CAPÍTULO 43

Desperté tendida en una moqueta blanda, mirando un techo empapelado de color rosa. Noté sabor a pizza (hawaiana) en la boca e intenté incorporarme. No me resultó nada fácil, ya que tenía la sensación de pesar como una ballena.

Me miré los brazos y me di cuenta de que no sólo eran humanos, sino que consistían en unos michelines que habrían sido un honor para cualquier luchador de sumo. Me senté y comprobé que los michelines de los brazos tenían muchos parientes en la barriga y en las piernas. Y esos parientes queridos se desparramaban por todas partes, porque el cuerpo femenino donde me hallaba sólo llevaba ropa interior.

Ropa interior rosa.

Con dibujitos de la pata Daisy.

Miré la moqueta, que era del mismo rosa que el techo, y vi la pizza hawaiana, con el queso y el relleno hacia abajo. Era evidente que el cuerpo de mujer en el que me encontraba se había desplomado en el suelo con la comida.

Intenté levantarme y entonces comprobé lo mucho que pesaba ese nuevo cuerpo: casi dos veces y media más que el antiguo, que yo ya consideraba demasiado gordo y que ahora, visto en retrospectiva, me parecía ligero como una pluma. (Si hubiera sabido antes qué significa estar realmente gorda, cuatro kilos de sobrepeso no me habrían costado tantos ataques de frustración).

Icé toda mi masa resollando. En mi vida había deseado tanto una burbuja de oxígeno.

Vi un espejo colgado en una de las paredes rosas, me arrastré hacia él y miré. Al otro lado me observaba una mujer extraordinariamente gorda que, aunque con papada, tenía una cara muy afable, francamente cordial. Era un placer mirarla y transmitía un buen humor fantástico. A pesar de sus gustos singulares y de su físico gordo, tenía un aspecto tan afectuoso que de algún modo deseabas que fuera tu mejor amiga.

Continué mirando a mi alrededor para averiguar más cosas de la persona en cuyo cuerpo habitaba ahora mi alma. El piso consistía en una sola habitación con unos pocos muebles, todos de Ikea, o sea, de pacotilla.

Sobre la mesa, al lado de una revista de televisión, había una factura de teléfono a nombre de Maria Schneider. Maria: un bonito nombre, incluso había acariciado la idea de ponérselo a Lilly.

«Lilly», pensé. ¡Con aquel cuerpo podía ir a ver a Lilly y hablar con ella! Estaba emocionadísima y noté que esa euforia le hacía daño a mi corazón. No sólo metafóricamente, sino también realmente: noté unas punzadas.

Me apoyé en la cómoda de pacotilla y confié en que no se rompería bajo mi peso. Entonces vi que en la pared había un póster, en un marco de baratijo, que mostraba a Robbie Williams con el torso semidesnudo. Contemplar aquel póster seguramente fue lo más erótico que Maria había vivido en los últimos años.

Y, con los ojos clavados en un Robbie semidesnudo, constaté que también era lo más erótico que me había pasado a mí en los últimos dos años.

Seguí revolviéndolo todo y encontré pastillas para el corazón. Y, de repente, comprendí: la pobre Maria probablemente acababa de morir de un infarto. La pizza pegada en la moqueta rosa reforzó mis sospechas.

¿Qué habría sido del alma de Maria?

Después de haber visto su rostro afable, esperaba que hubiera entrado en el nirvana en mi lugar.

Me tragué una pastilla para las punzadas en el corazón, jadeé con dificultad, me senté en el sofá y me pregunté qué debería hacer en primer lugar. En aquel momento, alguien metió una llave en la cerradura de la puerta. Llena de espanto, la oí girar lentamente y, antes de que pudiera imaginar lo que se avecinaba, la puerta se abrió.

Entró un cuarentón con una azotea que al menos hacía quince años que no estaba coronada con pelo.

Me miró.

