Daniel había reservado habitación en un exquisito hotelito de lujo, un antiguo palazzo[29] situado a tan sólo diez minutos de la plaza de San Marcos. En el fastuoso vestíbulo había tres magníficos cuadros antiguos colgados, que mostraban a unos nobles ociosos del Renacimiento, y una mesita con dos sillas preciosas de más de trescientos años de antigüedad, en las que no me atreví a sentarme porque no tenía seguro de responsabilidad civil.
Nos acercamos a la recepción y no pude creer lo que oí:
—¿Qué significa que nos dan una suite para dos personas? —pregunté.
—No les quedan habitaciones individuales —dijo Daniel sonriendo, y no se tomó la molestia de disimular sus intenciones de acabar en la cama conmigo.
—¡Pues vamos a otro hotel!
—A mí me gusta éste.
—¡Pues yo me voy a otro!
—¿Y con qué dinero?
Era evidente que Daniel se estaba divirtiendo. Entorné los ojos:
—Que te quede claro que no me pondrás un dedo encima.
—Si tú consigues no ponerme los tuyos encima… —dijo sonriendo con descaro.
Estaba convencidísimo, y yo recordé que hacía tiempo que no tenía relaciones sexuales y que una noche con él siempre era ardiente, excitante, una aventura…
Casanova me arañó en los muslos; al parecer, había visto el deseo en mis ojos y quería que centrara mi atención en lo fundamental.
—Antes tengo que ir a buscar a alguien —le dije a Daniel, y lo dejé allí con el equipaje.
Luego me encontré delante del hotel, con Casanova sobre los hombros, y sin tener idea de nada: ¿cómo iba a encontrar a Alex y a Lilly entre aquella muchedumbre de turistas?
Caminé durante horas por las callejuelas y los puentes de Venecia, buscando bajo un calor agobiante. El sudor me chorreaba por la frente y yo atropellaba a los turistas: aquellos malditos puentes eran demasiado estrechos. A los atropellados no les hacía mucha gracia, y oí que me decían «foca sebosa» en todos los idiomas conocidos de las Naciones Unidas. Finalmente, me di por vencida: ¡así no tenía ninguna posibilidad de encontrar a mi familia!
Regresé jadeando al hotel, demasiado cansada para hacer nada más. Pero Casanova continuó buscando a Nina, su gran amor. Daniel me esperaba en la habitación y me preguntó amablemente:
—¿Qué? ¿Lo has conseguido?
Yo le dirigí una mirada vacía.
—Esto suena a que no.
Me metí en la ducha. Cuando por fin salí, al cabo de dos horas, me puse mi pijama gigante y sólo quería una cosa: irme a la cama. Pero Daniel ya estaba tumbado en ella.
—Yo pago la habitación y no pienso dormir en el suelo —dijo sonriendo.
—Tú quieres sexo —constaté.
—Sí que nos lo tenemos creído.
Estaba cansada, echaba de menos a mi familia y no tenía ganas de jueguecitos. Me tiré en la cama y dije:
—Quiero dormir.
Daniel empezó a darme un masaje en la nuca como respuesta.
—¡Para! —ordené.
—No hablas en serio.
Vale, tenía razón: un poco de masaje, ¿qué tenía de malo?
Sentaba bien, tan bien.
Y oía a los gondoleros fuera, en el canal, cantando Volare. En circunstancias normales, aquella cantinela enervante me habría puesto tensa, pero Daniel ya había empezado a besarme en la nuca.
Unos cuantos besos, ¿qué tenían de malo?
Daniel empezó a subirme el borde del pijama con suavidad para darme masajes en la espalda. Luché conmigo misma no hacía falta ser Nostradamus para saber en qué acabaría aquello. ¿Debía permitirlo?
Un poco de sexo, ¿qué tenía de malo?
Un montón de cosas, claro, si realmente quieres recuperar a tu familia…, pero era tan agradable…
Y entonces cedí por fin y dije:
—Bah, ¡qué caray!
Y me lancé lascivamente sobre él.
—Upfffffs —gimió Daniel.
