CAPÍTULO 48

A la mañana siguiente llamaron a la puerta. Me quedé en la cama. Era un lugar fantástico.

—Soy yo, Daniel Kohn.

Permanecí tumbada, estupefacta.

—Quiero enseñarle una cosa.

—¡Un momento! —exclamé.

Me vestí, me tomé una pastilla para el corazón y me pregunté qué querría enseñarme Daniel Kohn.

Abrí la puerta y me tendió un papel.

—Ejem, ¿qué es?

—¡Es un borrador para la nueva serie de reportajes! He pasado media noche trabajando en él.

Los ojos le brillaban como a un niño pequeño. Nunca había pensado que su cara, por lo general tan encantadoramente impasible, pudiera resplandecer tanto.

—¿Quiere leerlo? —preguntó.

—¿Tengo elección? —dije sonriendo.

—Pues claro que no.

Cogí el borrador y lo leí. Contenía muchas cosas que se nos habían ocurrido el día antes. Incluidas la Atlántida y la Antártida. Se trataba de una serie de programas que a mí también me habría gustado hacer.

—¡Es genial!

—Y mucho mejor que la porquería que estoy haciendo ahora.

—Sin duda —dije con una sonrisa burlona.

—Y, si funciona, usted será mi ayudante.

Sonreí y, evidentemente, no le creí una palabra. Daniel me convenció de que fuera con él a Berlín, a los estudios de televisión. Una hora en coche, tan juntos y apretujados, me llevó a crear fantasías sexuales. Todavía eran muy imprecisas, puesto que en ellas mi cuerpo de Kim Lange alternaba continuamente con el de Maria.

Visiblemente emocionado, Daniel me pidió que esperara fuera, entró corriendo en los estudios y salió sonriendo al cabo de un rato.

—Esa sonrisa me dice que ha tenido éxito —dije.

—Me he librado del programa de debate y he conseguido la serie de reportajes.

—Felicidades.

—Y a usted le dan el puesto de ayudante.

Hablaba en serio.

—Vamos a brindar por nuestros nuevos trabajos —propuso, de muy buen humor.

Nos dirigimos a toda velocidad a su mansión, subimos al bar (¿ya he mencionado que estaba en su dormitorio?) y sacó una botella de champán que tenía más años que los dos juntos.

—La guardaba para una ocasión especial.

Descorchó el champán y lo sirvió. Y yo confié en que el alcohol fuera compatible con mis pastillas.

—Por usted —dijo, sinceramente agradecido de que le hubiera abierto un nuevo camino en la vida.

—Por usted —repliqué.

Bebimos, y el viejo champán tenía un sabor tan asqueroso que tuvimos que tragárnoslo de golpe.

Después del sobresalto inicial, nos reímos a carcajadas. Era el primer ataque de risa que tenía desde hacía años. Nos desternillamos hasta que las lágrimas nos rodaron por las mejillas.

Era tan fuerte que tuve que sentarme en el futón. Él se dejó caer a mi lado.

Nos miramos a los ojos.

Profundamente.

Me vio el alma.

—Yo la conozco de alguna parte —dijo, confuso y cariñoso.

—«Tiroriro, tiroriro, tiroriro» —tarareé. Y entonces nos besamos.