Durante las semanas siguientes, me criaron con biberones. Cuando fui lo bastante grande, huí de la perrera, corrí a la calle y salté a un autobús. Quería ir a casa, aunque no estaba nada segura de si Alex había podido mantenerla. Bajé de un brinco en la parada correspondiente; hacía un tiempo desapacible. Ya estábamos en marzo, pero la primavera no daba señales de acercarse. La lluvia caía a cántaros sobre mi pelaje corto y yo empezaba a apestar a perro mojado. Pero no notaba el frío y tampoco me importaba el fuerte olor que despedía mi cuerpo porque veía mi casa iluminada bajo la lluvia.
Vi que la lluvia golpeaba los cristales de las ventanas.
Vi que la chimenea de la sala de estar estaba encendida.
Vi…
… que Nina miraba a Alex a los ojos.
¿Qué demonios hacía ella allí? ¿Qué le decía a Alex? ¿Por qué sacaba un anillo de un estuche? Dios mío, ¡le estaba pidiendo matrimonio a Alex! Eso… Eso… Eso… no lo hace una mujer… Eso… Eso… Eso… me dolió… Eso… Eso… Eso… había que impedirlo. ¡No podía convertirse en la mujer de Alex y, de rebote, en la madre de Lilly!
Los labios de Nina estaban formando las palabras «¿Quieres…?» cuando arranqué a correr. Hacia ella. Tan deprisa como pude.
A toda pastilla contra la puerta de la terraza.
¡Mierda de cristales antirreflectantes!
Retumbó una barbaridad. Tanto en mi cabeza como en el exterior. Alex se levantó de un salto, corrió hacia el cristal y abrió la puerta. Nina estaba estupefacta:
—¿De dónde ha salido ese perro?
—Ni idea —contestó Alex—, pero me parece que se ha hecho daño.
—¿No querrás que entre? —preguntó Nina.
—No puedo dejarlo fuera tal como está.
—Bah, seguro que se recupera rápido —dijo Nina, disponiéndose a cerrar de nuevo la puerta de la terraza.
Me apresuré a dejarme caer en el suelo, estiré las cuatro patas en el aire y respiré con dificultad:
—¡Grrllllllllll!
Fue una interpretación de beagle moribundo digna de un Oscar.
—Me parece que está fatal —dijo Alex—. Voy a entrarlo.
—Déjalo. ¡Si está enfermo, te contagiará! —pidió Nina: en su voz había verdadera preocupación por Alex.
—No puedo dejarlo ahí fuera —replicó Alex, y Nina se dio por vencida.
Alex me cogió en sus brazos fuertes y cruzamos el umbral. Si yo hubiera sido una persona, aquello habría tenido una gran carga romántica.
—Llamaré a un veterinario —dijo Alex, y se dirigió al teléfono.
Nina movió la cabeza con escepticismo. La cosa se le ponía fea.
Mi mirada cayó sobre el anillo con el que Nina iba a hacer su proposición. Pensé. Pero sólo durante un nanosegundo. Luego tuve claro lo que debía hacer.
Salté.
—El perro vuelve a estar en forma —dijo Nina.
Y al instante gritó:
—¡¡¡Y se está comiendo el anillo!!!
Hay cosas que saben mejor que un anillo de oro, pero ninguna comida me ha proporcionado nunca tanta satisfacción.
Alex miraba con asombro. Siempre tenía una expresión muy dulce en la cara cuando una situación lo confundía. Y gracias a mi olfato supersensible de sabueso comprobé también que olía increíblemente bien. Y no me refiero a su colonia, no, su olor natural era de los que quitan el hipo. Hay hombres que huelen bien. Hay hombres que tienen un olor fantástico. Y está Alex. Y, para mi olfato de perro, aún olía mejor que antes. Despedía un aroma tan seductor que olvidé las descargas eléctricas y el hecho de que Nina viviera con él. Me embriagaba. Menos mal que no estaba en celo.
—¿Cómo recuperaremos el anillo? —preguntó Nina espantada.
Para mi sorpresa, Alex soltó una risita y dijo:
—Esperaremos. Ya saldrá de manera natural.
—No sé si entonces el anillo me parecerá tan romántico —dijo Nina, y se fue hacia el dormitorio, profundamente decepcionada porque su petición había quedado aplazada.
Yo pensé contenta: «Las propuestas de matrimonio se paralizan hasta que a mi esfínter le dé la gana».
—¿Y qué haremos ahora contigo? —me preguntó Alex.
Yo ladré: «Acogerme. Tan pronto como hayas echado a Nina con cajas destempladas».
—No puedo dejarte bajo la lluvia —dijo Alex sonriendo y acariciándome la cabeza—. Túmbate junto a la chimenea. Y no hagas ruido. Mi hijita duerme.
Habría salido corriendo a ver a Lilly a su habitación, pero estaba completamente agotada de mi viaje, y por eso hice lo que me indicaban. El calor de la chimenea me secó el pelaje y me adormeció lentamente. Era agradable volver a estar en casa.
Me despertó un gemido.
—¡Dame más, Alex! —Oí decir a Nina.
No supe qué me molestó más en ese instante: que los dos se reconciliaran haciendo el amor o que una mujer dijera «Dame más» en pleno fregado. Alex, como mínimo, era un nombre con el que aproximadamente podía combinarse «dame más». «¡Dame más, Tomás!», «Dame más, Damián» o «Dame más, cerdito» seguramente habría sonado mucho más estrafalario.
