3

El Starbucks de la plaza de Utica, el chulísimo centro comercial al aire libre que hay al final de la calle donde está la Casa de la Noche, estaba mucho más llena de lo que yo imaginaba. Quiero decir que vale, era una noche excepcionalmente cálida de invierno, pero también era veinticuatro de diciembre, y eran casi las nueve. Cualquiera habría pensado que la gente estaría en su casa, preparándose para un atracón de dulces navideños y demás, y no en la calle, buscando una taza a rebosar de cafeína.

Pero no, me dije a mí misma con severidad, no iba a estar de mal humor con la abuela. Apenas la veía, y no iba a echar a perder el poco tiempo que pasaba con ella. Además, la abuelita sabía de sobra que los regalos de cumplenavidad eran horribles. Y ella siempre me compraba algo tan único y maravilloso como ella misma.

—¡Zoey! ¡Estoy aquí!

La abuelita sacudía el brazo desde el extremo más alejado de la terraza del Starbucks. En esa ocasión no necesité plantar una sonrisa artificial en mi rostro. La ola de felicidad que siempre me embargaba al verla era auténtica, así que me apresuré a esquivar a una multitud hasta llegar a donde estaba ella.

—¡Oh, Zoeybird! ¡Te he echado tanto de menos, U-we-tsi-a-ge-ya!

Aquella palabra cheroqui, que significa «hija», me envolvió junto con el cariño de mi abuelita y sus brazos, que tenían una suave y tranquilizadora fragancia a lavanda y a hogar. Yo me aferré a ella; absorbí su amor, su seguridad y su aceptación.

—Yo también te he echado de menos, abuelita.

Ella me estrujó una vez más y luego alargó los brazos y me sujetó para mirarme de cerca.

—Deja que te vea. Sí, se ve que ya tienes diecisiete. Pareces mucho más madura, y creo que estás un poco más alta que cuando tenías solo dieciséis.

Yo sonreí.

—¡Oh, abuelita, tú sabes que estoy exactamente igual!

—¡Por supuesto que no! Los años siempre van sumando belleza y fortaleza a cierto tipo de mujeres, y tú eres de ese tipo.

—Igual que tú, abuelita. ¡Estás genial!

No lo decía solo por decir. La abuela tenía un trillón de años; al menos más de cincuenta, pero para mí era como si no tuviera edad. Cierto, no era lo mismo que las mujeres vampiras, que parecían tener veintitantos cuando tenían cincuenta y tantos o, incluso, ciento cincuenta y tantos. La abuela era una humana adorable sin edad, con su espeso cabello de plata y sus bondadosos ojos marrones.

—Ojalá no tuvieras que taparte tus encantadores tatuajes para venir aquí a estar conmigo —dijo la abuela mientras posaba brevemente los dedos sobre mi mejilla.

De mala gana me había echado yo el maquillaje que deben usar los iniciados cuando abandonan el campus de la Casa de la Noche. Sí, los humanos saben que los vampiros existen, y los vampiros adultos no se ocultan. Pero las reglas para los iniciados son diferentes. Supongo que es natural: los adolescentes no siempre saben manejar bien los conflictos, y el mundo de los humanos tiende a crear conflictos con el de los vampiros.

—Bueno, así son las cosas. Las reglas son las reglas, abuelita —contesté yo mientras me encogía de hombros.

—Pero no te has tapado las preciosas marcas del cuello y los hombros, ¿verdad?

—No, por eso llevo esta chaqueta.

Miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie nos observaba, y luego me aparté el pelo y me bajé la chaqueta de modo que el dibujo de tracería de color zafiro de la espalda y del cuello resultaran visibles.

—¡Oh, Zoeybird, es sencillamente mágico! —exclamó la abuelita en voz baja—. ¡Estoy tan orgullosa de que la Diosa te haya elegido y te haya marcado de una manera tan especial y única!

La abuela volvió a abrazarme, y yo me apreté contra ella. Me sentía increíblemente feliz de contar con ella en mi vida. Ella me aceptaba tal y como yo era. No le importaba que estuviera convirtiéndome en una vampira. No le importaba que, de hecho, estuviera experimentando ya la lujuria por la sangre y que tuviera el poder para manifestar los cinco elementos: el aire, el fuego, el agua, la tierra y el espíritu. Para la abuelita, yo era su verdadera u-we-tsi-a-ge-ya, la hija de su corazón, y todo lo demás, todo lo que me ocurría, era simplemente secundario. Era extraño y al mismo tiempo maravilloso que ella y yo pudiéramos sentirnos tan unidas y ser tan parecidas cuando su verdadera hija, mi madre, era una persona completamente diferente.