Y yo me quedé helada. Sentada en el viejo sofá verde. Vestida tan sólo con ropa interior rosa. Con dibujitos de la pata Daisy.

—¿Va todo bien? —preguntó, y su voz sonó afable.

—De maravilla —contesté con una sonrisa forzada.

Me dirigió una mirada de duda, vio la pizza y yo me apresuré a explicarle:

—Me he caído con ella.

—Está bien —replicó, y se puso a recogerla.

—No tienes por qué hacerlo —dije.

—No pasa nada —replicó, y siguió limpiando.

Era tan atento que me recordó a Alex, con la diferencia de que aquel hombre se parecía tanto a Brad Pitt como yo en aquel momento a Michelle Hunziker. Y, aunque me pareció muy agradable, quería librarme de él lo antes posible. No quería que se diera cuenta de que yo, en lo que respecta a alma y espíritu, no era Maria.

—Te lo agradezco, pero me gustaría que te fueras —dije.

—¿Qué? —preguntó el hombre muy sorprendido.

—No me encuentro bien y me gustaría estar sola. Vete a casa. Ya te llamaré la semana que viene, seguro que entonces ya estaré mejor.

—Yo vivo aquí —replicó desconcertado.

Me quedé boquiabierta.

—Y estamos casados.

Miré a mi alrededor y comprobé que en la cama había realmente dos almohadas. Yo, que siendo presentadora de televisión había hecho muchos programas sobre los planes de ayuda social y, después, con una copa de champán en la mano, había filosofado con los políticos sobre la falta de principios de rendimiento en nuestra sociedad, no reconocía una vivienda social cuando me hallaba dentro.

—Ejem…, sí…, perdón —balbuceé y, para ganar tiempo, bebí un sorbo de agua de un vaso que estaba sobre la mesa.

—¿Seguro que va todo bien, Maria?

—Sí, sí, estoy bien.

Bebí otro sorbo y me obligué a sonreír, con lo cual pareció animarse:

—He comprado los condones. Si todavía te apetece, podemos hacerlo ya.

Del susto, le escupí toda el agua en la cara.

—Ahhhh —dijo.

«Ahhh», pensé yo ante la idea de practicar el sexo con aquel desconocido y en un cuerpo desconocido.

Sea como fuere, me había equivocado por completo al suponer que una mujer tan gorda no podía beneficiarse a un hombre. ¿Cómo dice el refrán? «Siempre hay un roto para un descosido…».

Mientras el roto de Maria se secaba la cara con la manga de la camisa, preguntó:

—¿Ya no te apetece? Antes estabas muy caliente.

—Pero ahora estoy fría —me apresuré a responder—. Y… y… y me apetece salir a pasear. Al aire libre.

Me levanté de la cama, arrastré mi cuerpo jadeante hasta la cómoda y saqué algo de ropa para ponerme.

No es fácil vestirse deprisa cuando se está en un cuerpo obeso, pero la visión de la caja de condones aceleró mis movimientos. Con tantas prisas, escogí un conjunto que consistía en un jersey verde y un pantalón de chándal rosa.

El roto de Maria observaba desvalido y, si la situación no hubiera sido tan perentoria, seguramente lo habría compadecido: la transformación de una mujer caliente en una mujer huidiza no debía de ser fácil de entender, por no hablar de digerir.

El Roto me preguntó tímidamente:

—¿Quieres que te acom…?

—¡No! —Le corté, y salí del piso sin darle tiempo a cerrar la boca.

Después de bajar resollando las escaleras del bloque y de cruzar la puerta y adentrarme en el anochecer primaveral, tuve que descansar para recobrar el aliento. Sudaba como si estuviera en una sauna compartida con incordios que no paraban de gritar: «¡Más vapor!».

Después de respirar profundamente, miré a mi alrededor: bloques de pisos de protección oficial, miraras donde miraras. Además, me di cuenta de que no había casi nadie en la calle y de que unos carteles pegados en un pirulí anunciaban un partido de fútbol del Hamburgo SV.

