De nuevo vi mi vida con mi ojo espiritual: la huida de los aposentos reales, Nina en albornoz, Alex desesperado, yo durmiéndome sobre la mejilla de la pequeña Lilly…
En ese punto intenté con todas mis fuerzas detener la película. Quería disfrutar del recuerdo de Lilly, de su respiración, de su cercanía, del besito de hormiga que le había dado… Quería saborear todo eso eternamente…
Pero el torrente de recuerdos se desbordó: divisé a la reina que huía y oí la marea. ¡Y vi la gran masa de agua que anegaba desde arriba el hormiguero! ¡Oí los gritos de las hormigas! Vi que la tierra de la cúpula cedía y nos caía encima. Noté que el agua fangosa me arrastraba… Entonces se me nubló la vista…
Durante un segundo.
Vi de nuevo la luz. Cada vez más clara. Era maravillosa. Me envolvía. Pero supuse que volvería a rechazarme. Intenté con todas mis fuerzas no abrazarla. No entregarme a ella. No quería volver a llevarme una decepción.
Pero tenía las de perder, era demasiado dulce. Dejé de resistirme.
La abracé. Me sentía tan bien. Tan protegida. Tan feliz.
Entonces la luz me rechazó. Una vez más.
Me desperté muy triste. Había mentido a Casanova: era cierto que quería ahuyentar a Nina, pero una parte de mí anhelaba enormemente esa luz. Una parte muy grande.
El signore tenía razón: era como la zanahoria del burro.
Tenía la esperanza de no reencarnarme más en hormiga, aunque realmente no acababa de creer que hubiera escapado a ese destino. Al fin y al cabo, mi intento de salvar el hormiguero no había tenido mucho éxito. Sólo había logrado salvar a una reina que oprimía a su pueblo.
Sin embargo, si volvía a ser una hormiga, ¿por qué no veía nada? ¿Por qué sólo me notaba cuatro patas en vez de seis?
¿Y por qué demonios alguien me estaba dando lametazos?
—Estate quieta, pequeña. Sólo quiero asearte —dijo una voz afable.
Quise preguntar: «¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? ¿Ya no soy una hormiga? ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está el chalado de Buda?».
Pero sólo me salió un largo «¡Iiiiiiiiiiiiiiiiiii!».
¿Era yo? Volví a intentarlo. Grité «¡Buda!», pero sólo se oyó «¡Iiiii!».
De acuerdo, estaba claro que aquellos chillidos provenían de mí.
¿Era una cría de perro?
—Tranquila —me susurró la voz cariñosa en tono maternal.
«Tranquila, tranquila, —pensé—. Estoy ciega. No puedo hablar. No tengo ni idea del cuerpo que tengo y una lengua no para de darme lametazos: ¿cómo demonios voy a estar tranquila?».
—Iiiii —dije, pues, muy intranquila.
—Mi pequeña, no tengas miedo de la vida —susurró la voz afable.
«No tengas miedo de la vida»: eso estaría bien, pero antes quería saber de qué vida se trataba. ¿Quizás de la de un topo ciego? Pero no estábamos bajo tierra, podía notar los cálidos rayos del sol en mi cuerpo. O sea que no era un topo. Entonces, ¿qué? ¿Una oveja ciega? ¿Un perro ciego? ¿Una gallinita ciega? ¿Encontraría el dedal?
—Bueno, ahora les toca a los demás —dijo la voz, y por suerte se acabaron los lametazos.
«¿Los demás?», quise preguntar, pero también esa vez me salió únicamente un «Iiiiii». Entonces oí otro «Iiiiii», y otro y otro y otro. No estaba sola.[10]
—Pequeñines, no os pongáis nerviosos. Mamá está con vosotros —dijo la voz cariñosa. Y los otros «Iiiiiis» se fueron acallando.
«Mamá está con vosotros»: qué frase más bonita. Sin embargo, me recordaba lo que realmente iba mal. Daba lo mismo en qué me había reencarnado, no estaba con…
—¡Lilly! Mira cómo la mamá asea a los conejillos —oí decir a Alex.
Una frase que desató un alud de pensamientos:
¡Lilly está aquí!
Y Alex también.
Alex ha matado a casi todas las hormigas.
Eso me enfurece.
Aunque él no supiera lo que hacía. Él nunca había sido una hormiga.
Ni un conejillo de Indias.
¡¿Era yo un conejillo de Indias?!
Al menos, eso había dicho Alex.
Él le había regalado una conejilla a Lilly por su cumpleaños.
Seguro que la voz era de esa conejilla.
Y la lengua húmeda.
O sea que estaba preñada.
Por lo tanto, yo tenía razón.
Y Alex se equivocaba.
El muy idiota.
Al menos, yo ya no era una hormiga.
¡Yupiiiiii!
Había acumulado buen karma.
¡Más yupiiiiiiii!
Era una conejilla de Indias.
Realmente, eso no era motivo para ningún ¡yupiiiiiii!
Eso era una mierda.
¿Cómo demonios iba a echar a Nina siendo una conejilla?
—No es cosa tuya echar a Nina —dijo una voz que reconocí en el acto por su tono de Papá Noel. Era Buda.
Y entonces, en medio de la oscuridad, surgió un conejillo de Indias tremendamente gordo, que me sonreía amistoso. Era de un blanco radiante. Y cuando digo radiante, quiero decir radiante: tuve que cerrar los ojos para que el conejillo resplandeciente no me cegara. Buda ya lo había dicho en nuestro primer encuentro: «Adopto la forma de la criatura en la que se ha reencarnado el alma de la persona».