—¡Aquí estás! Había un tráfico horrible. Detesto tener que salir de Broken Arrow para venir a Tulsa en medio de todo el jaleo de Navidad.

Por desgracia, exactamente igual que si mi pensamiento la hubiera conjurado de algún modo, la voz de mi madre sonó como un jarro de agua fría sobre toda aquella felicidad. La abuela y yo nos soltamos para mirar a mi madre, de pie ante nuestra mesa. Llevaba un paquete rectangular de pastelería y un regalo envuelto. Las dos preguntamos, bastante atónitas, al mismo tiempo:

—¿Mamá?

—¿Linda?

No era de extrañar que mi abuela pareciera tan aturdida como yo por la aparición repentina de mi madre. Ella jamás habría invitado a mi madre sin decírmelo antes. Las dos estábamos totalmente de acuerdo en lo que se refería a ella. Para empezar, a las dos nos ponía tristes. En segundo lugar, las dos queríamos que mi madre cambiara. Y en tercer lugar, las dos sabíamos que lo más probable era que eso jamás ocurriera.

—No pongas esa cara de sorpresa. ¡Como si no fuera a aparecer en la celebración del cumpleaños de mi propia hija!

—Pero Linda, cuando hablé contigo la semana pasada, me dijiste que le mandarías el regalo de cumpleaños por correo —dijo la abuela, que parecía tan molesta como yo.

—Eso fue antes de que me dijeras que tú pensabas verla —le contestó mamá a la abuela. Luego se giró hacia mí con el ceño fruncido y añadió—: Y no es que Zoey me haya invitado a venir, pero estoy acostumbrada a tener una hija tan poco considerada.

—Mamá, hace un mes que no me hablas. ¿Cómo pretendes que te invite a ningún sitio?

Yo trataba de mantener un tono de voz neutral. De ninguna forma quería que el encuentro con la abuela se convirtiera en una terrible escena dramática, pero antes de que mi madre dijera diez frases, ya había conseguido cabrearme. Exceptuando la estúpida tarjeta de cumplenavidad que acababa de mandarme, solo había visto a mi madre el día en que vino con su horrible marido, el perdedor, de visita a la Casa de la Noche. Pero de eso hacía ya un mes. Y la visita había sido una completa pesadilla. El perdedor, que era un patriarca de las Gentes de Fe de la Iglesia, había estado como siempre tan estrecho de miras, tan crítico y tan intolerante que, finalmente, lo habían echado del colegio y le habían dicho que no volviera más. Y, como siempre, mi madre había corrido tras él como una buena y sumisa esposa.

—¿Es que no has recibido mi tarjeta?

El frágil tono de voz de mi madre demostraba que comenzaba a desmoronarse bajo mi atenta y fija mirada.

—Sí, mamá, la recibí.

—¿Lo ves? He estado pensando en ti.

—Muy bien, mamá.

—¿Sabes?, podrías llamar a tu madre de vez en cuando —dijo ella, ligeramente llorosa.

Yo suspiré y contesté:

—Lo siento, mamá. Este semestre ha sido una locura con los exámenes finales y todo eso.

—Espero que saques buenas notas en ese colegio.

—Sí, mamá.

Mi madre me hacía sentirme triste, sola y enfadada, y todo ello al mismo tiempo.

—Bueno, bien —dijo mi madre mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos y comenzaba a trajinar con los paquetes. Luego, forzando obviamente el tono de voz para sonar alegre, añadió—: Vamos, sentémonos. Zoey, tú ve dentro y tráenos algo para beber. Me alegro de que tu abuela me invitara. Como siempre, a nadie se le ha ocurrido traer la tarta.

Nos sentamos y mi madre comenzó a tironear del cordón del paquete de la pastelería. Mientras ella estaba ocupada, mi abuela y yo nos dirigimos una mirada cómplice. Yo sabía que mi abuela no había invitado a mi madre, y ella sabía que yo detestaba profundamente las tartas de cumpleaños. Sobre todo las tartas baratas y empalagosas que me compraba siempre mi madre.

