Bodo aún se lamía el dedo mientras yo me precipitaba hacia la puerta abierta del laboratorio. Eché un vistazo y vi que mis hermanos seguían en la jaula, pensando qué deberían hacer. Sobre todo Casanova.
Bodo se agachó para cerrar la jaula:
—Ya tengo bastante con perseguir a uno.
Y entonces Casanova también le pegó un mordisco en los dedos.[12]
—AHHHH, ¡mierda de bichos! —maldijo en voz alta.
Mientras tanto, Casanova gritaba a nuestros hermanos:
—¡Vamos!
Salió de la jaula dando un brinco y los demás le imitaron. Los conejillos eran gregarios, igual que nosotros, los humanos.
Y cinco conejillos cruzaron pitando la puerta del laboratorio.
Aún oí gritar a Bodo:
—¡Os atraparé!
Recorrimos a todo trapo un pasillo largo, vacío y blanco, y yo buscaba como una loca una escalera. Bodo salió corriendo detrás de nosotros, se guardó el manojo de llaves en el bolsillo y gritó:
—Como no os estéis quietos, os haré los experimentos sin anestesia. ¡Me importa un bledo lo que diga el reglamento!
Llegamos al final del pasillo, donde sólo había abierta una puerta. Puesto que Bodo resollaba detrás de nosotros, no teníamos alternativa.
—¡Adentro! —grité a los demás.
Cruzamos la puerta zumbados. Y fuimos a parar en medio de una pesadilla. En la sala había una jaula con cuatro monos: llevaban tiritas, vendajes y tenían partes del cuerpo rasuradas. Aquella visión me enfureció tanto que deseé con toda mi alma que Bodo y sus colegas no se reencarnaran en bacterias intestinales sino en animales de laboratorio.
—¡Ya os tengo! —gritó Bodo exultante.
Estaba en el umbral de la puerta. Los monos le vieron y, atemorizados, se apretujaron en las esquinas de la jaula; todos excepto un orangután con aire orgulloso, que llevaba una placa metálica en la cabeza.
—Podemos burlarlo —dijo Casanova—. No podrá atraparnos a todos.
—Pero sí a algunos —repliqué; no tenía ganas de que me pillara a mí precisamente.
Miré a mi alrededor y vi que la jaula de los monos estaba cerrada con llave. Pero también recordé el manojo de llaves que Bodo se había guardado en el bolsillo del pantalón.
—¿Sabéis abrir la jaula con la llave? —les grité.
—Yo he visto hacerlo muchas veces —respondió el orgulloso orangután.
Su voz sonó decidida; al parecer, aún no habían quebrantado su voluntad, y me pregunté si no sería un humano reencarnado. Y si lo era: ¿qué males habría cometido en su anterior vida?
—Necesitamos la llave —le dije a Casanova.
—¿Y cómo vamos a conseguirla?
—Cuando se agache para cogernos, usted le muerde donde más duele.
—Madame, no tengo demasiado interés en hundirme en la entrepierna de un hombre.
—¿Y qué tal su interés en que le torturen hasta la muerte?
—Touché! —asintió Casanova.
—¡Estáis perdidos! —amenazó Bodo, y se inclinó hacia nosotros.
Casanova se deslizó rápidamente dentro de una de las perneras de los pantalones de Bodo.
—¿Qué haces, bicho?
Los pantalones de Bodo se deformaron. Casanova trepó por los pelos de la pierna de Bodo hasta…
—¡AYYYYYYYY! —gritó Bodo, y cayó al suelo.[13]
Corrí hacia él, le saqué las llaves del bolsillo del pantalón con el hocico y las arrastré con todas mis fuerzas hacia la jaula. Tenía la piel empapada en sudor.
—¡AYYY! —seguía gritando Bodo: Casanova no aflojaba.
—Ya casi lo has conseguido —me animó el orangután con la placa metálica.
Los otros monos también se deslizaron hacia la puerta de la jaula. En sus ojos observé una mezcla de sed de libertad y de hambre asesina.
Entretanto, Bodo maldecía e intentaba atrapar a Casanova.
Metí las llaves entre las rejas y el orangután las cogió rápidamente para abrir la jaula.
—¡Date prisa! —apremié.
—Una petición que no puedo sino apoyar —exclamó Casanova.
—Tranquilos —contestó el orangután.
Bodo atrapó al signore y le amenazó:
—Ha llegado tu hora.
Justo entonces se abrió la jaula. Los monos salieron. Aterrorizado, Bodo soltó a Casanova, el signore se estrelló contra las baldosas y resolló:
—No soy amigo de los rescates de última hora.
Bodo intentó huir hacia la puerta. Pero los monos fueron más rápidos y se abalanzaron sobre él entre espantosos aullidos.
—¡Dejadme, bichos! —gritó Bodo.
Pero los monos empezaron a pegarle. Fue brutal. Apropiado.
Salimos pitando del edificio hacia un bosque cercano. Tan lejos como nuestras patitas nos llevaron y nuestra forma física nos lo permitió. Al fin y al cabo, era la primera vez que nos movíamos en libertad y no estábamos acostumbrados a recorrer largas distancias. Finalmente, nos desplomamos agotados en un pequeño prado. Por fin fuera de peligro. Cuando recuperamos el aliento, comimos hierba. Y tengo que reconocerlo: era muchísimo más sabrosa que la mortadela de Konrad Adenauer. Cuando volvimos a tener el estómago lleno, el conejillo escéptico, al que Alex había puesto el nombre de Número Uno, quiso saber:
—¿Y ahora qué hacemos?