Con un movimiento de pata, el conejillo Buda ahuyentó la oscuridad y en su lugar apareció un gran prado con los colores más vivos del technicolor. Se extendía hasta el infinito y por todas partes brotaban unas flores alucinantes que parecían salidas de un «tripi» de los años sesenta. Estaba clarísimo: aquel escenario no era real. Buda me había secuestrado para poder hablar conmigo sin que nadie nos molestara.
Tiene que ser divertido que puedas crearte tu propia realidad. Si yo pudiera, mi realidad sería como sigue: sería otra vez humana, no sería socialmente reprobable engañar al marido con Daniel Kohn y Nina sufriría amnesia y viviría en el lago Titicaca.
Me miré y descubrí que era un cachorrito de conejillo de Indias. Tenía un pelaje marrón y blanco, y aún estaba pringosa del parto.
—¿Por qué sólo me he convertido en conejillo de Indias? —pregunté y, antes de que Buda pudiera replicar algo, pataleé con mis patitas—. ¡Yo quiero ser un perro! ¡Quiero, quiero y quiero!
(Una semana antes habría considerado imposible que algún día llegara a decir una frase como aquélla).
—Para reencarnarte en perro tendrías que haber acumulado más buen karma.
—¿He salvado a las hormigas que no tocaba? —pregunté.
—No.
—¿No?
—Las has salvado por el motivo equivocado.
—¿Por el motivo equivocado?
—Has actuado por razones egoístas. Porque quieres echar a Nina. Si hubieras hecho lo mismo de todo corazón, ahora serías…
—¿Un perro? —pregunté esperanzada.
—O algo superior —replicó mientras el prado de LSD se desvanecía lentamente a nuestro alrededor.
Ya sólo veía a Buda, blanco y radiante. Y, a su alrededor, una oscuridad intensa.
—Vive una buena vida —dijo el conejillo gordo, y se esfumó.
—Eh, ¡no puedes largarte sin más!
Pero, a esas alturas, ya sabía que aquel idiota podía hacer lo que quisiera. Volvía a estar sola en la oscuridad y pensé qué significaría «algo superior»: ¿un mono o incluso una persona?
¿Y de qué me serviría volver a nacer persona? Sería más pequeña que Lilly. Un bebé.
Aun así, volvió a invadirme la esperanza: si fuera un bebé humano, a los dos años ya podría hablar. Se lo explicaría todo a Alex y no dejaría que se liase con Nina. A lo mejor él incluso me esperaría hasta que yo fuera mayor y volvería a casarse conmigo. Él tendría entonces unos cincuenta, y yo dieciocho…
Caray, si hasta estaba pensando en casarme de nuevo con Alex. ¿Aún sentía algo por él?
Sin embargo, esa fantasía tenía una pega: si la gente pudiera acordarse de todas sus reencarnaciones, igual que yo siendo hormiga y conejillo, ¿el mundo estaría lleno de gente que recordaría sus vidas anteriores? De gente que diría: «Yo era Humphrey Bogart y estoy contento de ser mucho más alto». O bien: «Yo fui bailarina en el Moulin Rouge, pero mis conocimientos de cancán no me sirven de mucho en la junta directiva de la Mercedes». O bien: «Yo era John Lennon, ¿por qué ahora no paso a la siguiente ronda en OT?».
Pero las únicas personas que recordaban vidas anteriores eran o Shirley MacLaine o locos o ambas cosas.
Con todo, tanto si me reencarnaba en perro como en persona, ambas cosas serían mejores que una vida de conejilla roedora. ¡Tenía que seguir acumulando buen karma rápidamente!
—¿Puedo coger en brazos una de las crías? —preguntó Lilly.
Yo estaba de nuevo en la jaula. Los rayos del sol ya no me calentaban, el cielo probablemente se había nublado. Tenía mucho frío.
La mamá me lamía los ojos pegajosos. Así pues, lo primero que vi en este mundo siendo una conejilla fue una lengua rosa. ¡Pero lo segundo fue Lilly! Parecía que, por un momento, se había olvidado por completo de su tristeza. La presencia de las cinco crías le alegraba el corazón.
—Porfa, porfa, ¡dame el que está en aquel rincón! —dijo señalándome a mí—. No para de mirarme.
El pulso me latía a mil. Quería que Lilly me cogiera y me manoseara.
Alex abrió la puerta de la jaula. Mis hermanos gritaron de pánico: «Iiiiiiii…».
—No pasa nada, pequeñines —susurró la mamá—. Los walalalala no comen cobayas.
(Estaba clarísimo que mamá cobaya nunca había estado en Chile).
Mis hermanos siguieron chillando a pesar de aquellas palabras tranquilizadoras, mientras que yo seguía tan tranquila.
—El del rincón es el único que no tiene miedo —constató Lilly.
—Pues cógelo —dijo Alex.
El pulso me latió aún más deprisa; Alex estaba a punto de sacarme de la jaula y de ponerme en brazos de la pequeña. Podría hacerle mimos, notar su proximidad…
—¿Qué hacéis ahí? —Oí decir a Nina.
—Lilly quiere coger en brazos una de las crías.
—Pero si acaban de nacer. Seguro que no les hará ningún bien —dijo Nina.
—¿Ningún bien? —grité—. Tú no tienes ni idea de lo que siente un conejillo de Indias. Tú nunca has sido un conejillo de Indias. Como mucho, una conejita de las otras.
Evidentemente, Nina sólo oyó un sonoro «¡Iiiiiiiiiiii!». Pero mi chillido hizo que los demás conejillos aún chillaran más.
—Lo veis, chillan de miedo —dijo Nina.
Cerré en el acto mi boquita de conejillo. Pero no sirvió de nada.
—Tienes razón —dijo Alex y, dirigiéndose a Lilly, añadió—: Esperaremos a que sean un poco más grandes.
Cerró la jaula.
Lilly volvía a estar muy lejos de mí.