En los días siguientes, vi a Nina y a Alex en acción. Prácticamente todo lo hacían juntos: tareas domésticas, salidas, compras. De ese modo pasaban más tiempo juntos en un día que Alex y yo en un trimestre. Nina también se ocupaba de Martha, que venía de visita cada dos por tres. Incluso intentaba enseñarle para que pudiera ayudarla en la agencia de viajes. Al principio no entendí por qué lo hacía, pero, poco a poco, lo fui comprendiendo: Nina quería a la vieja. Extraño, pero cierto. Por lo visto, se podía querer a mi madre.
Sin embargo, lo peor de todo era que Nina también pasaba mucho tiempo con Lilly. Incluso la ayudaba a hacer los deberes, con una paciencia increíble (yo misma, en su época de párvulos, nunca tuve aguante para enseñarle a hacerse un lazo de manera sensata y por eso sólo le compraba zapatos con velcro). Y hasta la hacía reír.
No puedo decir cuánto odiaba ya la idea de «Nina le hace bien».
Nina se proponía crear una pequeña familia como es debido.
Con mi familia.
Para ser amable con Lilly, incluso aceptó al perro en casa. Aunque no me soportaba. Lógico, yo me ocupaba de que su vida sexual se acercara a los límites de la frustración: cada vez que oía sus gemidos, me ponía a aullar en la puerta de su habitación. Tan fuerte que Nina no podía concentrarse en el sexo.
No era de extrañar, pues, que Nina me llamara Anticonceptivo cuando nadie más la oía.
Pero luego llegó el terrible día en que Alex y Nina anunciaron lo que yo ya presentía:
—¡Nos casamos!
Y mientras yo me atragantaba del susto con mi galleta para perros y pensaba entre carraspeos a quién mordía primero (a la sonriente Nina, al sonriente Alex o a mi madre, que casi lloraba de la emoción), Lilly salió corriendo de casa.
—¡Espera! —le gritó Alex, y se dispuso a ir tras ella.
Pero Nina lo detuvo:
—Déjala. Necesita un momento para asimilarlo.
Alex asintió. Pero yo dejé que la galleta para perros continuara siendo una galleta para perros y corrí hacia el jardín. Lilly estaba sentada en el columpio, llorando. Me tendí a su lado, quería consolarla, y puse suavemente mi pata sobre su rodilla.
—Echo de menos a mi mami —dijo, y me estrechó.
Noté sus lágrimas sobre mi pelaje y gimoteé: «Mamá está contigo».
Lilly levantó la mirada, me miró a los ojos y pareció entender. En todo caso, se tranquilizó y me acarició sin decir nada. Yo ladré: «Todo irá bien».
—Pero sólo si hacemos algo —dijo una voz desde lo alto.
Levanté los ojos y vi un gato marrón con una mancha negra en el ojo derecho, sentado sobre una rama. Un gato que sonreía burlonamente.
Lilly entró en casa un poco más serena. Yo me quedé mirando emocionada al gato.
—¿Casanova…? —pregunté con cautela.
El gato replicó:
—¿Madame Kim?
Asentí. Él saltó del árbol. Corrimos muy deprisa el uno hacia el otro y nos abrazamos efusivamente, lo cual produjo un efecto bastante curioso, ya que un abrazo efusivo entre cuadrúpedos sólo funciona si estás tumbado en el suelo. A un espectador, que por suerte no había ninguno, seguramente le daría la impresión de estar viendo a un gato y un beagle que no sabían que eran sexualmente incompatibles.
Cuando acabamos de revolcarnos felices por el césped, empezamos a charlar y nos explicamos todo lo que nos había pasado en los dos últimos años. Yo le relaté mi vida como ternera, lombriz, escarabajo y ardilla. Y Casanova me contó que, al salvar a Depardieu, había acumulado suficiente buen karma para ascender a gato y desde entonces llevaba una buena vida:
—Vagabundear va conmigo.
—¿Y por qué no ha seguido acumulando buen karma? —Quise saber.
—Creo que me faltaba su buena influencia —replicó sonriendo maliciosamente.
—¿Ha venido con la esperanza de verme?
—No —contestó Casanova, y eso me desilusionó un poco—. Mi corazón pertenece a mademoiselle Nina.
—Oh, por favor, ¡pero qué le encontráis a esa maldita idiota! —exploté.
—Mademoiselle Nina es maravillosa, encantadora, solícita…
—Hay preguntas de las que no se quiere obtener respuesta —refunfuñé.
—Entonces no contesto —replicó Casanova amablemente.
—Olvídese de Nina. No tiene ninguna posibilidad con ella —continué despotricando.
—¿Cómo se le ocurre una idea tan disparatada?
—Bueno, en primer lugar, ella quiere a Alex. En segundo lugar, ustedes dos proceden de siglos diferentes. Y en tercer lugar: ¡usted es un PUTO GATO!
Casanova respondió picado:
—En primer lugar, el amor supera todas las barreras. En segundo lugar, es posible que yo no sea siempre un gato. Y en tercer lugar: mademoiselle Nina no querría a monsieur Alex si supiera que yo existo.
—Tonterías. ¡Nina y Alex van a casarse! —le solté.
Esa noticia conmocionó al signore. Se le erizó el pelo y, defendiéndose con bravura, dijo:
—Mademoiselle Nina sólo piensa hacerlo porque no está al tanto de mi existencia.
Aullé con sorna.
El signore prosiguió:
—Y Alex no se casaría con Nina si supiera que usted aún vive.
—Sí, sí lo haría —repliqué con tristeza—. Sabe que le engañé con otro hombre.
—Eso no es motivo para no amar a alguien —dijo Casanova sonriendo.
—¿Qué? —pregunté con asombro.
—Créame, madame, me han amado muchas mujeres que sabían que no les era fiel. Y yo también he amado a muchas mujeres que me engañaban. Los celos no son un impedimento para el amor.
Me quedé atónita. Casanova tenía una manera envidiable de arrimar las cuestiones morales sobre el amor a una perspectiva grata para él.
—¿O es que usted ama menos a monsieur Alex sólo porque practica el coito con Nina?
Me sentí confusa: la pregunta de si aún quería a mi marido me trastornó. No había vuelto a planteármela desde las descargas eléctricas en el laboratorio…
—Si impedimos la boda, tendremos una posibilidad de recuperar a nuestros amores.
—Pero yo no quiero recuperar a Alex —dije con la vehemencia de quien de repente se siente inseguro.
—¿Está segura? —preguntó.
—¡Sí! —repliqué aún con más vehemencia.
El gato Casanova se limitó a sonreír con aire de sabelotodo.
Me sentí descubierta y contraataqué:
—Eso da igual. Nunca se enamorarán de nosotros. ¡Somos animales!
—Puede que algún día volvamos a nacer como personas si acumulamos suficiente buen karma.
No iba desencaminado: Buda había dicho que aquélla podía ser mi última vida como animal. Y recordé mi fantasía de besar a los dieciocho años a un Alex cincuentón. Al imaginarlo, sentí un hormigueo en el estómago. ¿Tendría razón Casanova y yo quería recuperar a Alex?
En cualquier caso, tenía que admitir que me había ganado a pulso el apodo de Anticonceptivo porque estaba celosa de Nina.
Pero, por desgracia, la lógica de Casanova tenía un pequeño fallo:
—¡Si impedimos la boda, acumularemos mal karma! —objeté—. Y así nunca seremos humanos.
Casanova esbozó una sonrisa gatuna descarada:
—¿Cómo puedes acumular mal karma si haces algo por amor?