Nina y Alex se sorprendieron de los planes de mi madre para irse de vacaciones, pero Martha no se dejó disuadir. Yo la había convencido en una larga conversación de que unas vacaciones le sentarían bien, y también se las deseaba de todo corazón. Lo había pasado muy mal en la vida y se había ganado de sobra una recompensa por su nuevo estilo de vida.
Evidentemente, Nina y Alex se mostraron reticentes a contratar de niñera a una mujer que no tenía referencias, y al principio se negaron a darme el empleo. Pusieron un anuncio en el periódico. Se presentaron, entre otros: una mujer de nacionalidad indefinida que no hablaba alemán, un estudiante de matemáticas que estaba en su decimocuarto curso y una mujer que presumía de su antigua profesión de «bailarina de revista».
La gorda de Maria se convirtió de repente en una alternativa bastante buena.
Durante las cuatro semanas siguientes sería la niñera de Lilly. Así pues, disponía de cuatro semanas para destruir el matrimonio de Alex y Nina.
Según mis cálculos, tendría la oportunidad de reconquistar a mi familia. Hacía tiempo que había redescubierto mis sentimientos por Alex y ya no me parecía tan improbable que Alex pudiese enamorarse de mí si Nina desaparecía del mapa. Si había funcionado con un hombre como Daniel Kohn…
Está claro que destruir un matrimonio no es algo con lo que se acumule buen karma. Lo tenía muy claro: si tenía éxito, después de morir seguramente iría a parar de nuevo a una jaula de conejillos de Indias. O al zoo de Berlín como rinoceronte hembra, con seis rinocerontes macho, todos castrados. Pero me daba igual. Ahora no me interesaba mi vida futura. Ahora se trataba de mi vida actual. ¡Y de la de Lilly!
La destrucción de un matrimonio se lleva a cabo en cuatro fases.
Fase uno: Observar al enemigo.
Primero me integré, como corresponde a una niñera, en la vida cotidiana de la casa que antes había sido mía. Y observé cómo estaba el patio en lo tocante a la calidad de la relación entre Alex y Nina. ¿Hasta qué punto su amor era real?
Vi que Alex y Nina se besaban antes de que ella se fuera a trabajar. Vi que bromeaban. Y que él la seguía deseoso con la mirada.
Y todo aquello era muy alentador.
¿Por qué? Bueno, cuando nosotros éramos unos recién casados, los besos de despedida nunca duraban menos de un cuarto de hora y no pocas veces acababan con sexo. Cuando bromeábamos, nos cogían ataques de risa nerviosa que duraban minutos y que no pocas veces acababan también con sexo. Y, cuando yo me iba de casa, él no me seguía deseoso con la mirada, sino que me retenía y…, exacto, hacía el amor conmigo.
Con Nina nunca había sexo después de un beso de despedida. Si reían, era sólo durante un tiempo razonable y siempre sin sexo a continuación. Y la mirada deseosa de Alex terminaba con el cierre de la puerta de casa, sin nada de sexo.
Aquel amor no era tan fuerte como el nuestro de antes. Podía destruirlo. Si hasta había logrado cargarme el nuestro.
Y, mientras observaba al enemigo jugaba con Lilly.
—¿Sabes jugar al fútbol? —Fue una de las primeras cosas que me preguntó.
—No, pero puedo jugar en la portería. Es muy difícil colarle un gol a alguien de mi tamaño.
A Lilly se le escapó una sonrisa.
Y empezamos a jugar al fútbol.
Lilly chutaba a más no poder y yo paraba a más no poder. Era divertidísimo. Siendo Kim Lange, nunca me había divertido tanto con la pequeña, porque siempre iba con prisas de cita en cita. Por primera vez, siendo Maria podía jugar despreocupadamente con mi propia hija, sin estar pensando constantemente en el trabajo. (¿A quién invito al próximo programa? ¿Qué tema elijo? ¿A quién echaré la culpa si la audiencia es mala?).
Estaba empapada en sudor, pero no me importaba lo más mínimo. Ni siquiera mi corazón. Jugar al fútbol con una Lilly sonriente conseguía que dentro de mí se segregaran hormonas de la felicidad que, por lo visto, hacían más efecto que las pastillas. Y Lilly también se lo pasaba en grande.