Ignoré el gemido y empezamos a besuquearnos. Salvajemente.
Yo suspiraba feliz. También porque Daniel era el Yehudi Menuhin de las interpretaciones con lengua. Seguramente habríamos hecho algo en los treinta y dos segundos siguientes si… si…, bueno, si Casanova no hubiera entrado por el balcón y me hubiera saltado a la espalda con las uñas afiladas.
—Ahhh, ¿te has vuelto majara? —le espeté.
El signore se limitó a señalarme la puerta con la pata.
—Sea lo que sea, ya habrá tiempo —gruñí.
Casanova sacudió la cabeza.
—El gato, ¿te entiende?
Daniel no podía creerlo.
Casanova corrió hacia la puerta y la arañó. Quería que se la abriera. Entonces comprendí por fin: el signore tenía una pista.[30] Me vestí en un santiamén mientras Daniel decía, sólo medio en broma:
—Me siento utilizado.
No le hice caso, abrí la puerta y seguí al signore. Aunque no sola, ya que Daniel también se vistió.
—¡Tú te quedas aquí! —le dije.
—Ni hablar —replicó, y corrió detrás de mí.
Los tres nos adentramos en la noche veneciana. No tenía ni idea de cómo podría explicarle a Alex por qué llevaba a Daniel a remolque. Y no menos complicado: ¿cómo iba a explicarle a Daniel que buscaba precisamente a Alex, el viudo de Kim Lange, a la que él también había amado?
Seguro que no bastaría con un «tiroriro».
Casanova nos guio por una callejuela muy angosta, que pasaba junto a un canal que olía a «los ciudadanos de Venecia necesitan urgentemente mejoras en el sistema de alcantarillado» y desembocaba en una pequeña plaza, detrás de la cual empezaba el mar abierto. No se veía un alma, ningún turista se habría alejado tanto del centro a esas horas. Y en medio de la plaza, iluminada por la luna llena, las estrellas y la luz tenue de unas farolas, se alzaba la iglesia de San Vincenzo.
La iglesia donde Alex y yo nos habíamos casado.
En la iglesia habían colgado un cartel con el aviso: Vietato l’accesso! Pericolo di vita! Puesto que lo único que yo sabía decir en italiano era Uno espresso per favore, no entendí qué significaba aquello, pero relacionándolo con las cintas de señalización caídas y sabiendo que la iglesia ya estaba medio ruinosa cuando nos casamos, deduje que no era una idea demasiado brillante entrar dentro. Naturalmente, el gato Casanova sí lo hizo. Pasó zumbando por debajo de la cinta, cruzó por las losas levantadas y entró por la puerta entreabierta de la iglesia.
Suspiré, levanté la cinta y me agaché para pasar por debajo.
—¿Vas a entrar? —preguntó Daniel con escepticismo.
—No, voy a hacer gimnasia rítmica con la cinta —dije respondona.
—Ahí pone que hay peligro de muerte —señaló.
—Habría preferido no saberlo —comenté irritada, y me dirigí hacia la iglesia.
Daniel suspiró.
—Lo sabía —dijo, y me siguió.
Al entrar en la iglesia, la luz de la luna llena penetraba por las antiguas vidrieras de colores y dotaba al edificio de una agradable atmósfera de noche de verano.
La iglesia era maravillosamente sencilla; siglos atrás, allí no iba ningún dux veneciano, sino gente normal, por eso Alex y yo la encontrábamos tan romántica. Pero ahora estaba ruinosa y por todas partes había andamios que parecían abandonados desde hacía tiempo. Por lo visto, la Administración local había decidido que no valía la pena invertir en aquella iglesia y que era mejor gastar el dinero en folletos impresos en papel cuché.
Contemplé el altar y fue como una especie de viaje mental en el tiempo: me vi, siendo Kim, junto a Alex, que me ponía el anillo, y recordé el beso que me dio… Los recuerdos eran maravillosos y se confundieron con el dolor que me provocaba que Alex estuviera con Nina hasta estallar en un silencioso sollozo de tristeza.
—Chist —dijo Daniel.