Me quedé mirándola mientras ella abría el paquete con la boca abierta y con esa especie de horrible fascinación con la que uno contempla un accidente de tráfico. Dentro de la caja había una tarta pequeña, cuadrada, blanca y de una sola capa. Encima ponía «Feliz cumpleaños» en rojo, a juego con las cuatro flores de Pascua rojas de las esquinas. Toda la tarta estaba adornada con un borde verde.

—¡No me digas que no tiene buen aspecto! ¡Bueno, y navideño! —exclamó mamá mientras trataba de despegar la pegatina de la caja en la que se leía «Oferta a mitad de precio». De pronto se quedó helada, abrió inmensamente los ojos y añadió—: Aunque tú ahora ya no celebras la Navidad, ¿no?

Yo volví a plantarme en la cara la misma sonrisa falsa que había estado utilizando ese día.

—Celebramos la fiesta de Yule o solsticio de invierno, que fue hace dos días.

—Apuesto a que el campus está precioso ahora mismo —dijo la abuela mientras me dedicaba una sonrisa y me daba golpecitos en la mano.

—¿Y por qué iba a estar tan precioso el campus? —preguntó mamá, de nuevo con ese tono de voz frágil—. Si no celebran la Navidad, ¿para qué van a decorar los árboles de Navidad?

La abuela se me adelantó a la hora de dar una explicación.

—Linda, Yule se celebra desde mucho antes que la Navidad. Durante miles de años, la gente ha decorado los árboles —dijo la abuela con una entonación ligeramente sarcástica—. Fueron los cristianos los que adoptaron la tradición de los paganos, no al revés. De hecho, la Iglesia eligió el día veinticinco de diciembre como el día del nacimiento de Jesús para que coincidiera con la celebración de Yule. ¿No te acuerdas de que, cuando eras pequeña, todos los años untábamos las piñas de los pinos en mantequilla de cacahuete, pinchábamos manzanas, maíces y arándanos en un cordel, y decorábamos un árbol del jardín al que yo siempre llamaba «el árbol de Yule», junto con el árbol de Navidad de dentro de casa? —le preguntó la abuela con una sonrisa un tanto triste y confusa a su hija, dirigiéndose luego a mí—. Entonces, ¿habéis decorado los árboles del campus?

Yo asentí.

—Sí, están increíbles, y además los pájaros y las ardillas se están volviendo locos.

—Bueno, ¿por qué no abres los regalos, para que así podamos comernos la tarta y el café? —preguntó mi madre, haciendo como si mi abuela y yo no hubiéramos estado hablando.

—Sí, venga. Llevo un mes pensando en darte esto —comentó mi abuela con entusiasmo. Se inclinó y sacó dos regalos de debajo de la mesa. Uno era grande y estaba envuelto con un papel de colores brillantes, pero no navideños. El otro era del tamaño de un libro, e iba envuelto en papel de color crema y textura fina como el de las tiendas elegantes—. Abre este primero —dijo la abuelita mientras me tendía uno de ellos.

Yo lo desenvolví con ansiedad y dentro me encontré con toda la magia de mi infancia.

—¡Oh, abuelita! ¡Muchas gracias!

Apreté la cara contra la espléndida y floreciente planta de lavanda que mi abuelita había plantado en un tiesto de cerámica y aspiré su fragancia. El aroma de la maravillosa hierba me trajo visiones de los perezosos días de verano y de las excursiones con la abuela.

—¡Es perfecta! —añadí.

—Tuve que apresurarme a llevarla al invernadero para que floreciera a estas alturas del año para ti. ¡Ah!, y necesitarás esto —dijo la abuelita mientras me tendía una bolsita de papel—. Dentro hay una luz de crecimiento y un soporte; así estarás segura de que dispone de la luz suficiente sin tener que abrir las cortinas de tu cuarto y hacerte daño en los ojos.

Yo sonreí y contesté:

—Estás en todo.

Entonces miré a mi madre, y comprendí por su expresión que hubiera preferido estar en cualquier otro lugar. Por un momento deseé preguntarle por qué se había molestado siquiera en aparecer, pero al instante la pena me obturó la garganta, cosa que me sorprendió. Creía haber madurado lo suficiente como para superar la habilidad de mi madre para herirme. Pero, según parecía, diecisiete años no eran tantos.