—Tú eres más simpática que la tonta de Nina —dijo Lilly luego, mientras organizábamos una competición de comer crepes con Nutella.
—¿No te gusta Nina? —pregunté sorprendida. Por lo visto, Nina no le hacía tanto bien a la pequeña como yo pensaba.
—Nina es aburrida —refunfuñó Lilly, y hablaba con el corazón, aunque yo habría utilizado otro adjetivo y no «aburrida»—. Es caca de vaca.
Ah, con qué acierto manejaba mi hija las palabras. Sonreí tan ampliamente que, a mi lado, una sonrisa de caballo parecería la de un suicida en potencia.
—No tiene gracia —dijo Lilly, triste—. Nina no me quiere.
La sonrisa se me cayó de la cara y, avergonzada, tuve que admitirlo: no se trataba de si Nina era «caca de vaca» o no. Se trataba de mi hija.
Cogí a la pequeña en brazos, la estreché contra mi cuerpo sudado de luchadora de sumo y decidí abordar la segunda fase.
Fase dos: Provocar celos.
Para provocar celos entre amantes, primero hay que preparar el terreno verbalmente:
—Lilly me ha dicho que su madre murió —le dije a Nina como quien no quiere la cosa mientras la ayudaba a tender la ropa en el jardín.
—Sí.
—Tuvo que ser duro. También para su marido.
—Pasó mucho tiempo hasta que me abrió su corazón.
—Hmmmm —dije, preñando la expresión de significado para que notara claramente que iba con segundas intenciones.
—¿Qué quiere decir con ese «hmmmm»? —preguntó Nina, que había picado el anzuelo.
—Nada, nada —dije.
—Dígamelo.
Como todo el mundo, Nina no podía soportar que alguien se guardara algo que le concernía a ella.
—Sí, bueno… ¿Nunca tiene la sensación de ser un simple consuelo? —pregunté, esta vez muy directa.
—No. ¡No la tengo! —respondió Nina con acritud.
—Mi hermana se casó con un viudo —mentí—. Lo mimó, le ayudó a recuperarse anímicamente, y luego él se fue con otra y…
—Su hermana no me interesa —contestó Nina con un tono de voz que significaba: ¡Una palabra más y la estrangulo con la cuerda del tendedero!
Me callé y pasamos los diez minutos siguientes colgando la ropa en silencio. Entonces llegó el momento adecuado para sacar de la chaqueta mojada de Alex una caja de condones que yo había puesto a escondidas antes de lavarla.
—Oh, también se habrán lavado —dije inocente.
—Alex… no usa condones —balbuceó Nina.
—¿No es su chaqueta? —pregunté, más inocente aún.
Nina estaba confusa.
—Seguro que todo se aclara —dije servicial.
Sabía que una sola caja de condones no la llevaría a pensar que Alex le era infiel. Hacía falta un buen montón de indicios. Y, claro, no podía dejar que los relacionara todos conmigo o despertaría sospechas. Así pues, necesitaba un cómplice. Por ejemplo, un gato.
—¡Hola, Casanova! —exclamé cuando, después de mucho buscarlo, por fin encontré al gato en lo alto de un árbol: estaba en una rama y parecía muy deprimido—. ¡Soy yo, Kim![24]
Casanova despertó de su letargo. Y maulló contento.[25]
—Las personas no podemos entender lo que las personas que se han reencarnado en animales dicen o ladran o maúllan. Pero tú… Tú puedes entenderme —le dije—. Tengo un plan. Así es que escúchame atentamente…
No fue difícil motivar a Casanova: seguía enamorado de Nina. Y, por lo visto, mi «Plan Destruye Matrimonios» le dio ánimos para seguir viviendo. Trepó, tal como yo le había indicado, a la valla que rodeaba nuestra finca. Cuando Alex llegó a casa del trabajo, el signore le saltó encima de los hombros. Alex gritó, espantado. Pero Casanova no reculó y le mordió en el cuello. Chupó y chupó. Y cuando por fin aflojó, Alex tenía un fantástico chupetón.[26]
Cuando Nina, que estaba en la cocina, vio el chupetón, quedó afectada.
—¿Y eso? —preguntó, sin sospechar que yo escuchaba la conversación desde el pasillo.
—Ha sido ese gato salvaje que te destrozó el vestido. Me ha saltado encima.
—Ajá.
—¿No me crees?