—No te permito que me prohíbas llorar —le espeté.
—No es eso… Escucha.
Agucé el oído y…, efectivamente, se oía algo: un pequeño ronquido rítmico. Lo habría reconocido en cualquier parte del mundo, pues había disfrutado de él tanto siendo perro como siendo hormiga.
—¡Lilly!
—¿Quién es Lilly? —preguntó Daniel. No contesté y corrí hacia el ruido—. Poco a poco me voy acostumbrando a no recibir respuestas —comentó Daniel lacónico, y me siguió a través de los bancos de la iglesia hasta llegar al primero. Allí estaba Lilly, acurrucada y roncando suavemente. La luz de la luna llena caía directamente sobre su dulce rostro.
Me senté a su lado y le acaricié las mejillas suaves:
—Hola, pequeña, despierta.
Abrió los ojos.
—¿Mmmmaria? —murmuró.
—Sí, ¿qué haces aquí?
—Mi mamá y mi papá se casaron aquí.
Sonreí, profundamente conmovida, mientras la levantaba del banco.
—¿Quiénes son tu papá y tu mamá? —preguntó Daniel.
Y, antes de que pudiera taparle la boca con la mano, Lilly respondió:
—Alex y Kim Lange.
Se quedó tan boquiabierto que la mandíbula le cayó hasta la altura de la pantorrilla.
Me miró.
—Ee… —fue el primer sonido que consiguió articular al cabo de un rato, y el segundo tampoco fue mucho más articulado—: ¿Eee…?
En aquel instante, Casanova maulló muy contento. Y yo me lo tomé como una señal de aviso, puesto que el hecho de que maullara así sólo podía significar una cosa…
—Lilly, nos has dado un buen susto. Irte así, sin más, hasta hemos avisado a la policía…
Era Nina.
—¿Qué hace usted aquí, Maria?
Y también Alex.
Alex vio entonces que Daniel Kohn también estaba presente:
—¡¡¿Y qué hace usted aquí?!!
—Eeee —balbuceó de nuevo Daniel.
La presencia de Alex pareció provocar una fusión nuclear en los procesadores de su cerebro. Levantó la vista y me miró, igual que hizo Alex. No cabía duda de que los dos querían una explicación.
Por primera vez me habría gustado ser una hormiga.
—¿Has traído tú a esa mujer? —preguntó Nina a Alex con una mezcla de celos y ansias asesinas.
Y entonces me habría gustado disponer de ácido fórmico.
—Yo… no la he traído —contestó Alex confuso.
—¿La ha traído usted? —preguntó Nina a Daniel, que asintió débilmente.
—Pero es absurdo —despotricó Nina—. ¿Qué hace un famoso como usted con una mujer Michelin?
Y entonces me habría gustado tener un lanzacohetes.
—Yo… yo no entiendo nada —balbuceó Alex.
—Yo sí —dijo Daniel.
Todos lo miramos. Alex. Lilly. Nina. Yo. El gato Casanova.
—¿Y bien? ¡Estoy intrigadísima! —dijo Nina, que fue la primera en recuperar el habla.
—Bueno, puede parecer un disparate —empezó a explicar Daniel—, pero… Ella ama al marido de Kim… Y yo la amo a ella… Igual que amé a Kim… Y ella aparece en nuestras vidas…, aunque realmente es una mujer de la limpieza de Hamburgo…
—Y bien, ¿piensa aclararnos algo de una vez? —preguntó Nina irritada.
—Sí —replicó Daniel—, sólo puede haber una explicación para todo esto…
—¿Y cuál es? —Era evidente que el tartamudeo de Daniel estaba crispando a Nina.
—Maria… Maria… es… Kim.
Ahora fueron unas cuantas mandíbulas las que cayeron hasta la altura de la pantorrilla. La de Nina. La de Alex. La mía.
En cambio, Casanova se lamía la pata con deleite. Y Lilly me miraba esperanzada.
—Renacida… o reencarnada… o algo por el estilo —continuó balbuceando Daniel—. ¿Qué… qué otra explicación puede haber para toda esta locura?