—Toma, Zoeybird, tengo otra cosa para ti —dijo mi abuela mientras me tendía el segundo regalo.

Yo sabía que mi abuela había notado el tenso silencio de mi madre y que, como siempre, trataba de compensarme por lo mala madre que era su hija.

Me tragué la pena y desenvolví el regalo. Se trataba de un libro encuadernado en piel y evidentemente muy antiguo. Entonces leí el título y me quedé boquiabierta.

—¡Drácula! ¡Me has comprado un ejemplar antiguo de Drácula!

—Mira en la página del copyright, cariño —dijo la abuelita con los ojos brillantes de satisfacción.

Pasé la página y no pude creer lo que veían mis ojos.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es una primera edición!

La abuela reía de pura felicidad.

—Pasa un par de páginas.

Pasé un par de páginas, y encontré la firma de Stoker garabateada bajo el título y la fecha de enero de 1899.

—¡Es una primera edición firmada por el autor! ¡Te ha tenido que costar una millonada! —exclamé yo mientras me arrojaba en brazos de mi abuela.

—De hecho, lo encontré en una tienda de libros viejos que iba a cerrar. Fue una ganga. Después de todo, solo es una primera edición de una publicación americana de Stoker.

—¡Mola una pasada, abuelita! ¡Muchísimas gracias!

—Bueno, sé cuánto te gusta esa misteriosa vieja historia, y a la luz de los nuevos acontecimientos, pensé que sería irónico y divertido que tuvieras una primera edición firmada —comentó la abuela.

—¿Sabías que Bram Stoker mantuvo una conexión con un vampiro, y que por eso fue por lo que escribió el libro? —pregunté entusiasmada, mientras pasaba cuidadosamente las páginas y contemplaba las ilustraciones, que eran realmente misteriosas.

—No, no tenía ni idea de que Stoker hubiera mantenido una relación con un vampiro —dijo la abuela.

—Yo no llamaría mantener una relación al hecho de que un vampiro te dé un mordisco y luego te tenga hechizado —dijo mi madre.

La abuela y yo nos quedamos mirándola. Yo suspiré.

—Mamá, es perfectamente posible que un humano y un vampiro mantengan una relación. En eso precisamente se basa la conexión.

Bueno, también se basa en la lujuria por la sangre y en un fuerte deseo sexual, junto con un lazo físico que puede resultar bastante desconcertante, cosa que yo sabía por mi experiencia con Heath. Pero eso no iba a contárselo a mamá.

Mi madre se estremeció como si un sentimiento de repugnancia la embargara y le recorriera toda la espina dorsal.

—Eso me suena de lo más desagradable.

—Mamá, ¿es que no te das cuenta de que ahora mismo se abren ante mí dos posibles elecciones para el futuro? La primera es convertirme en esa cosa que a ti te suena tan desagradable, y la segunda es morirme en cualquier momento en un plazo de cuatro años —dije yo. No pretendía ser tan directa, pero su actitud me estaba cabreando de verdad—. Así que dime, ¿cómo prefieres verme, como una vampira adulta, o muerta?

—Ninguna de las dos cosas, por supuesto —dijo ella.

—Linda —intervino entonces la abuela, que enseguida puso una mano sobre mi rodilla, bajo la mesa, y me la estrujó—, lo que Zoey quiere decir es que tienes que aceptarla tal y como es y como será en un futuro próximo, y que tu actitud la hiere en lo más profundo de sus sentimientos.

—¡Mi actitud! —exclamó mi madre.

Yo pensé que iba a lanzarse a soltar una de sus arengas sobre mi forma de pincharla, pero en lugar de ello respiró hondo, me miró directamente a los ojos, y dijo:

—No pretendía herir tus sentimientos, Zoey.

Por un momento mi madre pareció volver a ser la de siempre, la que era antes de casarse con John Heffer y de convertirse en la esposa sin cerebro y perfecta que va todos los domingos a la Iglesia. Yo sentí que se me encogía el corazón.

—Pero los has herido, mamá.

—Lo siento —dijo ella. Luego alargó la mano hacia mí y añadió—: ¿Te parece si empezamos con el cumpleaños otra vez?

Yo le estreché la mano, esperanzada pero con prudencia. Quizá quedara aún parte de mi antigua madre en su interior. Quiero decir que, al fin y al cabo, se había presentado sola, sin el perdedor, y eso era casi un milagro. Apreté su mano, sonreí y dije:

—Eso suena bien.