Nina probablemente quería creerle, pero parecía insegura: seguro que por lo de los condones, aunque no lo mencionó.
Alex miró a Nina y sonrió.
—Te quiero a ti. Sólo a ti.
Eso me sentó como una puñalada. Hay frases que no te gustan cuando se las dicen a otros.
Al cabo de un momento, Nina asintió pensativa. Entonces Alex volvió a sonreír, salió de la cocina, pasó por delante de mí en el pasillo sin saludarme y se fue a la ducha para lavarse el aceite de bici y el olor a gato.
Yo entré a hurtadillas en la cocina y pillé a Nina en un momento de debilidad.
—Ama a otra —dijo, esforzándose por contener las lágrimas.
Aquello me conmocionó: ¿Alex amaba a otra? ¿No hacía falta que me inventara un lío? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Ya tenía una competidora? ¿Una clienta de la tienda? ¿Una ciclista, quizás? ¿Que a lo mejor también se dopaba en la cama?
—¿A quién? —pregunté, desconcertada y agitada.
Nina puso cara de espanto porque se le habían escapado aquellas palabras, y no supo cómo reaccionar.
—Ya sé que no me incumbe, pero si necesita un hombro donde llorar… —me ofrecí hipócritamente.
Lo consideró un momento. Luego contestó:
—Ama a su esposa muerta.
—Gracias a Dios —dije suspirando.
Nina me miró desconcertada.
—Ejem, quiero decir que… lo siento, claro.
—Siempre la amó más que a mí, y sigue haciéndolo —explicó Nina.
Me costó horrores reprimir una sonrisa.
—¡Y eso que era una estúpida egoísta!
Me costó horrores reprimir las ganas de abofetearla.
—No sabía apreciar la vida maravillosa que tenía.
Me costó horrores reprimir las ganas de confirmárselo con tristeza.
—Y ahora yo tengo que vivir a su sombra —dijo Nina sollozando.
Me costó horrores reprimir las ganas de darle un abrazo para consolarla.
Fase tres: Tomarse un descanso.
Por de pronto, a la semana siguiente suspendí las «Acciones Destruye Matrimonios». Sólo saboteé las relaciones sexuales, manipulando el termómetro electrónico anticonceptivo de Nina de manera que la luz roja se encendiera durante más días de lo habitual.
Experimenté una sensación que jamás en la vida había considerado posible: sentí compasión de Nina. Ahora, que por primera vez desde hacía años podía estar tan cerca de mi familia, veía lo dura que era su vida estando casada con un viudo. Nina se esforzaba por contentar a todo el mundo. Y Alex se esforzaba por no mostrarle nunca que me echaba de menos. Pero ella sabía que lo hacía. Igual que Lilly. Y cuando no la miraban, yo podía observar que la pena se reflejaba en los ojos de Nina.
En esa época, el gato Casanova venía a verme una y otra vez, maullando a más no poder. Estaba furioso porque yo no organizaba nada más.
A la única persona a la que realmente le iba bien era… a mi madre. Me envió la siguiente postal desde la República Dominicana:
Querida Maria:
Esto es fantástico. ¡He conocido a un hombre muy simpático! ¡Julio! Le saco un palmo. Para ser sincera, al principio pensé: «Hombre pequeño, pito pequeño». Pero es increíble: tiene una cosa con la que se puede derrumbar todo Tokio. Y sabe usarla. Nunca me sentí tan embriagada sin estar borracha. ¡Nos hemos enamorado! Alargaré las vacaciones un poco más.
Gracias de todo corazón.
Tuya,
Martha
Después de enseñarle la postal, Alex me llevó aparte a la cocina y dijo:
—Parece que la necesitaremos unos días más.
Iba a contestarle, pero no pronuncié palabra. Alex estaba tan cerca de mí que volví a notar lo bien que olía. Incluso para mi olfato humano era maravilloso.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
Sí, ¡me lanzaría sobre ti, aunque luego no pudieras respirar!
—No, no —dije.
Y entonces, después de las semanas que llevaba en su casa, me miró por primera vez a los ojos.
—Nos conocemos —afirmó asombrado.
No preguntó «¿Nos conocemos de alguna parte?», como hizo Daniel Kohn cuando vio mi alma. O como mi madre. No, Alex lo afirmó claramente: «Nos conocemos».
