CAPÍTULO 28

Casanova estaba de un humor excelente. Así cualquiera, claro que él, a diferencia de mí, no había dirigido nunca un programa de debate sobre la experimentación con animales. Yo sabía que, en comparación con un ensayo de la diabetes, una estancia en Guantánamo eran unas vacaciones con el Club Med.

Por eso yo temblaba de miedo mientras Casanova imaginaba que quizás incluso alcanzaría el nirvana. Naturalmente, a mí también me atraía la perspectiva de acumular buen karma. Pero ¿dejándome inyectar insulina y otros preparados químicos durante semanas? Tendría fiebre, arritmias cardíacas y, al final, caería en un delírium trémens.

Sí, claro, ayudaría a personas enfermas. Pero ¿iba a dejar realmente que me torturaran hasta la muerte por una serie de gente que se había pasado la vida hinchándose de dulces?

¿Existía una alternativa? ¿Huir? ¿Siendo un conejillo?

Hay miles de especies animales que tendrían más posibilidades de huir de semejante situación. Yo ni siquiera había logrado salir de aquel simple laberinto.

Pero ¿no debería intentarlo al menos?

Mientras esperábamos a Bodo, sopesé los pros y los contras de una potencial huida, por muy imposible que fuera.

Pro: no me torturarían hasta la muerte.

Contra: no acumularía buen karma.

Pro: no me torturarían hasta la muerte.

Contra: quizás acumularía mal karma.

Pro: no me torturarían hasta la muerte.

Contra: con mal karma, quizás volvería a reencarnarme en hormiga.

Pro: ninguno de esos estúpidos argumentos sobre el karma podía vencer a «No me torturarían hasta la muerte».

La cosa estaba clara: intentaría huir. ¡Que se sometieran a las pruebas los propios diabéticos!

Pero, antes de que pudiera pensar un plan de fuga, Bodo entró en la sala.

—Bueno, bonitos, ya están a punto los ensayos —dijo contento.

Y yo pensé: «No siempre es bueno que a la gente le guste su trabajo».

Bodo sacó un conejillo detrás de otro del laberinto y los puso en una jaula que había dejado en el suelo. Yo fui la última a la que cogió con sus dedos apestosos de tabaco, tanto que deberían recomendarle que se dedicara a la investigación del cáncer de pulmón.

Iba a meterme en la jaula donde ya estaban mis hermanos, tres de ellos mirando desconcertados y Casanova sonriendo rebosante de alegría. Comprendí que, a la que Bodo pasara el cerrojo de la jaula, no habría ninguna posibilidad de escapar. Y por eso le pegué un mordisco, tan fuerte como pude, en los dedos apestosos de nicotina.

Gritó y me soltó. Me estrellé contra las frías baldosas y, a pesar del increíble dolor, salí de allí pitando tan deprisa como podían llevarme mis piececitos.

Madame, ¿qué hace? —gritó Casanova.

—¡Tenemos que largarnos!

—Pero ¿y el buen karma?

—¡A la mierda con el buen karma! —exclamé, y corrí para salvar el pellejo.