—Bueno, entonces, abre tu regalo y luego nos comeremos la tarta —dijo mamá mientras deslizaba hacia mí el paquete aún sin tocar, que yacía sobre la mesa junto a la tarta, también sin tocar.

—¡Bien!

Traté de mantener el entusiasmo en mi voz a pesar de que el regalo estaba envuelto en un papel decorado con motivos navideños. Sonreí sin cesar hasta el momento de reconocer las tapas blancas de piel y los bordes dorados de las hojas. Entonces se me cayó el estómago a los pies. Giré el libro y leí: «La Palabra Sagrada, edición de las Gentes de Fe» escrito en cursiva en lujosas letras de oro. También en la tapa, otro exceso de dorado atrajo mi atención. En la parte de abajo se leía: «Familia Heffer». Había un marcador de terciopelo rojo del que colgaba una borla dorada; estaba dentro del libro, en una de las primeras páginas. Con la intención de hacer tiempo, buscando algo que decir que no fuera «¡Qué regalo más horrible!», dejé que el libro se abriera por el marcador. Y entonces parpadeé boquiabierta, esperando que mis ojos me estuvieran engañando. Pero no. Realmente estaba ahí. El libro se había abierto por una página en la que había un árbol genealógico familiar. Con una escritura zurda e inclinada hacia atrás que enseguida reconocí, el perdedor de mi padrastro había escrito «Linda Heffer». Había unido el nombre de mi madre al suyo, John Heffer, y había escrito la fecha de la boda a un lado. Y debajo de los nombres de ambos, como si fuéramos hijos de los dos, había escrito los nombres de mi hermano, mi hermana y el mío.

Cierto, mi padre biológico, Paul Montgomery, nos había abandonado cuando yo no era más que una niña para desaparecer de inmediato de la faz de la tierra. Muy de vez en cuando nos mandaba un patético y exiguo cheque sin remite pero, aparte de eso, él no había formado parte de nuestras vidas durante diez años. Sí, había sido una mierda de padre. Pero era mi padre, cosa que John Heffer, que me odiaba a muerte, no era.

Alcé la vista desde el fraudulento árbol familiar hasta los ojos de mi madre. Mi voz sonó sorprendentemente tranquila y equilibrada, serena incluso a pesar de la confusión de mis sentimientos cuando dije:

—¿En qué estabas pensando cuando decidiste regalarme esto por mi cumpleaños?

Mamá pareció molesta ante la pregunta.

—Pensamos que te gustaría saber que aún formas parte de esta familia.

—Pero no lo soy. No lo soy desde mucho antes de ser marcada. Y tú lo sabes. Lo sé yo. Lo sabes tú. Lo sabe John.

—Tu padre desde luego no sabe nada de…

Yo alcé una mano para interrumpirla.

—¡No! John Heffer no es mi padre. Es tu marido, eso es todo. Es tu elección, no la mía. Y jamás ha sido otra cosa —dije yo. La herida que había estado sangrando en mi interior desde el momento en que mi madre me había abandonado se había abierto de pronto, y de ella surgía una ira que rezumaba por todo mi cuerpo—. Al comprarme un regalo se supone que escoges algo que crees que va a gustarme, mamá, no algo que tu marido quiere que yo me trague.

—No sabes de qué estás hablando, jovencita —contestó mi madre, que inmediatamente se dirigió hacia mi abuela—. Ya sé que esta actitud la ha aprendido de ti.

Mi abuela alzó una ceja y dijo:

—Gracias, Linda, creo que eso es lo más bonito que me has dicho nunca.

—¿Dónde está? —pregunté yo.

—¿Quién?

—John. ¿Dónde está? Tú no has venido aquí sola, por mí. Has venido porque él quería que tú me hicieras sentirme mal, y eso no es algo que él esté dispuesto a perderse, así que, ¿dónde está?

—No sé a qué te refieres.

Mi madre miró a su alrededor con una expresión culpable, y entonces yo comprendí que había dado en el clavo.

Me puse en pie y comencé a gritar:

—¡John! ¡Sal, sal de donde estés!

