Al cabo de unos segundos, estábamos desnudos y revolcándonos. Antes siempre me había avergonzado un poco de mi celulitis, tenía la sensación de que mi cuerpo no era perfecto ni lo bastante atractivo. Ahora me encontraba en un cuerpo que realmente ninguna revista femenina consideraría perfecto, y me importaba un bledo. Después de pasar dos años en cuerpos de animales, estaba contenta de volver a ser una persona. Una persona que practicaba el sexo. Con Daniel Kohn.
Y tampoco a él parecía importarle mi sobrepeso. En el sexo conmigo se comportaba según el lema: lánzate y disfruta. Por un lado, porque percibía mi alma; por otro —como descubrí más tarde—, conmigo se dio cuenta de que las modelos de Rubens le resultaban más sensuales que las rubitas delgadas con las que solía acostarse. («¡Te clavan los huesos y te haces daño!»).
Si las revistas femeninas llegaran a descubrir que los hombres como Kohn no encuentran atractivas a las mujeres delgadas, los pilares de las redacciones se verían sacudidos.
En cualquier caso, el sexo fue como la otra vez, la noche de mi primera muerte, maravilloso. Y él estuvo fantástico.
¡Pero no fue supercalifragilisticoexpialidoso!
No es que Daniel no se empleara a fondo. Para ser exactos, casi había llegado a la categoría de olímpico. Es que yo aún pensaba en Alex. Y en lo que sentía por él.
No tenía mala conciencia hacia mi antiguo marido. La noche era demasiado hermosa para la mala conciencia. Y, además, Alex había hecho el amor con Nina muchas más veces que yo con Daniel.
Pero pensaba en él constantemente. Aunque sólo fuera porque Daniel no olía tan bien como Alex. Al principio lo achaqué a que ya no tenía olfato de perro y quizás por eso Daniel no podía oler tan bien, pero luego supe que me engañaba: Alex tenía simplemente un olor más sensual que Daniel.
Mientras Daniel y yo bebíamos champán en un respiro (esta vez, de una cosecha más reciente), me miró y dijo:
—Ha sido genial.
—Sí… —repliqué.
—Lo has dicho como si hubiera un «pero».
Negué con la cabeza. No quería hablarle de Alex.
—No me gustan los peros —dijo Daniel, que notaba que algo fallaba.
Estuvimos callados un rato.
—Lástima, pensaba que podría haber algo entre nosotros —dijo Daniel, rompiendo el silencio.
—¿Cuándo lo has pensado? —pregunté, llena de curiosidad: que pensara algo así de mí… Inconcebible. Tan inconcebible como que acabáramos de hacer el amor.
—Bueno, en algún momento entre el beso y tu tercer orgasmo —replicó con todo su encanto.
—¿En serio quieres estar con una mujer de la limpieza?
—Ahora eres mi ayudante.
Daniel hablaba realmente en serio. Eso me desconcertó mucho.
Pero ¿por qué no podía intentarlo con Daniel? Era mejor que estar sola y él sentía algo por mí, por muy absurdo que sonara.
Me sentía bastante confusa.
Daniel volvió a besarme. Y otra vez. Y una vez más. Me cubrió el cuello de besos. Y volvimos a acostarnos. Y entonces pensé un poco menos en el olor de Alex.