Cuando volví a abrir los ojos, noté una extraordinaria falta de luz y de nirvana.
Yacía de nuevo en la iglesia de San Vincenzo y vi los ojos de Alex.
No podía creer en su suerte.
Yo tampoco en la mía. Me sentía completamente confusa: pensaba que tenía que entrar en el maldito nirvana. ¿Qué había pasado?
—¿Estás bien? —preguntó Alex.
Tenía moratones, magulladuras y rasguños por todas partes. Mi corazón aún tenía que acostumbrarse a retomar el trabajo. Pero, a pesar de todo, sonreí:
—Podría estar mejor.
Daniel vio que Alex y yo nos mirábamos con ojos radiantes y, abatido, le susurró a Nina:
—Me parece que ya podemos irnos.
Nina asintió, todo aquello la superaba.
Daniel la rodeó por los hombros y se dispuso a irse con ella.
—Le ha pegado una patada al gato —gritó la pequeña. Lilly, que aún seguía sentada sobre el andamio, totalmente desconcertada.
Miré a Casanova. Yacía inmóvil en el banco de madera contra el que lo había catapultado la patada de Nina. Me levanté espantada, pero enseguida volví a estremecerme: me dolía horrores todo el cuerpo.
—Yo te ayudo —dijo Alex, y me sostuvo suavemente con sus brazos.
—Gracias —contesté.
Con su ayuda, me acerqué cojeando deprisa al signore. Antes de llegar a él, lo supe: Casanova había dejado de respirar. Tenía el cuello roto. Aquello me dejó hecha polvo. Y furiosa con Nina.
Pero sólo durante un segundo. Nina estaba tan triste que no quise hacerle más reproches.
Además, pensé que Casanova había muerto por salvar a Nina. Y, sin él, yo no me habría dado cuenta de nada, el andamio habría aplastado a Nina y mis grasas no la habrían salvado. Seguro que el signore había acumulado una gran cantidad de buen karma y quizás incluso había entrado en el nirvana. Así pues, ¡no tenía que entristecerme por él!
—No tengas remordimientos. El cuerpo es únicamente el envoltorio del alma —dije para animar a Nina.
No replicó nada, sólo miraba con la vista perdida. Daniel Kohn, que se esforzaba por encajarlo todo con coraje, le puso una mano en el hombro para consolarla:
—Quizás deberíamos irnos.
Nina miró un momento a Alex, luego a mí y, finalmente, dijo con profunda tristeza:
—No sólo quizás.
Alex iba a contestar algo, pero se dio cuenta de que nada de lo que dijera consolaría a Nina. Y por eso sólo dijo en voz baja, pero con firmeza:
—Perdóname.
Nina movió la cabeza asintiendo. Luego Daniel se la llevó de la iglesia. Me dio muchísima pena, la pobre había perdido todo lo que había soñado.
A lo mejor, deseé de todo corazón, ella y Daniel acababan formando pareja. En aquel momento sonó el móvil de Daniel y él lo cogió.
—¿Babsi? —preguntó—. Sí, claro, la conferencia ya ha acabado. Mañana estaré en Potsdam… ¿Pudín de chocolate? Sí, te quedará de maravilla puesto…
Bueno, quizás Nina y Daniel no acabarían formando pareja.[32]
Los dos salieron de la iglesia. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Alex, Lilly y yo nos quedamos solos por primera vez desde el día de mi primera muerte.
Entretanto, el sol había comenzado a salir y los primeros rayos penetraban a través de las magníficas vidrieras. Los cristales azules, amarillos, rojos, violetas y blancos del ventanal refractaban la luz de manera que parecía que nos encontrásemos bajo un cielo encantado de colores.
Sólo que Lilly aún seguía sentada en el andamio bajo aquel cielo encantado de colores.
—Anda, baja —le grité preocupada.
—No, hasta que no sepa si eres mi mamá.
Me habría gustado gritarle: «¡Sí, soy yo!».
Aunque sabía que tararearía La boda de los pájaros, abrí la boca y dije:
—Sí, soy tu mamá.
Ni un «tiroriro», ni un «gavilán», ni un «cuco», ni un «gorrión», nada de aves disparatadas, simplemente: «Soy tu mamá».
¡Me quedé perpleja! ¿Había roto Buda el maleficio?
Lilly me miró radiante:
—¿De verdad?
—¡Sí! —exclamé riendo.
Ella también rio alegre y empezó a bajar a gatas del andamio.
—¡Ten cuidado! —exclamé—: ¡Anda con ojo!
—Mama, ¡que ya soy mayor! —replicó Lilly.
Mientras mi hija descendía ágilmente del andamio, Alex me sonreía:
—Yo… Yo… todavía no me lo creo.
—Yo… Yo tampoco —repliqué.
Seguía sin entender por qué no estaba en el nirvana de las narices. Buda lo había dicho alto y claro: «Ahora irás al nirvana».
Me embargó el miedo: ¿Me llevaría ahora Buda hacia el nirvana? ¿Lejos de Lilly y de Alex?
Los miré: ¿Volvería a perderlos muy pronto? No lo superaría nunca. ¡Ni siquiera en la felicidad eterna del nirvana!
—¿Dónde… has estado los últimos años? —preguntó Alex.
—A veces, cerca de vosotros —contesté, ciñéndome a la verdad.
—¿Ya le habéis dado bastante al pico? —preguntó Lilly.
Estaba justo a nuestro lado. Poder decirle por fin que yo era su madre le sentó mejor a mi corazón que un by-pass quíntuple.
—Si de verdad eres mi mamá, ¿puedo darte un beso? —dijo Lilly, interrumpiendo mis pensamientos.
—Pues claro.
La cogí entre mis gruesos brazos y la estreché con fuerza contra mi barriga a la luz del cielo encantado de colores; un poco más y le habría provocado problemas respiratorios.
Pero a Lilly no le importaba, era demasiado feliz. Cerré los ojos y disfruté del instante «mamá recupera a su hija».
Entonces Alex carraspeó. Abrí los ojos y lo miré.
—¿Puedo? —preguntó.
Más allá de su sonrisa, seguía totalmente alterado.
—¡Pues claro! —contesté.
Y entonces también lo estreché a él contra mi barriga fofa.
Volví a cerrar los ojos.
Notaba a mi hija.
Y a mi marido.
Mi familia volvía a estar unida.
Y estábamos más cerca el uno del otro que nunca.
Tan cerca como nunca pude llegar a estar siendo Kim Lange. O quise.
Era maravilloso. Mi familia me envolvía. Dulce. Cálida. Amorosa. La abracé y me fundí en ella. Dios, me sentía tan bien. Tan protegida. Tan feliz.
Y en aquel instante comprendí por qué Buda me había devuelto a la vida: ¡No hace falta nirvana para llegar al nirvana!