Siempre pensé que lo de «morir porque te han roto el corazón» era un mito, igual que «el único amor verdadero». Pero yo me desplomé de verdad ante el altar. Y, como para un perro sólo se pide una ambulancia con desfibrilador en contadísimas ocasiones, la palmé en la misma iglesia. Con ello, durante unos minutos le di una nota trágica (en mi opinión, no del todo improcedente) a la boda.
Mi vida pasó de nuevo ante mí, pero intenté no mirar, porque volver a ver cómo Alex y Nina se casaban era más de lo que podía soportar. Sin embargo, es increíblemente difícil cerrar un ojo espiritual. Para ser más exactos: es completamente imposible. Y por eso tuve que volver a sufrir aquel momento fatídico, con infarto incluido.
Y entonces vi la luz.
Cada vez más clara.
Era maravillosa.
Tuve la esperanza de que esa vez me acogería definitivamente…
Naturalmente, no lo hizo.
Me desperté en una sala de un blanco radiante. ¿O era un paisaje blanco? No podía distinguir en absoluto dónde estaban las paredes o el techo.
Y aquel paisaje, aquella sala, aquel planeta —o lo que fuera— estaba completamente vacío. Nada, no se veía nada de nada, excepto aquel blanco resplandeciente que templaba el alma.
Estaba completamente sola. Y entonces me percaté de algo increíble: yacía desnuda… con mi cuerpo humano.
Después de tanto tiempo, lo sentí raro.
Tan… Tan… limitado.
Mis piernas no eran tan ágiles como las de un conejillo de Indias, mi oído no era tan fino como el de un perro, ni mis brazos tan fuertes como los de una hormiga.
—¿Hola? —grité.
Ninguna respuesta.
—¡¿Hola?!
De nuevo ninguna respuesta.
—¿Es esto el nirvana?
Entonces pensé: «Pues si es esto, no es muy impresionante que digamos».
—No, esto no es el nirvana —me dijo una voz agradable, harto conocida.
Miré a un lado: de repente, Buda estaba junto a mí. Se me apareció en forma de humano. Un humano extraordinariamente gordo. Y a mi sensibilidad estética le habría parecido muy bien que se hubiera puesto alguna prenda de vestir.
Especialmente en los bajos.
—Si esto no es el nirvana —pregunté, evitando que mi mirada cayera por debajo de su ombligo—, ¿entonces qué es?
—Bueno —respondió Buda—, es el vestíbulo del nirvana.
—Ah —respondí con uno de esos «ahs» que, traducidos, significan realmente «No entiendo absolutamente nada».
Buda tenía de nuevo una sonrisa bienaventurada en la cara y, a esas alturas, yo ya estaba firmemente convencida de que se lo pasaba en grande dando galletas de la suerte enigmáticas.
—Éste es el lugar donde hablo con las personas antes de que vayan hacia el nirvana.
—¿Ahora entraré en el nirvana?
Buda asintió.
—Pero yo todavía no soy una persona serena, en paz consigo misma. Alguien que viva en armonía con el mundo y ame a todas las personas del mundo, sin importar quién o qué son.
—Acumular karma consiste única y exclusivamente en ayudar a otros seres. Y eso has hecho.
—Pero no he sido precisamente una Madre Teresa… —relativicé.
—Eso no puedo juzgarlo yo. La Madre Teresa era competencia de otro —puntualizó Buda.
Mis pensamientos formaron un signo de interrogación en mi cabeza.
—La vida posterior está organizada de manera diferenciada —comenzó a aclarar Buda—. Las almas de los creyentes cristianos son administradas por Jesús, las de los creyentes islámicos por Mahoma, etcétera.
—¿Etcétera…? —pregunté desconcertada.
—Bueno, por ejemplo, los que creen en el dios escandinavo Odín, van a Valhala.
—¿Quién cree hoy en día en Odín? —pregunté.
—Casi nadie. Y, créeme, el pobre está muy deprimido.
Desconcertada, imaginé a Odín explicando sus penas en una cena con Jesús y Buda, y pensando seriamente en contratar a un experto en relaciones públicas para volver a popularizar la fe en él.
—La vida posterior a la muerte que recibe todo el mundo depende de lo que creía —concluyó el gordo de Buda desnudo; y me pareció justo.
Todo aquello planteaba una sola cuestión:
—Yo nunca he creído en el nirvana. Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Yo soy el responsable de las almas que creen en el budismo y también de todas las almas que no creen en nada —respondió Buda.
—¿Y por qué?
—Porque, conmigo, los que no creen no pueden ser castigados por no creer.
Eso era convincente. Si Buda se ocupaba de todos los aconfesionales, los demás señores no se enfrentaban a la desagradable situación de tener que condenar almas sólo porque no eran creyentes.
—¿Estás preparada para el nirvana? —preguntó Buda.
Probablemente se trataba de una pregunta retórica. Seguro que pensaba que yo entonaría un «¡Pues claro!», pero no estaba segura. Pensé en la gente que significaba algo para mí: seguro que Alex sería feliz sin mí, pero…
—¿Qué pasará con Lilly? ¿Será feliz con Nina? —pregunté.
—Eso ya no es cosa tuya.
