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—Sí, mi cumpleaños da asco —le dije a mi gata Nala.

(Bueno, la verdad es que no es que ella sea mi gata, sino que yo soy su «persona». Ya sabes cómo funcionan estas cosas con los gatos: ellos en realidad no tienen dueños, sino empleados. Pero eso es algo que yo procuro ignorar).

De cualquier modo, seguí hablándole a mi gata como si ella estuviera pendiente de cada una de mis palabras, cosa que desde luego nooooo era el caso.

—Hace diecisiete años que mi cumpleaños es el veinticuatro de diciembre. A estas alturas, estoy completamente acostumbrada. No es ningún problema.

Sabía que lo decía en voz alta solo para convencerme a mí misma. Nala me soltó uno de sus «miau» con su voz de vieja cascarrabias y luego se puso a lamerse sus partes íntimas, demostrándome que comprendía bien hasta dónde estaba yo.

—Así que hagamos un trato —continué mientras terminaba de emborronarme un poco la línea de los ojos. (Y digo «un poco», porque pintarse la línea al estilo «soy un mapache tenebroso» definitivamente no es para mí. De hecho, creo que eso no le va a nadie.)—. Me harán un puñado de regalos bienintencionados que, en realidad, no son regalos de cumpleaños, porque la gente siempre está tratando de juntar mi cumpleaños con la Navidad, y eso nunca funciona —aseguré, alzando la vista hacia el espejo, en el que vi reflejados los enormes ojos verdes de Nala—. Pero tú y yo sonreiremos y fingiremos que somos felices con esos estúpidos regalos de cumplenavidad, porque la gente no acaba de captar que no se puede confundir un cumpleaños con la Navidad. No, no logran captarlo.

Nala estornudó.

—Eso es exactamente lo que siento yo, pero seremos amables porque cuando digo algo, siempre es peor. Entonces me regalan chorradas y todo el mundo se enfada y todo se echa a perder.

Nala no parecía muy convencida, así que yo me concentré en mi propio reflejo. Por un segundo pensé que quizá me había pasado con el perfilador de ojos, pero entonces me miré más de cerca y me di cuenta de que lo que hacía que mis ojos parecieran tan grandes y oscuros no era algo tan vulgar como el perfilador. Aunque hacía ya dos meses que había sido marcada para convertirme en vampira, el tatuaje en forma de luna creciente de color zafiro que tenía entre los ojos y la elaborada filigrana como de encajes que se entrelazaban que enmarcaba mi rostro todavía seguían sorprendiéndome. Seguí el dibujo de una de las espirales azules con la punta del dedo. Luego, casi inconscientemente, tiré del jersey de cuello alto y ancho, ya de por sí caído, hasta verme el hombro izquierdo. Con un movimiento de cabeza me aparté el largo cabello negro, de modo que resultara visible el inusual diseño de los tatuajes que comenzaban en la base del cuello y se extendían por el hombro e incluso más abajo, a ambos lados de la espina dorsal, hasta la región lumbar. Como siempre, ver mis tatuajes me produjo esa emoción eléctrica que en parte se debía a la sorpresa y en parte al miedo.

—No eres como las demás —le susurré a mi reflejo. Luego me aclaré la garganta y continué con una voz quizá demasiado animada—: Pero no pasa nada por no ser como las demás —dije. Le hice una mueca de exasperación a mi reflejo—. Bueno, lo que sea.

Alcé la vista por encima de mi cabeza, sorprendiéndome a medias por el hecho de que no fuera en absoluto visible. Quiero decir que yo sí podía sentir la gigantesca nube negra que había estado siguiéndome a todas horas durante el último mes.

—¡Demonios!, me sorprende que no esté lloviendo aquí. Además, ¿no sería estupendo para mi pelo? —le pregunté, sarcástica, a mi reflejo.

Luego suspiré y recogí el sobre que yo misma había dejado sobre la mesa. «Familia Heffer», ponía, estampado en relieve con letras de oro encima de la dirección del remitente.

—Hablando de deprimirse… —musité.

Nala volvió a estornudar.

—Tienes razón. Más vale terminar cuanto antes —continué, abriendo el sobre de mala gana y sacando la tarjeta—. ¡Ah, demonios! ¡Es peor de lo que esperaba!