—Lo mejor será llevaros con mamá —dije, puesto que yo quería ir a ver a mi hija—. Y para eso buscaremos una calle.
Los tres se alegraron de la posibilidad de ver de nuevo a su mamá y corrieron animados por el bosque. Yo también estaba increíblemente contenta de moverme por fin en libertad. Y mientras cruzábamos el bosque comprobé que mis hermanos, seguramente estimulados por la libertad, ya tenían muy formado el carácter. Número Uno, el escéptico, sospechaba que detrás de cada árbol había una amenaza. Número Dos, el gordo, no paraba de plantear su pregunta favorita: «Eso, ¿se puede comer?». («No, Número Dos, eso es una piedra»). Y Número Tres, la dulce, atosigaba a Casanova con preguntas sobre el tema «Diferencias entre machos y hembras y por qué precisamente esas diferencias proporcionan diversión a mansalva», que el signore contestaba con unas narraciones tremendamente bonitas. Yo también le escuchaba con atención y sentía nostalgia del sexo, alternando mis fantasías entre Alex y Daniel Kohn.
También descubrí que empezaba a querer a aquellas pequeñas criaturas curiosonas. O sea que mamá cobaya tenía razón: aunque yo nunca lo hubiera considerado posible, llevaba realmente a los pequeñines en mi corazón. Y me imaginé al Papa bailando la Hava naguila en el Vaticano.
Al cabo de un rato llegamos a un área de servicio de la autopista. Se oía el ruido de fondo de los coches que pasaban cerca, cosa que trastornó a los demás conejillos, Casanova incluido. Pero aún les espantó más el camión que estaba aparcando.
—¿Un coche sin caballos? —preguntó Casanova asombrado—. ¿Y, además, feísimo?
Siempre me olvidaba de que el signore era de otra época y aún tenía que acostumbrarse a este milenio.
Del camión bajó un conductor robusto de unos treinta años, que llevaba una gorra de béisbol y, mientras meaba en unos matorrales, se puso a cantar el tema country I show you how I love you desafinando horrores. Vi que su camión llevaba un distintivo de Potsdam y enseguida comprendí lo que aquello significaba: en aquel camión podíamos llegar a casa.
Hice señas a los conejillos para que me siguieran. Desde un bidón que alguien había dejado tirado delante del camión, saltamos hasta el estribo y desde allí hasta la cabina. Nos apretujamos debajo del asiento para que el camionero no nos descubriera. Poco después, el hombre subió al camión, se quitó los zapatos y los calcetines, y nosotros nos quedamos calladitos para que no se oyera ni un pío conejil. Nuestros ojos daban directamente a los pies descalzos, que apretaban el acelerador y el embrague, y yo maldije el buen olfato que tienen las cobayas.
El camionero, que seguía tarareando canciones country, no nos habría descubierto si no se le llega a caer un trocito de bocadillo. Vi en los ojos de Número Dos que iba a abalanzarse sobre las migas de pan y me interpuse en su camino antes de que pudiera salir de debajo del asiento. Por desgracia, eso provocó que Número Dos protestara bien alto:
—¡Déjame pasar!
El camionero oyó el chillido, miró debajo de su asiento y, del susto, estuvo a punto de causar el siguiente aviso de corte de carreteras en la radio de información del tránsito. Paró en el arcén, nos sonrió y preguntó:
—¿Tenéis hambre?
En representación de mis hermanos, que no entendían la lengua de los humanos, moví la cabeza afirmativamente. Nos dio zanahoria de un «túper» y, para variar, estuvo bien encontrar a alguien que te daba comida sin antes martirizarte con descargas eléctricas como el chalado de mi marido. ¿O debería decir «el chalado de mi exmarido»?
Nos subimos al asiento del copiloto mientras el camionero se presentaba.
—Yo me llamo Elle. ¿Y vosotros?
En aquel instante me di cuenta de que los conejillos no tenían nombre, sólo el número que Alex les había puesto.
—Voy a poneros nombre —les dije. Los conejillos, desde el uno hasta el tres, me miraron desconcertados—. No sois números, sois conejillos —proclamé, con cierto tono de exaltación a lo Espartaco en la voz.
Al escéptico con el número uno, lo llamé Schopenhauer. A la dulce hembra que le había echado el ojo a Casanova, la llamé Marilyn. Y al gordo, que comía rebosante de vitalidad, le puse el nombre de Depardieu.
Los tres estaban muy contentos con sus nombres y, como respuesta a la pregunta, chillé al conductor:
—Nosotros somos Schopenhauer, Casanova, Marilyn, Depardieu y Kim.
Elle esbozó una sonrisa, puso en marcha el motor, acarició con cariño antes de arrancar una foto que estaba pegada en el salpicadero y dijo:
—Mi familia estará contentísima con vosotros.
Desde la foto me miraba radiante una mujer gorda que habría necesitado asistir urgentemente a una reunión de grupo de Weight Watchers. Y tres niños gordos que habrían quedado de perlas en los carteles de una campaña sobre «La obesidad y sus desastrosos efectos». Pero aquella familia, por mucho que físicamente estuviera pasada de rosca, parecía bastante más feliz que la mía.
Y el camionero era un hombre aún más feliz. Tenía una familia fantástica, un trabajo que le gustaba y las canciones country que tarareaba alegre todo el camino.
Aquel hombre no necesitaba ningún nirvana.
Tenía su vida.
Nunca habría pensado que algún día envidiaría a un camionero.