El camión pasó por el barrio de Babelsberg, cuyas avenidas iluminadas por los últimos rayos del sol del día habrían parecido con toda seguridad una cursilada vistas en una fotografía. Pero como yo lo veía en vivo y en directo, me pareció maravilloso. Muy probablemente, también porque sabía que ya no estaba muy lejos de Lilly. Sólo tenía que saltar del camión en algún momento con los conejillos y luego correr hacia casa.
Elle paró en un semáforo en rojo y mientras yo, arrellanada en el salpicadero, contemplaba los árboles alumbrados por el sol poniente en todo su esplendor, un Porsche descapotable, color rojo fuego, se cruzó delante del camión. Lo miré a través del parabrisas y al volante iba… ¡Daniel Kohn!
Mi corazón de cobaya hizo enseguida pum-pum… Estaba tan emocionada de volver a verle. Después de las descargas eléctricas de Alex, Daniel Kohn aún me parecía más atractivo.
El caso era que seguía ejerciendo un enorme atractivo erótico sobre mí. Y tuve la esperanza, totalmente irracional, de que yo siguiera ejerciéndolo sobre él. No como conejillo de Indias, claro. Pero sí como la persona que una vez fui. Pensaría que yo era la mujer más erótica del mundo, aunque tuviera cartucheras.
Bajé los ojos, mis muslos de conejillo también eran gruesos. Y además, peludos; aquello habría sido una combinación mortal para una mujer.
Me enderecé y apoyé las patas en el parabrisas para poder ver mejor. Vi que Daniel Kohn no estaba solo. Nada solo. A su lado iba una rubia. Tenía un cuerpo de 90-60-90, de los que no suelen verse si no es en los reportajes sobre la vida nocturna en Saint-Tropez. Tendría unos veinticinco años, y su coeficiente intelectual no parecía ser mucho más elevado. Soltaba risitas a todo lo que Daniel decía. Seguro que incluso habría soltado risitas si él hubiera dicho: «En todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos». O si le hubiera susurrado al oído: «Acabo de exhumar a tu abuela».
Vi que Daniel Kohn sonreía con encanto a aquella mujer que no paraba de cacarear, igual que antes me había sonreído a mí, y mi corazón dejó de hacer pum-pum e hizo pfff.
Me sentí decepcionada y profundamente herida. Yo esperaba que Daniel llevaría una vida triste, dominada por un solo pensamiento: «Kim fue la mujer más maravillosa que jamás he conocido. Jamás encontraré a nadie como ella. Será mejor que me haga monje».
Bueno, al parecer no era eso lo que Daniel pensaba. En cambio, dejaba que aquella Pamela Anderson para pobres le mordisqueara la oreja.
Me sentía deprimida y muy avergonzada por haber esperado que precisamente Daniel Kohn me echara de menos.
Pero… Pero quizás Daniel Kohn sí me echaba de menos. Quizás aquella mujer sólo era un medio para conseguir el fin de sobreponerse al dolor.
Exacto, Daniel Kohn no era el tipo de hombre que ingresa en un monasterio o siquiera muestra vestigios de melancolía. Él enterraría su dolor por mi muerte en lo más profundo de su corazón y se entregaría a una vida disoluta para llenar de alguna manera su vacío interior. Sí, ésa era la explicación de por qué se paseaba por ahí con una titi como aquélla.
Mi corazón volvió a hacer pum-pum, pum-pum, pum-pum…
Entonces vi que Daniel le ponía la mano en la entrepierna.
Habría preferido la versión monjil del duelo.
La mano de Daniel se deslizó entonces hacia el borde de la falda de la rubia, que le mordisqueó la oreja aún más excitada.
Entonces lo reconocí: me estaba engañando a mí misma. No me echaba de menos.
Y me avergoncé no sólo de haber deseado que me añorara, sino también por haber sido tan tonta como para desearlo, aunque lo viera con otra mujer y los hechos hablaran en contra. Siempre pensé que era menos ingenua. El semáforo se puso verde y el camión arrancó. Mis patas delanteras resbalaron en el parabrisas. No pude mantener el equilibrio, me caí del salpicadero y me estrellé contra el suelo, justo al lado de los pedales. Elle se había acostumbrado tanto a nosotros que no le importaba tener unos conejillos rodando entre sus pies descalzos.
Me levanté a duras penas, me lamí la pata dolorida y pensé: «Tengo que olvidar a Daniel Kohn de una vez por todas». Naturalmente, tenía muy claro que era imposible.
Elle paró en una gasolinera que estaba muy cerca de nuestra casa. Intenté quitarme a Daniel Kohn de la cabeza y concentrarme en la huida.
Cuando Elle abrió la puerta indiqué a mis hermanos que brincaran. Saltamos del camión. Elle se quedó atónito y gritó:
—Eh, ¿adónde vais?
Me supo mal no poder explicárselo. Realmente era un buen tipo, aunque le hiciera falta una buena pedicura. Guie a los conejillos por las calles de Potsdam, les dije cómo tenían que cruzar una calle para que no los atropellaran y, finalmente, llegamos a la avenida donde se encontraba nuestra casa.
Me dirigí hacia ella, feliz, llevando a remolque a Schopenhauer, a Marilyn, a Casanova y… ¡¿Y Depardieu?! Aún no había llegado a la otra acera, cuando me di la vuelta y vi que Depardieu se había parado en medio del asfalto agrietado de la avenida porque allí crecía una margarita silvestre. Una única margarita silvestre, pequeña y fuera de lugar. Depardieu la mordisqueaba con la misma expresión de felicidad en la cara que tenía Buda en su prado de LSD. Con una diferencia: a Buda no se le acercaba un Renault Scenic a toda pastilla.
—¡Depardieu! —grité.
Ni a tiros: cuando mordisqueaba algo, se olvidaba del mundo.
—¡DEPARDIEU! —volví a gritar.
Entonces los demás, que ya estaban acuclillados en la otra acera, vieron lo que pasaba. La conductora, un ama de casa desesperada, era la única que no lo veía. Estaba demasiado ocupada mugiendo a sus hijos en los asientos de atrás.
—¡DEPARDIEU! —gritamos todos.
Pero él mordisqueaba y no oía nada. De repente, Casanova arrancó a correr para empujar a Depardieu y apartarlo del camino.[14]
Pensé: «¡Lo conseguirá! ¡Lo conseguirá! Lo conseguirá…».
No lo consiguió.
Casanova logró apartar a Depardieu, pero no pudo ayudarse a sí mismo y el Renault Scenic lo embistió. El signore voló por los aires y se estrelló en la calle, justo a mi lado.[15]
Casanova estaba muerto. Me quedé paralizada. Y eso no fue bueno. Porque por el otro lado venía un VW Polo. Se acercaba a toda velocidad directamente hacia mí. Demasiado deprisa para esquivarlo. En los últimos segundos que me quedaban, recé para que el conductor —un joven, marca «vendedor de seguros»— me viera a tiempo.
Mis oraciones fueron atendidas.
Me vio.
Lo reconocí en su cara.
¡Me estaba viendo!
Pero eso no me ayudó.
Porque él no frenaba por un humano reencarnado.