En la parte delantera de la tarjeta había una cruz enorme, supuestamente de madera. Clavado en el centro de la cruz, por supuesto con un clavo sanguinolento, había un papiro antiguo. Escrito en él, naturalmente con letras rojas de sangre, estaban impresas las palabras: «Él es el motivo de estas fiestas». Dentro de la tarjeta, pero también impreso en letras rojas, ponía: «Feliz Navidad». Debajo, y escrito a mano por mi madre, se leía: «Espero que te estés acordando de tu familia durante este bendito momento del año. Feliz cumpleaños. Te quieren, mamá y papá».

—Son tan típicos —le dije a Nala. Mi estómago rugió—. Y además él no es mi padre.

Rasgué la tarjeta en dos y la arrojé a la papelera. Luego me quedé contemplando los pedazos.

—Cuando no están ignorándome, me insultan. Prefiero que me ignoren.

Alguien llamó a la puerta, y yo me sobresalté.

—¡Zoey, todo el mundo quiere saber dónde estás! —gritó la voz de Damien a través de la puerta.

—¡Un momento…! ¡Casi estoy lista! —grité yo, tratando de mentalizarme. Contemplé mi reflejo por última vez y decidí, un poco a la defensiva, dejarme el hombro al descubierto—. Mis marcas no son como las de los demás, así que quizá sea mejor darles algo de qué hablar a las masas —musité para mí.

Luego suspiré. Por lo general no soy tan gruñona, pero mi puñetero cumpleaños, mis puñeteros padres…

No. No podía seguir mintiéndome.

—¡Ojalá Stevie Rae estuviera aquí! —susurré.

Porque eso era; eso era lo que había estado apartándome de mis amigos (incluyendo a mis dos novios) durante todo el mes anterior, y lo que se había convertido para mí en una desagradable, tormentosa y enorme nube sobre mi cabeza. Echaba de menos a mi mejor amiga y ex compañera de cuarto, a la que todo el mundo había visto morir hacía ya un mes y quien yo sabía, sin embargo, que había sido convertida en una criatura no muerta de la noche… por muy melodramático y terriblemente mal que sonara, como si se tratara de una película de serie B. Lo cierto era que en ese momento, en lugar de estar abajo, ocupándose de los últimos detalles de mi fiesta, Stevie Rae estaba en realidad acechando a alguien por los viejos túneles subterráneos de Tulsa, conspirando con otras desagradables criaturas no muertas que eran malas de verdad, además de oler fatal.

—Eh… ¿Z?, ¿te encuentras bien? —gritó de nuevo la voz de Damien, interrumpiendo mi ralladura mental.

Yo recogí a Nala, le di la espalda a la terrible tarjeta de cumplenavidad de mis padres, salí disparada hacia la puerta y casi pasé por encima de mi amigo, que me observaba con expresión de preocupación.

—Lo siento… lo siento —musité.

Damien echó a correr hasta alcanzarme. Me miraba de reojo de vez en cuando.

—Jamás antes había conocido a nadie que no estuviera emocionado por su cumpleaños —comentó Damien.

Yo solté a Nala, que se retorcía en mis brazos, y me encogí de hombros al tiempo que trataba de esbozar una sonrisa, como si no ocurriera nada.

—Solo estoy practicando para cuando sea vieja. Por ejemplo, para cuando tenga treinta años y tenga que mentir sobre mi edad.

Damien se detuvo y se giró hacia mí.

—¡Ah!, ya —dijo él—. Pero todos sabemos que los vampiros viejos de treinta años siguen aparentando unos veinte, y que son muy sexis. De hecho, incluso los vampiros viejos de ciento treinta años aún siguen aparentando unos veinte, y definitivamente son muy sexis. Así que, ¿a qué viene esa tontería de que tendrás que mentir sobre tu edad? ¿Qué te ocurre en realidad?

Mientras yo vacilaba y reflexionaba acerca de qué debía o no contarle a Damien, él alzó una ceja y dijo, con su relamida voz de profesor de escuela:

—Ya sabes lo sensible que se pone mi gente cuando se trata de emociones, así que ríndete, y cuéntame la verdad.

Yo suspiré antes de contestar:

—¡Sí, a veces los gais sois tan extrañamente intuitivos!

—Sí, los homos somos así. Escasos, orgullosos e hipersensibles.

—¿«Homo» no es un término despectivo?

—No si lo usa un homo. Y, a propósito, me estás dando largas, y eso no te va a funcionar.

