CAPÍTULO 55

—¿Venecia? —dijo Daniel Kohn mirándome con cara de incredulidad porque me había plantado en la puerta de su mansión con Casanova ronroneando sobre mis hombros—. ¿Me mandas a freír espárragos y ahora quieres que te dé dinero para ir a Venecia?

—Eso está…, ejem…, bastante bien resumido —repliqué con una sonrisa lo más afable posible.

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

—Porque me va la vida.

—Y seguro que no me equivoco si pienso que no vas a decirme por qué te va la vida en ello.

—No te equivocas.

A Daniel no le gustó la respuesta, pero no pensaba explicarle que iba detrás de un hombre que se había ido de improviso de vacaciones a Venecia para reconciliarse con Nina, y se había llevado a Lilly. Al principio me desconcertó un poco que los dos hubieran escogido precisamente aquella ciudad, hasta que comprendí que yo no fui la única que se enamoró en ella de Alex, sino que Nina también lo hizo.

—Por favor —dije, implorando un poco.

—No te daré el dinero —replicó Daniel.

Tragué saliva.

—Bueno, perdona…

Y me di la vuelta para irme.

—Pero será un placer acompañarte a Venecia.

Volví a darme la vuelta deprisa. Daniel sonreía con malicia. Quería saber qué pasaba, y acompañarme a Venecia era la única posibilidad de poder descubrir algo.

Tuve que sopesarlo: ¿aceptaba la oferta de Daniel y una situación ya complicada se complicaría aún más, o bien dejaba que Alex y Nina hicieran sus vacaciones de reconciliación, lo cual podría provocar que siguieran juntos y que desterraran para siempre de sus vidas a la gorda de Maria?

Casanova me arañó en el hombro de manera incuestionable. Para él, la cosa estaba clara. Y para mí también:

—¡Vamos!

El Porsche de Daniel corría a doscientos por hora a través de la noche hacia Italia. Al principio, Casanova se sintió intimidado por la velocidad, luego impresionado y, al final, se durmió entre mis pies. Al atravesar los Alpes pensé en cuándo volvería a preguntarme Daniel de qué iba todo aquello. Pero no preguntó. Se puso a hablar por teléfono para cancelar sus citas con un par de chicas porque en los próximos días tenía que asistir a una «conferencia imprevista», y ellas se quedaron muy desilusionadas. A la tercera llamada, constaté algo irritada:

—Pues no has tardado mucho en consolarte.

—¿Te molesta?

—No —dije, bastante fastidiada.

—Te molesta.

—No me molesta —desmentí. Y me enfadé porque él tenía razón; hería mi orgullo.

—Quien algo niega, algo esconde —dijo con una sonrisa de ligón.

—No tengo nada que esconder.

—Has vuelto a negar.

—No niego nada.

—Otra negación.

—Me vuelves loca.

—Ya lo sé —dijo Daniel con una sonrisa aún más amplia, y aceleró.

Descendíamos por las montañas trazando serpentinas. A doscientos por hora. Se me cortó la respiración. Se me aceleró el pulso. Mi corazón gritó: «¡Necesito una pastilla, ya!». Abrí la caja, me tragué con avidez una cápsula roja y comprobé espantada que sólo me quedaba una píldora.

—¿Quieres que vaya más despacio? —preguntó Daniel, compasivo.

—No —contesté después de pensarlo un momento—. Quiero llegar a Venecia lo antes posible.

Y Daniel pisó a fondo el acelerador.

Los últimos kilómetros hacia la ciudad de las góndolas no los recorrimos en coche, claro, sino en un taxi acuático. Deslizarse a toda velocidad por el mar hacia aquella maravillosa ciudad, con un hombre tan atractivo como Daniel Kohn al lado, notar la espuma de las olas en la piel y olfatear el aire de «¡Hands up, baby, hands up… On a holiday, on a holiday!» fue increíble para mí, pero Casanova tenía verdaderas lágrimas de emoción en los ojos.[28]