Estaba seguro. ¡Parecía notar mi alma con más intensidad que nadie!
Evidentemente, no podía comprender qué era exactamente lo que notaba. Pero todos los sentimientos que tuvo por mí se reavivaron, eso pude reconocerlo.
Mis sentimientos también se reavivaron ardientemente, con la diferencia de que yo sabía exactamente por qué.
Alex empezó a temblar.
Yo había empezado a hacerlo antes.
Saltaron chispas entre nosotros.
En una situación como aquélla podía pasar cualquier cosa.
Entonces Nina gritó arriba:
—¡Mierda, otra vez rojo!
Y el hechizo se rompió.
Fase cuatro: Cambiar el plan radicalmente.
Endilgar chupetones y condones, manipular termómetros electrónicos: todo eso no eran más que jueguecitos tontos. ¡Lo había reconocido gracias a la reacción de Alex! Tenía que poner toda la carne en el asador. O, mejor dicho, conseguir que Alex pusiera toda la carne en el asador. La mía. Sin indirectas. Sin trucos.
Así pues, tenía que crear de nuevo una situación en la que pudiera pasar cualquier cosa. Pero ¿cómo?
Mientras jugaba con Lilly, no paraba de cavilar sobre la cuestión. Tan intensamente que no me di cuenta de que Lilly había chutado a puerta. Y el balón me dio de lleno en la cara.
—¡Ay! —grité.
—Te sale sangre por la nariz, Maria —dijo Lilly afectada.
—Tí, tí —gangueé, mientras el dolor se hacía insoportable: ¿Me había roto la nariz?
—¿Quiere que la ayude a detener la hemorragia? —preguntó Alex, que acababa de entrar por la puerta del jardín.
—Tí, graciaj —murmuré; la nariz me dolía una barbaridad.
—Lo siento mucho —dijo Lilly, con cara de culpable.
—No ej nada —gangueé—. En terio.
Hice un esfuerzo por sonreír. Eso me causó aún más dolor. Pero seguí sonriendo. No quería que Lilly tuviera sentimientos de culpa. Le acaricié la cabeza. Pareció tranquilizarse y yo entré en casa con Alex, mientras ella seguía en el jardín chutando el balón contra el cobertizo.
—Es usted muy cariñosa con Lilly —dijo Alex agradecido.
—Lilly ej una niña muy ejpecial —respondí.
Una vez en la cocina, Alex me ofreció una silla y yo decidí aprovechar la situación a pesar del dolor.
—Ujted ejtuvo cajado con Kim Lange, ¿no? —pregunté.
—Sí —asintió, y sacó una bolsa de congelados del congelador.
—Tiene que jer ejtraño ejtar cajado con alguien tan famojo.
—«Duro» sería más acertado.
Me puso la bolsa de congelados encima de la nariz. El dolor martilleante se alivió un poco.
—Jeguro que no tenía musho tiempo para la familia.
—Tiene que mantener la nariz en alto —dijo Alex: estaba claro que no quería entrar en el tema.
—Estoy jegura de que Kim Lange ahora viviría de otra manera —quería que lo supiera.
—¿Y qué la hace estar tan «segura»? —preguntó Alex.
—En la vida de dejpuéj de la muerte te daj cuenta de lo que ej importante en la vida de antej de la muerte.
—Vaya, es usted muy espiritual —dijo con sorna.
No respondí. Yo no era espiritual, yo tenía datos empíricos concretos.
—Para Nina no hay nada más importante que la familia —dijo Alex, reprimiendo el enfado—. Estoy muy bien con ella. No tengo que pensar en lo que mi mujer pensaría en la vida después de la muerte, que, dicho sea de paso, en mi opinión no existe.
Zas, toma puyazo. Alex no quería seguir hablando del tema.
Yo sí.
—¿La’ja de menoj?
—¿La’ja de menoj? —preguntó Alex.
No me había entendido. ¡Maldita nariz!
—¿La’ja de menoj?
—¿La’ja?
—¡La’ja!
—¿La’ja?
—¡LA ESHA! MALDITO GANGUEO —dije en voz bien alta.
Alex se sobresaltó.
—Dijculpe —dije en voz baja.
—¿Si la echo de menos? —preguntó confuso.
Asentí. Él también asintió después de titubear un poco:
—Todos los días deseo que aún estuviera aquí…
Por primera vez vi que se sentía profundamente triste. Y yo no podía lanzarle «¡Estoy aquí! ¡Estoy viva!».