Al instante un hombre salió de detrás de una de las mesas altas situadas en el extremo opuesto de la terraza. Yo lo observé mientras se acercaba. Trataba de adivinar qué había podido ver mi madre en él. Era un tipo que no tenía nada en absoluto de espectacular: de mediana altura, pelo oscuro que comenzaba a llenarse de canas, mandíbula fina, hombros estrechos y piernas delgadas. Todo resultaba de lo más vulgar en él hasta el momento de mirarlo a los ojos: entonces lo que uno veía era una frialdad poco habitual. Yo siempre había considerado de lo más extraño que un tipo como él, tan frío y aparentemente sin alma, se pasara la vida hablando de religión.

Nada más llegar a nuestra mesa abrió la boca para hablar, pero antes de que dijera una sola palabra yo le lancé el regalo.

—Guárdatelo. No son ni mi familia, ni mis creencias —dije con los ojos fijos en los de él.

—Así que eliges el mal y la oscuridad —dijo él.

—No. Elijo a la Diosa del amor que me ha marcado como suya y que me ha dotado con dones especiales. Elijo algo distinto de lo que eliges tú. Eso es todo.

—Tal y como yo he dicho, eliges el mal —repitió él.

Él, que estaba de pie, colocó una mano sobre el hombro de mi madre como si ella necesitara de su apoyo para estar allí sentada conmigo. Mamá colocó la mano sobre la de él y comenzó a hacer ruiditos como de sorberse la nariz.

Yo ignoré el comentario de él y centré mi atención en mamá.

—Por favor, mamá, no vuelvas a hacerme esto. Si crees que puedes aceptarme, si de verdad quieres verme, entonces llámame y nos veremos. Pero fingir que quieres verme porque John te dice lo que tienes que hacer hiere mis sentimientos y no es bueno para ninguna de las dos.

—Es bueno para una esposa someterse a los dictados de su marido —dijo John.

Por un momento pensé en mencionar lo machista, condescendiente y sencillamente erróneo que sonaba eso, pero en lugar de hacerlo, preferí ahorrar saliva y contestar:

—John, vete al infierno.

—¡Y tú vuelve a él! —exclamó mi madre entre llantos.

Entonces fue mi abuela quien habló. Su voz sonó triste, pero seria.

—Linda, es una lástima que primero encontraras y luego te convirtieras por completo a un sistema de creencias para el cual todo lo que es diferente es malo.

—Lo que tu hija ha encontrado es a Dios, y no ha sido gracias a ti —soltó John.

—No. Lo que mi hija ha encontrado es a ti, y es triste, pero la verdad es que a ella jamás le ha gustado pensar por sí misma. Así que ahora tú piensas por ella, ¿verdad? Pues ahora yo te ofrezco una idea independiente, de Zoey y mía —continuó mi abuela, que se puso en pie. Mi abuela recogió la planta de lavanda y el libro de Drácula de la mesa y me agarró del codo para tirar de mí y que yo también me pusiera en pie—. Esto es América, y eso significa que tú no tienes derecho a pensar por los demás. Linda, yo estoy de acuerdo con Zoey. Si puedes encontrarle algún sentido a todo esto en esa cabecita tuya, y quieres vernos porque nos quieres tal y como somos, entonces llámame. Si no, no quiero volver a saber nada de ti. —La abuela hizo una pausa y sacudió la cabeza con disgusto en dirección a John antes de añadir—: Pero de ti sí que no quiero volver a saber nada bajo ninguna circunstancia.

Mientras, golpeó una vez más, llena de ira y de odio.

—¡Ah, pero sí que volveréis a oír de mí! ¡Las dos! ¡Porque está mi buena gente, la gente decente, gente temerosa de Dios que está harta de tolerar vuestra maldad y que cree que ya basta! ¡No seguiremos viviendo codo con codo con adoradores de la oscuridad por mucho tiempo! ¡Fijaos bien en lo que os digo… esperad y veréis… llegará la hora en la que os arrepentiréis…!

Por suerte, enseguida estuvimos demasiado lejos como para oírlo. Yo sentí que estaba a punto de llorar, pero entonces me di cuenta de lo que estaba musitando la buena de mi abuelita.

—¡Ese hombre es un puñetero pedazo de mierda!

—¡Abuelita!

—¡Ah, Zoeybird! ¿He llamado puñetero pedazo de mierda al marido de tu madre en voz alta?

—Sí, abuelita, lo has hecho.

La abuelita me miró con sus oscuros ojos brillantes y dijo:

—¡Bien!