—¿No es cosa mía?
—No es cosa tuya —dijo sonriendo el hombre gordo desnudo.
—¡Es mi hija! —insistí.
—Pero no es cosa tuya, porque ahora mismo entrarás en el nirvana.
Tragué saliva.
—Allí sentirás una felicidad eterna.
Eso quería yo. Mucho. Y también me lo había ganado, al menos era lo que opinaba Buda. Y él era una reconocida autoridad en la materia.
—No recordarás nada más de tus muchas vidas anteriores —dijo Buda, y añadió—: Olvidarás todo el dolor. Olvidar el dolor, la felicidad eterna: no existe un trato mejor.
Por eso asentí y dije:
—¡Estoy lista!
Y entonces vi la luz. Cada vez más clara. Era maravillosa. Esta vez lo sabía: podría entregarme a ella, no volvería a rechazarme. Esta vez, no.
La luz me envolvía. Dulce. Cálida. Amorosa. La abracé y me fundí en ella. Me sentía tan bien. Tan protegida. Tan feliz.
Mi yo empezó a diluirse. Mis recuerdos se desvanecían: las penas de mi infancia, el dolor por la boda de Alex y Nina, el amor por Lilly…
¡Lilly! ¿Por qué Buda se había bloqueado cuando le pregunté si sería feliz con Nina? ¡Algo no encajaba!
No podía entrar en el nirvana sin que Buda me asegurara que Lilly sería feliz. Yo era su madre y no podía dejarla sola si era infeliz. ¡Por ningún premio del mundo, ni siquiera si ese premio era la felicidad eterna!
Y luché con todas mis fuerzas contra el nirvana.
Pero el viejo nirvana contraatacó. Haciéndose cada vez más dulce. Cada vez más amoroso. No quería desprenderse de mí. Yo cumplía los criterios de admisión y no se me permitía abandonar el club.
Nunca había presenciado lo convincente que puede ser luchar con las armas de la dulzura y el amor como hacía el nirvana.
Me concentré en Lilly: en sus ojos tristes, en su suave piel infantil, en su voz dulce…
El nirvana no tenía ni la más remota posibilidad contra el amor por mi hija.
Rechacé el nirvana, igual que tantas veces había hecho él conmigo.
¡Así sabría qué se sentía!
Cuando desperté, volvía a estar tumbada en el vestíbulo del nirvana. Y conmigo se encontraba Buda, muy confuso:
—Nunca nadie había rechazado el nirvana.
—Nirvana-banana. ¡No quiero dejar sola a mi hija!
—Pero ella tiene que vivir su vida sola.
—Sólo si me prometes que será feliz sin mí.
—No puedo prometértelo —dijo Buda.
—¿Qué le pasará? —pregunté alarmada.
—Te echará de menos —admitió, después de vacilar un poco.
—Pero Nina pasa más tiempo con ella del que yo pasé nunca.
—Eso sí…, ¡pero ella no es su madre biológica!
Si tenía tentaciones de entrar en el nirvana, en aquel momento se evaporaron.
—¡Tengo que ir con ella!
—Es la vida de Lilly.
—Déjame regresar al mundo como perro —dije enfadada.
—No puede ser, has acumulado demasiado buen karma.
—Si te pego un mordisco en la mano, seguro que pierdo un poco —repliqué, e intenté morder a Buda.
Naturalmente, no le hinqué el diente, porque ni él ni yo éramos de naturaleza material en aquel vestíbulo del nirvana.
—Tampoco me había querido morder nunca nadie —dijo Buda asombrado.
—Me extraña —rezongué.
—Realmente no quieres entrar en el nirvana —constató, y ese hecho lo desconcertó muchísimo.
—Y tú, con tanto pesquis, deberías reflexionar sobre si acumularás buen karma enviando a alguien allí dentro contra su voluntad.
Ese argumento pareció tocarle la fibra sensible.
Buda respiró hondo. Al acabar, dijo:
—De acuerdo.
—¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—«De acuerdo» suena bien —opiné y, después de pensar un momento, añadí—: ¿Y qué significa exactamente? ¿Volveré al mundo reencarnada en perro?
—No.
—¿En conejillo de Indias?
—No.
—¡Oh, no, por favor, otra vez en hormiga, no!
—Volverás al mundo como persona.
—Yo… Yo… ¿me reencarnaré en mí misma?
No me lo podía creer. Era demasiado maravilloso para ser cierto. Es lo que ocurre con las cosas que son demasiado maravillosas para ser ciertas, que son demasiado maravillosas para ser ciertas.
—No, Kim Lange está muerta —aclaró Buda—, y no puede resucitar sin más.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, porque eso conmocionaría a toda la gente que te conoce.
—¿Y en segundo lugar?
—En segundo lugar, hace tiempo que tu cuerpo se descompone. Está medio podrido, los gusanos ya devoran las cuencas de los…
—Es suficiente —dije—. ¡Me resulta demasiado plástico!
—Tu alma renacerá en el cuerpo de una mujer que se está muriendo en este momento —anunció—. Una oportunidad como ésta, sólo te la proporcionaré una vez.
Y eso fue lo último que le oí decir antes de esfumarme de nuevo en el aire.