De hecho, Damien incluso se llevó una mano a la cadera y comenzó a dar golpecitos en el suelo con el pie, esperando.

Yo sonreí, pero sabía que la expresión de mi rostro y de mis ojos no era de alegría. De pronto, con una intensidad que me sorprendió, sentí la desesperada necesidad de contarle a Damien la verdad.

—Echo de menos a Stevie Rae —solté sin pensar, antes de tener tiempo de taparme la boca.

Él no vaciló ni un instante al responder:

—Lo sé.

Sus ojos de pronto se pusieron sospechosamente húmedos.

Y así fue: como si se hubiera roto una presa en mi interior, las palabras comenzaron a salir a borbotones de mi boca:

—¡Ella debería estar aquí! ¡Debería estar corriendo de un lado para otro como una loca, terminando la decoración de mi fiesta de cumpleaños, y quizá incluso preparándome una tarta ella sola!

—Sí, una tarta horrible —puntualizó Damien mientras se sorbía la nariz.

—Sí, pero la haría con una de las recetas favoritas de su madre —añadí yo, imitando y exagerando todo lo que pude el pueblerino acento de Oklahoma de Stevie Rae, cosa que me hizo sonreír de verdad.

Entonces pensé en lo extraño que era que, justo cuando le contaba a Damien lo mal que me sentía y por qué, en mi rostro se dibujara una sonrisa sincera.

—Y las gemelas y yo estaríamos cabreados porque ella habría insistido en que lleváramos esos estúpidos gorros de cumpleaños que se sujetan con una goma que te aprieta el cuello —comentó Damien, estremeciéndose sinceramente de horror—. ¡Dios, son tan horribles!

Yo me eché a reír y sentí que el peso que me oprimía el pecho comenzaba a ceder.

—Sí, ese es el tipo de cosas de Stevie Rae que me hacen sentir bien —dije yo.

No me di cuenta de que había utilizado el presente hasta que vi el rostro lloroso de Damien dudar.

—Sí, ella era genial —dijo él, recalcando el «era» y mirándome directamente a los ojos, como si estuviera preocupado por mi salud mental.

¡Si él supiera la verdad!, me dije. ¡Y si yo pudiera decírsela!

Pero no podía. Si lo hacía, o bien Stevie Rae o bien yo, o quizá incluso ambas, terminaríamos asesinadas. Y esta vez de verdad.

Así que en lugar de contarle nada, agarré del brazo a mi preocupado amigo y tiré de él hacia las escaleras que nos llevarían a los salones de las chicas para reunirnos con nuestras amigas (y ver por fin sus estúpidos regalos).

—Vamos. Siento la necesidad de abrir regalos —mentí con entusiasmo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Apenas puedo esperar a que abras el mío! —me dijo Damien con verdaderos nervios—. ¡Me he pasado una eternidad de tiendas, buscándolo!

Sonreí y asentí en dirección a Damien, como requería el momento, mientras él seguía dale que te pego, explicándome el asunto de cuánto le había costado encontrar el regalo perfecto. Él por lo general no parece gai. Y no porque en realidad el fabuloso Damien Maslin no lo sea. Porque sin duda lo es. Pero también es un chico alto, de pelo castaño, ojos grandes y muy, muy mono, y tiene toda la pinta de ser un material excelente como novio (si eres un chico, claro). No es de esos que tienen pluma, pero cuando se pone a hablar de tiendas, le salen irremediablemente sus maneras femeninas. Y no es que a mí no me guste ese rasgo de él. Me parece encantador cuando se pone a parlotear acerca de lo importante que es comprarse unos buenos zapatos, y en ese preciso instante su cháchara me resultaba incluso tranquilizadora. Me ayudaba a prepararme para enfrentarme a los horribles regalos que, por desgracia, me esperaban.

Lástima que no pudiera ayudarme también a enfrentarme a lo que de verdad me inquietaba.

Llegamos al salón principal hablando todavía del asunto de las tiendas. Yo saludé con la mano a varios grupos de chicas que se apiñaban ante las enormes pantallas planas de televisión mientras nos dirigíamos al cuartito que servía de biblioteca y sala de ordenadores. Damien abrió la puerta, y entonces mis amigos se pusieron a cantar el Cumpleaños feliz, formando un coro completamente desafinado. Oía a Nala silbar y, por el rabillo del ojo, la vi atravesar la puerta y dirigirse hacia el pasillo. ¡Cobarde!, pensé, al tiempo que deseaba escapar con ella.

