CAPÍTULO 23

Recorrimos el túnel a una velocidad de vértigo y nos detuvimos a poquísima distancia del suelo.

—¡Salvaos! ¡Salvaos! ¡Pronto se inundará todo! —rugí con todas mis fuerzas.

Las hormigas levantaron la vista un instante.

—¡Vamos, corred para salvar el pellejo! —continué gritando.

No corrieron.

—¡Vamos! ¡Arriba!

Siguieron sin correr.

—«Arriba» significa: ¡moved el culo de una vez!

Me miraron de nuevo un instante con la mirada vacía y prosiguieron con su trabajo. Como yo no era su comandante ni mucho menos su reina, mis advertencias les importaban tres pitos. Ocurría lo mismo que en las grandes empresas: el sano juicio se estrella en la jerarquía interna.

—No le hacen caso, madame —dijo Casanova.

—Gracias, no me había dado cuenta —repliqué mordaz, y añadí—: Iremos a ver a la reina. La reina es la única a la que las hormigas harán caso. Sólo ella puede ordenar la evacuación.

—Pero no somos precisamente sus hormigas preferidas —señaló Casanova.

—Da igual. ¡Quiero buen karma! —repliqué.

—Es usted muy cabezota —suspiró Casanova, y alzó el vuelo hacia los aposentos reales.

Llegamos a la ventana panorámica, que estaba vigilada por dos sacerdotisas de la Guardia Real, y nos detuvimos a la altura de sus ojos planeando y oscilando como un péndulo.

—¿Qué queréis? —preguntó una de las guardianas.

No nos reconoció, estaba claro que el día anterior habíamos huido de otras sacerdotisas.

—Queremos ver a la reina. ¡Es urgente! —exigí.

—La reina no recibe visitas no anunciadas.

—Pero es que se trata de la vida de todas las hormigas.

—La reina no recibe visitas no anunciadas.

—¿No sabes decir otra cosa que no sea «La reina no recibe visitas no anunciadas»? —pregunté irritada.

—La reina no recibe…

—¡Vale! ¡Vale! —la interrumpí.

Casanova me susurró al oído:

—¿Salimos volando?

—No —respondí, y señalé hacia los aposentos de la reina—. ¡Entraremos volando!

Lo atravesé con la mirada.

—Leo en sus ojos que no podré hacerla cambiar de opinión —dijo Casanova suspirando.

—Ha leído bien —contesté.

Casanova voló trazando un amplio arco para poder tomar suficiente impulso y se lanzó a todo trapo hacia las sacerdotisas, que lo miraban con estoicismo. Eso sí, el estoicismo fue menguando a medida que nos acercábamos. Pasamos a velocidad punta entre las dos guardianas, que resultaron catapultadas a un lado por el aire que levantó nuestro vuelo y cayeron al suelo. Debieron de hacerse daño, pero les fue mucho mejor que a nosotros.

—No puedo… —gritó Casanova en pleno vuelo vertiginoso.

—¿No puede qué? —pregunté, también gritando.

—¡No puedo frenaaaaaaaaar!

Nos estampamos contra la pared del aposento real y caímos atontados sobre el lecho real.

Eso, por sí solo, ya habría sido un sacrilegio. Pero el hecho de que la reina estuviera durmiendo en el lecho empeoraba la situación. Caímos en blando, pero la queen estaba aún menos amused que en nuestro último aterrizaje forzoso sobre su royal cuerpo.

Casanova se rehizo primero y me dijo:

—Tengo la impresión de que la reina no está dispuesta a escucharnos.

Antes de que pudiera contestarle «Yo también», la reina levantó su monstruoso cuerpo y dijo con voz atronadora:

—Esta vez no llamaré a la guardia.

—¿No? —pregunté con una ligera esperanza.

—Yo misma os arrancaré la cabeza. ¡Aquí y ahora! —gritó.

Tragué saliva y ella empezó a pisotearnos con sus enormes patas.

—Escúcheme —supliqué mientras esquivaba los golpes—, ¡todos corremos peligro de muerte!

—Vosotros no. ¡Vosotros pronto estaréis muertos! —dijo sin dejar de dar golpes, y me acorraló. En un rincón.

El siguiente porrazo me daría de lleno.

—El hormiguero pronto quedará inundado por una marea gigante —dije precipitadamente. La reina interrumpió el golpe. Sus dos patas delanteras se detuvieron a tan sólo un nanómetro de mi cráneo.

—¿Una marea? —preguntó.

—Sí, un humano…

—¿Qué es un humano?

—Disculpe, un grglldd —rectifiqué.

—El singular de grglldd es grgglu —me gritó Casanova.

—Disculpe, mi reina, un grgglu va a inundar el hormiguero —rectifiqué de nuevo.

La reina bajó las patas y constató:

—Los grglldd son muy capaces de hacerlo.

—Tiene que ordenar a las hormigas que abandonen la ciudad —insistí.

La reina me miró y me preguntó:

—¿Y por qué tendría que creer a una ridícula obrerita?

—Si no fuera por eso, no habría vuelto; al fin y al cabo, usted iba a ejecutarme.

La reina asintió, eso la había convencido. Y entonces dio la orden de evacuación.

Desgraciadamente, la reina no entendía lo mismo que yo por «evacuación».

—Traed de mis aposentos a los mejores amantes. Nos iremos con ellos —ordenó a las dos sacerdotisas.

Las dos sacerdotisas salieron corriendo. La reina las llamó:

—¡Y que no se enteren las demás sacerdotisas de que nos largamos!

Miré a la reina, desconcertada.

—¿No quiere que las demás sacerdotisas lo sepan?

—Mis amantes sólo pueden llevarnos a mí y a las dos guardianas —me explicó, como si fuera lo más normal del mundo. Y se acercó a toda prisa a la ventana panorámica.

—¿Dejará que las demás sacerdotisas se ahoguen? —pregunté horrorizada.

—Sí, ¿y? —contestó la reina.

Las sacerdotisas entraron a toda prisa en el aposento en compañía de diez hormigas voladoras.

—¿No va a dirigir una proclama al pueblo?

—En una situación como ésta, cada segundo cuenta. ¡No puedo malgastar mi tiempo! —Dejó bien claro la reina.

Luego se dirigió a sus amantes:

—Llevadnos a la superficie.

Las hormigas voladoras obedecieron. Dos de ellos cargaron con las sacerdotisas, mientras los otros seis izaban entre resoplidos a la reina.

—No puede dejar que su pueblo se ahogue —grité.

—Lo que importa es la continuidad de nuestro pueblo —replicó la reina con los modales de los dictadores en una conferencia de prensa—. Yo tengo que salvarme para salvar al pueblo.

Dicho esto, ordenó a sus amantes que la llevaran por los aires.

Me quedé conmocionada: Alex anegaría la ciudad en cualquier momento, ¡y la reina dejaba a sus súbditos en la estacada!

Me asomé consternada a la ventana: las pequeñas tropas pululaban por todas partes. Seguro que Krttx y Fss también estaban por allí. Ellas merecían seguir con vida mucho más que la reina.

—¡Tenemos que avisar a las hormigas! —dije a Casanova, sin tener la más remota idea de cómo iba a conseguir que esta vez me escucharan.

Entonces oímos el retumbar del agua que entraba bramando por el túnel.

—Demasiado tarde —dijo Casanova.

—Eso parece —asentí con tristeza.

—Al menos hemos salvado a unas cuantas hormigas —prosiguió Casanova—, a lo mejor basta para tener buen karma.

—Ojalá —repliqué.

Y llegó la gran marea.