—Vamos, Alex, no tenemos por qué escuchar estas tonterías —dijo Nina.
Cogió a Alex por la manga e intentó llevárselo de allí. Pero Alex se quedó quieto.
—¡Alex! —insistió Nina, pero él sólo me miraba a mí.
—¿Es verdad? —me preguntó.
—Tú… ¿no irás a creértelo? —inquirió Nina.
—Lo explicaría todo… —dijo Alex.
—¿Os han administrado psicofármacos? —preguntó Nina: estaba cabreada y era de esperar que en cualquier momento le saldría espuma blanca por la boca.
—¿Y bien? —me preguntó Alex—. ¿Tiene razón?
¿Qué podía decir? Miré a Lilly, que me observaba con los ojos radiantes:
—¿Eres mi mamá?
—«El gorrión, que es un pillo, le regala a la novia el anillo» —canturreé débilmente.
—Siempre le pasa lo mismo —constató Daniel.
—¡Porque está peor de la azotea que esta iglesia! —concluyó Nina.
Miré a Alex desesperada, me señalé la boca y le di a entender que no podía hablar.
—¿No puedes hablar de ello? Si no puedes hablar, asiente con la cabeza —dijo Alex—. ¿Eres Kim?
Asentir. Una idea genial. No tenía que decir nada. Ni escribir. Sólo asentir. Eso no podía impedírmelo Buda, ¿no?
Así pues, intenté asentir, ¡pero mi cabeza empezó a dar vueltas en círculo! Y cuanto más desesperadamente luchaba por evitarlo, más deprisa giraba.
—¿Intenta batir un récord? —preguntó Nina secamente mientras los dos hombres y Lilly se mostraban al menos tan decepcionados como yo por mi reacción.
(Si algún día vuelvo a encontrarme con Buda, por decirlo con palabras de mi madre, le daré una patada en el culo).
—¡Vámonos! —decidió Nina.
Pero Alex no le hizo caso y continuó mirándome lleno de esperanza.
—¡Vámonos! —insistió Nina.
Me pareció ver realmente las primeras burbujas de espuma blanca saliéndole por la boca.
Alex la miró confuso. Pero antes de que pudiera balbucir algo, Lilly gritó:
—¡No!
—¡Ahora no empieces tú a fastidiar! —espumeó Nina—. Nos hemos pasado medio día buscándote y tenemos los pies destrozados de tanto caminar…
—¡Tú no eres quién para decirme nada! —le espetó Lilly, y salió corriendo hacia el altar, después de cruzar otra cinta de señalización.
—Lilly, ¡ven aquí ahora mismo! —gritó Nina.
—¡Me quedo aquí! —exclamó la pequeña, y empezó a trepar por uno de los inestables andamios.
—¡Lilly! —gritamos Alex y yo al unísono.
Nos miramos un instante, nos hicimos una breve seña con la cabeza porque, como padres, nos sentíamos unidos en nuestra preocupación, y salimos corriendo tras la pequeña.
—¡Baja de ahí! —le gritó Alex a Lilly.
Pero la niña siguió trepando. No le importaba que el andamio temblara alarmantemente.
—No bajaré hasta que no sepa si eres mi mami.
¿Cómo podía demostrárselo?
No podía. Y la decepcionaría. Mucho. Lilly se puso a llorar. Ya estaba sentada en lo alto del andamio.
—Voy a buscarla —dijo Alex con determinación.
—No creo que el andamio pueda resistir tu peso —dije preocupada.
—El tuyo, seguro que no —gritó Nina insolente.
Me di la vuelta para mirarla. Un lanzacohetes ya no me habría bastado.
—Tú eres la única que pesa poco y puede subir —repliqué.
Nina titubeó, miró a la sollozante Lilly.
—Maria tiene razón —dijo Alex.
—¡No estoy cansada de vivir!
—¡Se trata de Lilly! —Alex no podía comprender que Nina dudara.
—¡Baja de ahí! —gritó Nina con fuerza.
—¡No le grites! —masculló Alex antes de que pudiera mascullar yo.
—¡No me grites! —replicó Nina herida.
