica. Al devolverle el beso, dejé de ser una cría. Me convertí en una mujer madura y poderosa, una mujer que también sabía lo que quería y cómo conseguirlo.
Cuando el beso terminó, los dos nos separamos jadeando. Loren siguió reteniendo mi rostro con ambas manos, pero se apartó lo justo para que pudiéramos mirarnos a los ojos otra vez.
—No debería haber hecho eso —dijo él.
—Lo sé —contesté yo.
Eso no me impidió, no obstante, seguir mirándolo directamente a los ojos. Yo seguía sujetando aquellos estúpidos libros de hechizos con una mano, pero mantenía la otra sobre el pecho de él. Lentamente extendí los dedos de modo que se deslizaran por dentro del escote abierto de la camisa para tocar su piel desnuda. Él se estremeció y yo sentí el escalofrío en lo más profundo de mi interior.
—Esto va a ser complicado —dijo él.
—Lo sé —repetí yo.
—Pero no quiero parar.
—Ni yo —dije yo.
—Nadie puede saber nada acerca de nosotros. Al menos por ahora.
—De acuerdo —asentí yo, que no estaba muy segura de qué era lo que no se podía saber acerca de nosotros, pero a pesar de todo la idea de escabullirme por ahí con él, tal y como sugería, me producía un extraño nudo en la boca del estómago.
Él volvió a besarme. Esa vez sus labios se mostraron dulces y cálidos y muy, muy delicados, y yo sentí que el nudo de mi estómago se disolvía.
—Casi me olvido —susurró él contra mis labios—. Tengo algo para ti —añadió. Luego me dio un beso rápido y comenzó a rebuscar en el bolsillo de su pantalón negro. Sonrió y sacó una cajita de joyería. Me la tendió, diciendo—: Feliz cumpleaños, Zoey.
Mi corazón saltaba ridículamente, retumbando en el pecho, mientras abría la cajita. Me quedé boquiabierta.
—¡Oh, Dios mío! ¡Son increíbles!
Se trataba de unos pequeños pendientes de tuerca con un diamante cada uno, que relucían como si dentro hubiese un precioso sueño atrapado. No eran grandes, ni llamativos, sino pequeños y delicados y a la vez tan límpidos y relucientes que casi me hacían daño en los ojos. Por un instante vi la dulce sonrisa de Erik al darme el colgante del muñeco de nieve, y luego oí la voz de mi abuela en mi conciencia, diciéndome que de ninguna manera podía aceptar un regalo tan caro de un hombre. Pero entonces la voz de Loren ahogó la imagen de Erik junto con la advertencia de mi abuela.
—Nada más verlos me recordaron a ti. Son igual de perfectos, de exquisitos y de apasionados.
—¡Oh, Loren! ¡Jamás había tenido nada tan precioso! —exclamé yo mientras me inclinaba sobre él y alzaba el rostro hacia arriba.
Él se inclinó hacia mí, me rodeó con los brazos y me besó hasta que creí que me iba a estallar la cabeza.
—Adelante, póntelos —susurró Loren mientras yo aún trataba de recobrar el aliento después del beso.
No me había puesto ningunos pendientes al levantarme, así que no tardé ni un segundo en ponerme aquellos.
—Hay un viejo espejo ovalado en un rincón de la sala de lectura. Ven a mirarte.
Devolvimos los libros al estante y Loren me tomó de la mano para guiarme hacia el extraño rincón de la sala multimedia sobre el que había un mullido sofá y dos cómodas butacas a juego. En medio, sobre la pared, había un enorme espejo ovalado, evidentemente antiguo, con un marco dorado. Loren se quedó de pie, detrás de mí, con las manos sobre mis hombros de modo que ambos nos reflejábamos en el espejo. Yo me retiré el pelo por detrás de las orejas y giré la cabeza a un lado y a otro para que la luz de los farolillos de gas se reflejara sobre las distintas facetas de los diamantes y brillaran.
—Son preciosos —dije yo.
Loren me apretó los hombros y tiró de mí hacia atrás, hacia él.
—Sí, como tú —dijo él.
Entonces, sosteniendo aún mi mirada en el espejo, se inclinó y comenzó a lamerme uno de los adornados lóbulos de la oreja, al tiempo que susurraba:
—Creo que ya has estudiado bastante por hoy. Ven conmigo a mi habitación.
Vi mis párpados volverse pesados mientras él me besaba el cuello, siguiendo los trazos de los tatuajes hasta llegar al hombro. Entonces me di cuenta de qué era lo que realmente me estaba pidiendo, y el susto me recorrió todo el cuerpo. ¡Quería que fuera a su habitación con él para acostarnos! ¡Y yo no quería hacer eso! Bueno, está bien, quizá sí quería. En teoría, claro está. Pero ¿perder de verdad mi virginidad con aquel excitante y experto hombre… en ese mismo instante? ¿Aquel mismo día? Tragué saliva y di un paso atrás torpemente, para salir de sus brazos.
—No… no puedo.
Mientras mi mente se agitaba, buscando algo que decir que no sonara ni estúpido ni excesivamente juvenil, el reloj de péndulo de detrás del sofá comenzó a dar las siete y yo sentí una ola de alivio.
—No puedo porque he hecho planes con Shaunee y Erin y el resto del Consejo de prefectos a las siete y cuarto. Tenemos que practicar el ritual de mañana por la noche.
Loren sonrió.
—Eres una líder de las Hijas Oscuras muy diligente, ¿verdad? Entonces tendrá que ser en otro momento.
Él se acercó a mí, y yo pensé que iba a volver a besarme. Pero en lugar de ello tocó mi rostro y acarició brevemente mis tatuajes. Su contacto me produjo escalofríos y me dejó sin aliento.
—Si cambias de opinión, estaré en el loft del poeta. ¿Sabes dónde está?
Yo asentí, porque aún me costaba articular palabra. Todo el mundo sabía que el poeta laureado residente tenía para sí toda la tercera planta del edificio que constituía el cuartel general de los profesores. En más de una ocasión había oído a las gemelas fantasear con la idea de meterse en una caja de regalos gigante y hacerse entregar en el loft del amor (como ellas lo llamaban).
—Bien, pues deberías saber que estaré pensando en ti a pesar de que tú decidas no venir a terminar con mi sufrimiento.
Él se había dado la vuelta y se alejaba cuando yo por fin pude articular palabra:
—Pero es que es verdad que no puedo ir, así que, ¿cuándo volveré a verte?
Él me miró por encima del hombro, esbozando aquella sonrisa seductora y astuta, y contestó:
—No te preocupes, mi pequeña alta sacerdotisa, yo te encontraré a ti.
Nada más marcharse Loren, yo me dejé caer pesadamente sobre el sofá. Sentía como si mis piernas fueran de gelatina y mi corazón latía con tanta fuerza que me dolía. Me llevé una mano temblorosa a uno de los pendientes de diamante. Estaba frío, al contrario que el muñeco de nieve de perlas, que yacía acusador sobre mi escote, y que el brazalete de plata de mi muñeca. Tanto el brazalete como el muñeco estaban calientes. Me llevé las manos a la cara y dije tristemente:
—Creo que me estoy convirtiendo en una guarra.