Cuando, gracias a Dios, la canción terminó, toda mi panda se me quedó mirando.

—¡Felicidades-felicidades! —exclamaron las gemelas casi al unísono.

Bueno, está bien; en realidad no son gemelas genéticamente hablando. Erin Bates es una chica de piel muy blanca de Tulsa, y Shaunee Cole es una adorable chica de piel del color del caramelo, descendiente de americanos de origen jamaicano, que creció en Connecticut. Pero, por raro que resulte, se parecen tanto que el tono de la piel y su procedencia no tienen la más mínima importancia. Son almas gemelas, cosa que las une aún más que la simple biología.

—Feliz cumpleaños, Z —dijo una voz profunda y sensual que yo conocía muy, muy bien.

Salí del sándwich en el que me habían aprisionado las gemelas y me dirigí hacia los brazos abiertos de mi novio, Erik. Bueno, técnicamente hablando Erik es solo uno de mis dos novios, porque el otro es Heath; un adolescente humano con el que salía antes de ser marcada y al que se supone que ya no veo, pero al que accidentalmente digamos que succioné la sangre y con el que, de resultas, ahora estoy conectada, así que automáticamente se ha convertido en mi otro novio. Sí, es confuso. Sí, Erik está enfadado. Y sí, estoy esperando a que Erik me dé la patada en cualquier momento.

—Gracias —murmuré yo, alzando la vista hacia él y quedándome atrapada una vez más en sus increíbles ojos.

Erik es alto y sexi, y tiene el pelo negro como el de Superman y unos ojos increíblemente azules. Me relajé en sus brazos, cosa que no me he permitido hacer muy a menudo durante este último mes, y me dejé llevar temporalmente por su alucinante fragancia y por el sentimiento de seguridad que siento siempre que estoy cerca de él. Me miró a los ojos exactamente igual que en las películas, y por un segundo todo lo demás se desvaneció y yo sentí que estábamos solos él y yo. Al ver que yo no me apartaba, él esbozó una lenta sonrisa de ligera sorpresa, lo cual me provocó un vuelco en el corazón. He estado apartando al pobre chico de mi lado durante demasiado tiempo, y en realidad él ni siquiera comprende por qué. Impulsivamente me puse de puntillas y lo besé, y eso causó un regocijo generalizado entre mis amigos.

—¡Eh!, Erik, ¿por qué no repartes un poco de ese cariño de cumpleaños por aquí también? —preguntó Shaunee, alzando las cejas en dirección a mi sonriente novio.

—Sí, cariño —insistió Erin, imitando el gesto de las cejas de Shaunee como es costumbre entre las gemelas—. ¿Por qué no nos das un besito de cumpleaños también a nosotras?

Yo hice una mueca de fingida exasperación mientras miraba a las gemelas y dije:

—¡Eh!, que no es su cumpleaños. Solo se besa al chico o la chica del cumpleaños.

—¡Vaya! —exclamó Shaunee—. Yo te quiero, Z, pero no quiero darte un beso de esos.

—Nada de besos entre los del mismo sexo por mi parte, ¿vale? —comentó Erin sonriendo en dirección a Damien, que contemplaba a Erik con adoración—. Eso se lo dejaremos a Damien.

—¿Cómo? —preguntó Damien que, evidentemente, prestaba más atención a los encantos de Erik que a los de las gemelas.

—Otra vez, estábamos diciendo que… —comenzó Shaunee.

—¡Que te confundes de equipo! —exclamó Erin, terminando con el tema.

Erik se echó a reír de buen humor, le dio a Damien un puñetazo en el hombro como suelen hacer los chicos, y dijo:

—Eh, si alguna vez decido cambiar de equipo, tú serás el primero en saberlo.

(Y esa es otra de las razones por las que lo adoro. Erik es superguay y a todo el mundo le cae superbien, y siempre acepta a la gente tal y como es y sin darse aires de superioridad).

—Eh, espero ser yo la primera en saberlo si decides cambiar de equipo —dije yo.

Erik se echó a reír y me abrazó, al tiempo que me susurraba al oído:

—No es algo de lo que vayas a tener que preocuparte.

Mientras yo consideraba seriamente la posibilidad de darle a Erik otro beso a escondidas, el novio de Damien, un pequeño tornado llamado Jack Twist, entró bruscamente en la sala y exclamó:

—¡Bien, aún no ha abierto los regalos! ¡Feliz cumpleaños, Zoey!