¿Hamburgo SV?

Nunca había entendido mucho de fútbol, pero una cosa tenía clara: si en aquella ciudad se anunciaba con tanta pompa al Hamburgo SV era incuestionable que no me encontraba en Potsdam.

Intenté tranquilizarme: al fin y al cabo, no estaba en un hormiguero, ni en Canadá, ni en un laboratorio de animales. A partir de ahí, seguro que no tendría problemas en llegar a Potsdam. Un billete de tren y, ¡zas!, allí me planto. Desgraciadamente, en los bolsillos del pantalón de chándal no había dinero. Y no quería volver con el hombre de los condones.

Quince minutos más tarde me encontraba en una entrada de autopista cercana, y puse el dedo. Sólo para constatar que ningún conductor se paraba por una mujer obesa con pantalón de chándal. Me pregunté si la ley contra la discriminación incluía algún párrafo sobre esos casos.

Horas después, abatida, con las articulaciones doloridas y unos andrajos empapados en sudor, dejé de luchar conmigo misma y regresé «a casa». Demasiado reventada para seguir teniendo miedo del apetito sexual del Roto.

Me abrió la puerta, me observó preocupado y estaba a punto de preguntarme por mi estado, pero lo corté.

—Voy a estirarme. Y, como me toques, te saltaré encima y te dejaré más plano que un lenguado.

Luego me tumbé en la cama y enseguida caí en un sueño sin sueños.

Unos segundos más tarde —al menos, eso me pareció—, sonó la radio despertador. Oí vociferar a un presentador de radio totalmente pasado de rosca: «Son las cinco de la mañana en 101 FM, la emisora con los mejores hits de los ochenta, de los noventa y de la actualidad».

De un tiempo a esa parte, me preguntaba qué drogas estimulantes, perjudiciales para el cerebro, tomaban los presentadores de radio, y pensaba que sería genial que un día uno de ellos dijera, en honor a la verdad: «Somos tan sosos como vosotros». Pero estaba demasiado cansada para parar el despertador. O incluso para abrir los ojos.

—Maria, tienes que levantarte —dijo el Roto con dulzura, y me sacudió el cuerpo ligeramente.

—No… tengo… que… —murmuré.

—Llegarás tarde al trabajo —replicó en un tono que revelaba que, en ese asunto, no cedería.

Así pues, me levanté y recordé que necesitaba dinero para el billete de tren a Potsdam.

—¿Dónde está mi billetera?

—¿Billetera? —preguntó el Roto—. ¿Desde cuándo eres tan fina?

—¿Dónde está mi monedero? —corregí.

—Está vacío.

—Pero tendremos cincuenta euros, ¿no? —repliqué irritada.

—Sí, claro —dijo—, justo al lado de las piedras preciosas.

Torcí el gesto.

—Estamos pelados, Maria. Los últimos 1,99 los gastamos en la pizza —dijo señalando la moqueta que él había limpiado en mi ausencia.

Miré al Roto a los ojos y los tenía tan tristes que comprendí: realmente, no teníamos nada.

—Pero hoy te dan la paga de la semana —intentó animarme—. Aunque para cobrar tendrás que ir al trabajo. Puntual. O tu jefe volverá a enfadarse.

Bueno, pensé, iría al trabajo, cogería el dinero y saldría pitando hacia la estación. El plan sólo tenía una pequeña pega: no tenía ni idea de dónde trabajaba.

—¿Me acompañas? —le pregunté al Roto.

—Siempre lo hago —respondió con una sonrisa afable.

Aquella barriada se parecía mucho al barrio de bloques prefabricados donde me había criado: columpios y juegos destrozados en plazas abandonadas, fachadas llenas de grafitis increíblemente malos y gente con un aspecto que contrastaba al máximo con las personas sexy y felices de los carteles publicitarios que se veían por todas partes. Muchos tenían una cara triste que decía: «Bebo aguardiente del fuerte porque soy capaz de valorar con realismo mis posibilidades en el mercado laboral».

