CAPÍTULO 40

Por la noche regresé a casa, acompañada por Casanova. Antes habíamos enterrado los anillos en los alrededores. Al acercarnos a casa vi a Alex, todavía con el esmoquin, sentado en la terraza y mirando al vacío con frustración. No se veía a Nina por ninguna parte. Probablemente estaba dentro, llorando. Le indiqué a Casanova que esperara en el cobertizo y me acerqué a Alex con cautela.

Me miró. Sin rabia. Sólo cansancio.

Me senté a su lado.

—Hola —dijo, cansado.

«Hola», aullé a media voz.

—No tengo ni idea de qué pasa contigo —dijo—. Si no supiera que no puede ser, diría que eres Kim.

Se me paró el corazón.

—Reencarnada —completó la frase sonriendo débilmente.

No sabía qué ladrar.

—Si eres Kim, podrías menear la cola —dijo Alex, con una mezcla a partes iguales de amargura y socarronería.

¿Qué debía hacer? ¿Menear la cola? Y luego, ¿qué?

Antes de poder decidirme, continuó hablando:

—Si realmente fueras Kim, te perdonaría que me engañaras con aquel Kohn.

Desvié la mirada, avergonzada.

—Y te pediría que me dieras tu consentimiento para casarme con Nina.

«¡Jamás en la vida!», aullé.

Alex replicó:

—Me hace feliz. Con ella puedo vivir en el futuro. Contigo, sólo en los recuerdos.

Eso me descolocó.

—También te diría que Lilly necesita una madre. Nina se esfuerza mucho por serlo. No le he oído decir ni una mala palabra sobre la pequeña.

Yo tampoco, si tenía que ser franca.

—Y Lilly acabará aceptándola pronto.

Pensé en la radiante sonrisa de Lilly cuando Alex le hizo un cumplido sobre su vestido de esparcidora de pétalos de rosa.

Nina se llevaba mejor con Alex, mejor con mi madre: ¿sería también mejor madre para Lilly que yo? Probablemente eso no sería muy difícil, pensé de repente deprimida.

—Pero, sobre todo —prosiguió Alex—, sobre todo, te pediría encarecidamente que me dejaras vivir mi vida. —Y, después de un profundo suspiro, añadió—: Pero tú no eres Kim.

Yo ladré precipitadamente: «¡Sí, sí lo soy! Y a lo mejor puedo reencarnarme en persona, y entonces podremos encontrarnos como muy tarde dentro de veinte años, y tú sólo tendrás cincuenta y dos, y yo veinte, y los dos nos reiremos de la diferencia de edad y podremos empezar de nuevo como es debido y evitaremos los errores que hemos cometido, y toda nuestra vida será tan bonita como antes, cuando nos casamos, y por eso vale la pena que me esperes tanto tiempo y… y… y… Y mientras ladro me doy cuenta de que eso no es una buena alternativa para ti. No puedes esperarme veinte años».

Alex me observaba desconcertado.

«Y tampoco es realista», gemí con tristeza.

Miré la cara triste de Alex. Y comprendí que no tenía derecho a torpedearle la vida.

Y también supe cuál era la lección que, según Buda, aún tenía que aprender:

Los muertos también tienen que saber desprenderse de las cosas.

Llevé a Alex hasta los anillos.