Entonces Jack se abalanzó sobre mí y nos abrazó (sí, nos abrazó a Damien y a mí).

—Te dije que te dieras prisa —dijo Damien, mientras los tres nos soltábamos.

—Lo sé, pero tenía que asegurarme de que el regalo estaba envuelto correctamente —contestó Jack. Y, con una floritura que solo un chico gai podría hacer, alcanzó la bolsa que colgaba de su hombro y sacó de ella una caja envuelta en un papel rojo con un brillante lazo verde tan grande que casi tapaba todo el paquete—. El lazo lo he hecho yo.

—A Jack se le dan verdaderamente bien las manualidades —comentó Erik—. Lo que ya no se le da tan bien es recoger después de hacerlas.

—Lo siento —dijo Jack en voz baja—. Prometo que recogeré después de la fiesta.

Erik y Jack son compañeros de habitación, lo cual demuestra todavía más lo enrollado que es Erik. Es de quinto curso (lo que en el lenguaje vulgar equivale a decir que es del curso de los más mayores) y también es el chico más admirado en general en toda la escuela. Jack en cambio es de tercero, es decir, un novato, y además es nuevo. Es mono pero es un poco empollón, y sin lugar a dudas es gai. Erik podría haber montado una bronca por el hecho de que le colocaran a un maricón en el cuarto y podría haber conseguido que lo cambiaran, y quizá entonces la vida de Jack en la Casa de la Noche se hubiera convertido en un infierno. Pero en lugar de ello, Erik lo tomó bajo su protección y comenzó a tratarlo como si fuera un hermano; un trato que además extendió a Damien, que oficialmente sale con Jack hace hoy justamente dos semanas y media. (Nosotros lo sabemos porque Damien es ridículamente romántico, y celebra las medias semanas de aniversario exactamente igual que las semanas completas. Sí, todos los demás nos partimos de risa. Pero sin burlarnos).

—¡Vaya! ¡Y hablando de regalos! —exclamó Shaunee.

—Sí, trae esa caja con el lazo gigante para acá, para la mesa de los regalos, y deja que Zoey empiece a abrirlos —dijo Erin.

Yo oí a Jack susurrarle a Damien al oído:

—¿Lazo gigante, dice?

Pero Damien le respondió con una sonrisa que pretendía inspirarle confianza y diciendo:

—¡No, si es perfecto!

—Yo lo llevaré a la mesa y lo abriré el primero —dije yo, cogiendo el paquete de Jack y corriendo a la mesa. Enseguida comencé a desatar cuidadosamente el inmenso lazo verde brillante, mientras añadía—: Creo que voy a guardarme este lazo, porque es precioso.

Damien esbozó una expresión de agradecimiento y me guiñó un ojo. Oí a Erin y a Shaunee soltar una risita sofocada, pero conseguí darle una patada a una de las dos, lo cual las hizo callar. Dejé el lazo a un lado y desenvolví la cajita, y entonces saqué…

¡Oh, demonios!

—¡Una bola de nieve de cristal! —dije yo, tratando de sonar feliz—. ¡Con un muñeco de nieve dentro!

Vale. Una bola de cristal rellena de nieve y con un muñeco de nieve dentro no es un regalo de cumpleaños. Es un detalle decorativo navideño. Y además es un detalle decorativo navideño cutre.

—¡Sí, sí! ¡Y escucha cómo suena! —exclamó Jack, prácticamente saltando arriba y abajo de puro entusiasmo, mientras me quitaba la bola y le daba cuerda con una llave de la base, de modo que Frosty, el muñeco de nieve, arrancaba a tintinear con notas sórdidas y desafinadas.

—Gracias, Jack. Es realmente precioso —mentí yo.

—Me alegro de que te guste —dijo Jack—. Es un motivo perfecto para tu cumpleaños.

Jack miró entonces a Erik y a Damien, y los tres se sonrieron entre sí como tres chicos malos.

Yo me planté una sonrisa en la cara y añadí:

—Ah, bueno, bien. Entonces voy a abrir el siguiente regalo.

—¡Ahora el mío! —exclamó Damien, tendiéndome una caja larga y ligera.

Con la sonrisa bien puesta en su sitio, yo comencé a abrir la caja. Pero no pude evitar desear convertirme en un gato para ponerme a bufar y salir corriendo de allí.