—Quiero a mi mamá —dijo Lilly llorando. Me dolió en el corazón.
—¡Ayúdala! —pidió Alex a Nina.
Ella miró hacia arriba. La ascensión le pareció claramente demasiado arriesgada.
—Iré a buscar a la policía o a los bomberos o… —contestó, y se apresuró hacia una de las salidas laterales.
Casanova salió corriendo tras ella, maulló y dio un salto para interponerse en su camino. Como un salvaje. Quería retenerla. ¿Por Lilly?
—¡Lárgate, bicho! —maldijo Nina.
Pero Casanova no se retiró.
—¡Lárgate!
Le dio una patada asesina en la que puso toda su rabia por Alex, por mí y por la situación.[31] Casanova voló unos metros por el aire y se estrelló contra uno de los bancos de la iglesia.
Yo miré furiosa a Nina. Entonces vi que, encima de la salida lateral por la que quería marcharse, también había un andamio, y parecía aún más inestable que el de Lilly. Y entonces también supe por qué el signore había ido tras ella: había visto algo que Nina, con toda su rabia, no había notado: ¡era sumamente peligroso pasar por aquella salida! Si abría la puerta, ésta golpearía uno de los puntales y el andamio le caería encima. Nina quedaría sepultada. ¡Casanova quería salvarle la vida!
En ese momento, yo tendría que haberla avisado. Pero, en vez de hacerlo, me pasaron por la cabeza un montón de pensamientos. Una parte de mí decía: «Si Nina muere, Alex quedará definitivamente libre». Y otra parte decía: «Entonces podremos vivir nuestra vida como queramos». Pero la tercera parte, escéptica, señaló: «¡Hola, se va a moriiiiiiiir!».
«Bueno», replicó la primera parte con toda tranquilidad. Y la segunda parte remató: «Ya se reencarnará». Y la tercera parte dijo, muy sorprendida: «¡Pues tenéis razón!».
Y Nina no estaría mucho tiempo muerta. Se reencarnaría. A lo mejor en un bonito conejo o en un fantástico caballo: a ella le gustaban los caballos. Y tampoco había hecho tantas cosas malas en su vida como para ir a parar muy abajo en la escalera de la reencarnación. ¿O sí? Que una vez abortara no bastaría para ir a un hormiguero. ¿O sí? Después de todo, Buda no era como el Papa. ¿O sí?
¡¿¡¿O sí?!?!
No le deseaba a nadie el tormento que me había tocado sufrir a mí, de reencarnarse en hormiga y en animal de laboratorio. ¡Y menos aún a Nina! Y, por culpa de todos aquellos estúpidos «o sí», yo no podía estar segura de que, si no la avisaba, la pobre no tuviera que arrastrar ositos de goma dentro de poco.
—¡Nina! —grité.
—¡Cierra el pico, foca! —gritó.
Ya estaba a tan sólo unos metros de la puerta.
Puse mi cuerpo en movimiento y corrí. Alex y Daniel me miraban perplejos mientras yo seguía oyendo los sollozos de Lilly al fondo.
—¡No abras la puerta! —exclamé jadeando.
Nina me ignoró y puso la mano en el picaporte. Corrí más deprisa. Presionó hacia abajo el tirador.
—¡No! —grité, ya casi la había alcanzado.
Sin embargo, justo en aquel momento, la puerta se abrió y chocó contra el puntal del andamio. Se oyó un estrépito, los tablones le caerían encima enseguida. Vi la mirada aterrorizada de Nina. Y lo tuve claro: si no la salvaba, en unos instantes se reencarnaría en un animal, quizás incluso en hormiga.
Eso hice exactamente, sin pensar en las consecuencias. Tiré a Nina al suelo y la protegí con mi cuerpo macizo. Las tablas del andamio se estamparon en mi cabeza, en mi espalda, en mis piernas.
Cuando la polvareda cesó, noté que Nina respiraba debajo de mi pesado cuerpo.
Le había salvado la vida. Gracias a mis grasas.
Sonreí satisfecha.
Y en aquel momento me falló el corazón.