La cara afable de Maria que me había observado desde el espejo era diferente. Era más tierna. No se había endurecido lo más mínimo. Permitía suponer que, a pesar de la falta de dinero, tenía esperanzas.

Quería saber más cosas de ella.

Pero ¿cómo averiguas cosas de una persona de la que los demás piensan que eres tú misma?

Con una caída de ojos romántica.

Volví la cabeza sonriendo hacia el Roto, cuyo nombre seguía sin saber, y le pregunté:

—¡Dime qué te gusta de mí!

Se quedó perplejo de que Maria fuera de nuevo tan amable. Y tan aliviado que enseguida empezó a parlotear:

—Eres la persona más optimista que conozco. Cuando llueve, dices que enseguida volverá a salir el sol. Cuando la gente es injusta contigo, les perdonas y crees que el universo lo compensará todo…

Lo que llega a hacer el universo o, mejor dicho, Buda, pensé en calidad de mujer experta en reencarnaciones.

—Siempre eres sincera y… —añadió con una sonrisa—, ¡eres una máquina en la cama!

Eso no me lo había dicho nunca ningún hombre.

¿Por qué no?

¿No lo era?

¿Quería realmente saber la verdad al respecto?

En cualquier caso, después de aquella proclama estaba claro que el alma de Maria se encontraba en el nirvana. Y me alegré sinceramente por ella.

Miré a los ojos brillantes del Roto y me pregunté si no debería decirle la verdad. Pero, si le revelaba que yo era Kim Lange, me haría encerrar en un centro psiquiátrico, si tuviera el dinero para pagar las cuotas médicas, claro.

Y aunque me creyera si le decía que su gran amor había muerto, ¿habría sido correcto romperle así el corazón? Yo ya había experimentado hasta qué punto es mortal un corazón roto cuando era un beagle.

—¿Por qué me miras tan triste? —me preguntó preocupado.

—No es nada —respondí, y me esforcé por sonreír.

Se le veía en la cara que había notado que no era sincera. Y por eso desvié enseguida la mirada y continué caminando deprisa.

—Stop —dijo.

Yo continué caminando.

—Por Dios, Maria, ¡te has pasado el chiringuito!

Me detuve, me di la vuelta y vi un puesto con el letrero «Perritos Calientes Hans». Dentro había un hombre gordo entrado en años, con unos ojos frente a los cuales los de Kim Jong-il habrían parecido piadosos. Llevaba un delantal blanco, donde «blanco» era un concepto relativo de narices si se consideraban las manchas resecas de kétchup y mostaza. Aquel hombre era sin duda el perrito caliente Hans en persona, y pensé que pasarte la vida llamándote Perrito Caliente Hans tiene que ser un destino muy duro. Sin embargo, el destino todavía era más duro si tenías que trabajar para un hombre llamado Perrito Caliente Hans.

—¡Maria! —gritó Perrito Caliente Hans con un tono de voz rudo.

En las series de televisión, los hombres como Hans son siempre «broncas con corazón», pero en la vida real no hay «broncas con corazón», sino «broncas» a secas. Que aquel broncas tampoco tenía corazón, quedó claro cuando le dije:

—Estoy enferma y no puedo trabajar. Dame la paga.

Me miró con cara de incredulidad, como si le hubiera dicho un disparate, por ejemplo: «Yo no soy Maria, sino Kim Lange, la presentadora de televisión muerta».

Él se limitó a replicar:

—Mueve tu culo gordo y ponte a trabajar de una vez, antes de que me cabree.

—Pero es que estoy enferma… —intenté seguir mintiendo.

El Roto me susurró al oído:

—Anda, ve, o te echará y se quedará con tu sueldo.

—Eso sería ilegal —contesté en un susurro.

—¿Tienes pasta para denunciarlo?

Suspiré y empecé con mi nuevo trabajo de vendedora de fritangas.