Nina gemía cada vez más fuerte. Me di cuenta de que un beagle también podía ponerse colorado. Y estaba deprimida porque Alex no había optado por el celibato tras mi muerte. Lo mismo que Daniel Kohn. Vaya, sí que era duradero mi efecto sobre los hombres.
Me habría encantado no oírlo. ¡Pero era imposible evitarlo con mi puto buen oído de perro!
Me entró rabia: ¿cómo podía Alex engañarme tan pronto? Sólo hacía dos años que estaba muerta. Vale, yo le había engañado con Daniel, y Alex aún estaba vivo. ¿Tenía derecho a cabrearme?
Pues claro, decidí, ¡lo suyo era diferente! Exacto, completamente diferente, porque… porque… (busqué un argumento). Porque… porque… en su caso era una especie de irreverencia. Exacto, irreverencia. Magnífica palabra. Moralmente, me confería mucho más valor a mí que a él. Nina ya estaba a punto de llegar. O al menos lo hacía ver. Porque, en un momento de intimidad, Nina me había confesado que a menudo fingía los orgasmos: «Es mejor que decirle al hombre: “Anda, léete un buen libro sobre el tema”. O bien: “Mejor sigo yo sola”».
Después de aquella conversación con Nina, yo misma intenté fingir un orgasmo en mi siguiente relación sexual frustrada. Fue en una cita con Robert, un estudiante de Derecho con quien el sexo venía a ser tan divertido como ponerse colirio en los ojos.
Por eso prefería mirar la tele. Una ojeada al reloj me reveló que en dos minutos empezaba Ally McBeal y me pareció que un orgasmo simulado era el medio más adecuado para poder enchufar a tiempo la caja tonta. Así pues, me empleé a fondo. Pero, al parecer, yo era peor actriz que Nina porque, al oír mis gemidos, Robert sólo preguntó: «¿Te ha dado un calambre en la pierna?».
Nina gritaba cada vez más. Y yo me temí seriamente que no estuviera interpretando. No pude soportarlo. Y por eso decidí actuar: abrí la puerta del dormitorio con el hocico y ladré: «Bájate ahora mismo de ahí. Debería darte vergüenza. Y a ti también, Alex. ¡Lo que estás haciendo es una irreverencia! ¡Una irreverencia total! ¡Y los irreverentes no son de recibo!».
Nina y Alex se pararon en medio del fregado y se quedaron mirando, estupefactos, al chucho que aullaba.
—¿Qué le pasa al perro? —preguntó Nina, y levantó atemorizada el cobertor para cubrirse los pechos, descaradamente firmes.
¿Cómo lo conseguía? Cuando yo era Kim Lange, ya podía hacer todos los ejercicios para fortalecer el pecho que quisiera (de hecho, no quería nunca, pero, cuando una está desesperada, a veces incluso llega a hacer deporte), que mis pechos no reaccionaban, de manera que muy a menudo me veía obligada a murmurar ante el espejo la frase «La ley de la gravedad es un despropósito».
—Lo echaré —dijo Alex, y se me acercó decidido.
Yo estaba tan furiosa con él que quería seguir mi instinto. Y mi instinto me aconsejaba: «¡Dale un mordisco en el trasero a ese tipo irreverente e infiel que experimenta con animales!».
Pero, antes de que pudiera morderle, se plantó en la puerta Lilly, a la que habían despertado mis aullidos. Estaba increíblemente alta. Una auténtica colegiala. Y fue impresionante verla así.
Me miró radiante:
—¡Me habéis comprado un perro para mi cumpleaños!
¡¿Era su cumpleaños?!
—¡Ya no soy demasiado pequeña para tener un perro! —Celebró.
Me estrechó y empezaron a brotar lágrimas de mis ojos de perro. Era tan agradable volver a sentir a Lilly después de tantos años.
Alex y Nina se miraron desconcertados: si le explicaban a Lilly que yo no era su perro, le romperían el corazón.
Al cabo de un momento, Nina dijo:
—Lo tendremos a prueba.
Estaba claro que quería hacerle la pelota. Y así volver a conseguir puntos con Alex. Sin embargo, esta vez podía incluso convenirme.
—Ven —me dijo Lilly—, puedes dormir al lado de mi cama.
Se fue y yo me dispuse a seguirla. Pero Alex me cortó el camino, preocupado. Noté su intensa preocupación por si yo le hacía algo a la niña. Le miré profundamente a los ojos, intentando decirle: «No tengas miedo. Antes de hacerle daño a la niña, dejaría que un cortacéspedes volviera a partirme por la mitad».
Pareció leer mi profundo amor por Lilly en mis ojos de perro y decidió confiar en mí:
—De acuerdo.
No esperé a que lo dijera dos veces y corrí detrás de Lilly. Cuando ya estábamos en su habitación, me dijo:
—Lo de que duermas al lado de mi cama sólo lo he dicho por papá. Puedes dormir debajo de mi manta.
Ladré, conforme, y me metí en la cama de un brinco.
Por fin volvía a estar junto a mi hija y a mirar las estrellas fluorescentes del techo. Pero, a diferencia de la última vez, cuando estuve con Lilly siendo una hormiga, apenas conseguía sentirme feliz. El dolor por no haberla podido ver en dos años era demasiado grande. Dos años de su vida que me había perdido. Y que jamás volverían.
Miré con profunda tristeza el despertador de Snoopy de Lilly: eran las doce y veinte. El día de su séptimo cumpleaños había acabado. También me lo había perdido. Y tampoco regresaría. A Lilly se le cerraron los párpados y se durmió. Oí su respiración lenta y tranquila, vi su dulce cara infantil. Y me lo prometí: ¡nunca más me perdería un cumpleaños suyo!