Pero… podía besarle. Me acerqué a él. Con mis labios grandes y gruesos. Él estaba visiblemente confundido, turbado. Y me miró de nuevo a los ojos. Mis labios tocaron los suyos. Y los suyos respondieron a mi beso. Al parecer, su cerebro se había desconectado. Sólo lo guiaba el corazón.
Fue el beso más intenso de toda mi vida: sentí un hormigueo en la espalda, me dio un vuelco el corazón, todo mi cuerpo se electrizó… ¡Fue maravilloso!
Lástima que Nina entrara en la cocina.
Fase cinco (Sí, ya sé, yo también pensaba que sólo habría cuatro fases): ¡A pringar!
Nina no podía dar crédito a sus ojos: Alex la engañaba. Con una mujer que pesaba tres veces más que ella.
—Alex —balbuceó perpleja.
Alex se separó de mis labios regordetes («regordete» era una manera agradable de describirlos).
—¿Qué haces…?
Estaba claro que el cerebro de Nina no era capaz de procesar aquello.
Y el cerebro de Alex tampoco.
—No… No lo sé.
—¿El chupetón te lo hizo ella?
—No, el gato…, ya te lo dije…
—¿Y los condones también te los dio el gato, no? —dijo Nina profundamente herida, y sacó de un cajón la caja de condones lavada—. Los encontré en tu chaqueta.
—No… No los había visto nunca —balbuceó Alex.
Nina le dedicó una mirada despectiva y se fue. No lloró, pero se notaba que estaba a punto de hacerlo.
—Nina —gritó Alex.
—Déjala —le pedí.
Yo quería que se quedara conmigo. ¡Tanto!
Pero él me miró de muy mala uva, como si yo lo hubiera embrujado, y dijo:
—Usted lo ha tramado todo. Con lo del gato y los condones…
Me resultaba difícil desmentirlo.
—¿Qué juego enfermizo se trae entre manos?
Y tampoco podía decirle la verdad. ¡Maldito Buda!
—¡Está despedida! —ladró Alex, aún furioso, y salió corriendo detrás de Nina.
Las cosas no habían ido ni mucho menos como yo esperaba.
Pasé la noche dando vueltas, sin poder dormir. Gracias al beso, por fin había reconocido que yo sólo quería a Alex. Con Daniel Kohn, la cosa era ardiente, excitante, era una aventura.
Pero con Alex… Aquello era verdadero amor.
¡Por fin había puesto en orden mis sentimientos!
Lástima que Alex me hubiera enviado al carajo y me hubiera despedido. No tenía trabajo ni dinero, y no podía volver a ver a Lilly.
Al día siguiente volví a la casa. No tenía ningún plan, pero sí la esperanza de que Alex a lo mejor se habría calmado. Pero no estaba. Tampoco Lilly. Y menos aún Nina. Las puertas estaban cerradas. Las ventanas también. ¿Qué pasaba allí?
—Casanova —llamé, y me saltó encima desde un árbol—. ¿Adónde han ido? —le pregunté nerviosa.
Al menos, ya no tenía la nariz tan hinchada y podía hablar de nuevo con claridad.
—Miau, miauuuuu, miaaaau —contestó el signore.
No sirvió de mucho.
—Miau, miaaaau, miauuu —continuó maullando, mientras saltaba frenético a mi alrededor.
Aquella comunicación interespecies era como para volverse loca.
El signore cavilaba, caminando arriba y abajo, y pareció que se le ocurría una idea. Empezó a cavar.
—¿Quieres desenterrar algo?
Me dirigió una mirada severa y continuó cavando.[27] La última vez que lo había visto cavar, él todavía era una hormiga y quería…
—¿Quieres huir? —pregunté desconcertada.
Él movió con nerviosismo sus ojos de gato.
—Vale, vale, es una tontería. Pero una vez cavaste para escapar de los calabozos del hormiguero y, cuando aún eras un hombre, de la cárcel de los Plomos…
—¡Miau!
Levantó la cola y me miró con determinación.
—¿Cárcel de los Plomos? ¿Qué pasa con la cárcel de los Plomos?
Me miró impaciente. Y entonces, por fin, caí en la cuenta. ¡Ya sabía dónde estaba mi familia!