Volvía a contar con un plan, y ahora debía durar más de tres minutos y medio: ¡tenía que acumular buen karma! Y también sabía cómo hacerlo.
—Avisaré de la inundación a las hormigas.
En aquel instante, el suelo tembló. Alex se había puesto los zapatos en el cancel y salía al jardín con pasos enérgicos. Aunque tardara un rato en encontrar el adaptador para conectar la manguera en el desordenado cobertizo, no quedaba mucho tiempo: tenía que avisar a las hormigas. Dejé plantado a Casanova y me fui corriendo.
—¡Madame! —gritó Casanova detrás de mí, preocupado—. Para reencarnarse tiene usted que morir.
Yo ya no escuchaba, quería buen karma. Lo de morir me parecía secundario.
Adelanté a Alex a toda pastilla en la terraza y volví la vista atrás para ver a qué distancia lo tenía. ¡Fue un error! Fui a parar directa a la telaraña.
Los hilos eran como amarras de barco que alguien hubiera empapado con pegamento rápido. Quedé prendida al instante y, cuanto más intentaba escapar, más me apretaban. Hasta que apenas pude respirar.
Intenté tranquilizarme. Respiré hondo. Aspiré profundamente y espiré aún más intensamente. Empecé a serenarme. Seguía atrapada, pero, al relajarme, cogía más aire. El pánico se volatilizó.
Cavilé sobre cómo podría salir de aquella embarazosa situación. Pero entonces se anunció mi sentido de la alarma: un dolor de cabeza me atravesó el cráneo.
Mis piernas querían correr, pero sólo pataleaban en la telaraña. Los hilos volvieron a apretarme más, y yo no podía parar: mi sentido de la huida estaba fuera de control. Pateé, tiré y cada vez me apretaban más. Volví la cabeza y descubrí la causa de que mi sentido de la alarma enloqueciera: ¡había una araña en lo alto de la telaraña!
Era descomunal, tenía las patas más peludas que un futbolista argentino y aire de «La compasión no va conmigo». ¡Y se desplazaba hacia mí! Como un gordinflón enganchado a la tele que aprovecha los anuncios para acercarse al frigorífico. Yo era su pica-pica del intermedio. Las nueve y media de la mañana en Alemania.
Quise huir, pero estaba adherida a las pegajosas cuerdas. Y por eso grité:
—¡Auxilio! ¡Auxilio!
—Ah, no soporto que la comida chille —criticó la araña con una voz de pito enervante.
«Ya me gustaría a mí tener tus problemas», pensé.
En aquel momento, el hecho de saber que, si moría, volvería a reencarnarme en hormiga no me servía de consuelo. Por un lado, no podría avisar a tiempo de la inundación a las hormigas y perdería una ocasión inmejorable para acumular karma. Por otro lado, no tenía el más mínimo interés en ser devorada lentamente por una araña.
—No es que tengas mucha chicha —objetó la araña.
Yo estaba demasiado espantada para atender esa queja.
—Pero no estará mal como tentempié —prosiguió.
¿Tentempié?, me pregunté, ¿de qué conoce una araña la palabra «tentempié»?
Seguía descendiendo hacia mí, lentamente. No tenía motivos para tener prisa.
—Bueno, me llenarás el estómago hasta la hora del almuerzo.
«¿Almuerzo?, —pensé—, ¿esa araña también conoce la palabra “almuerzo”?». Y comencé a darle vueltas: ¿Podía ser? ¿Y por qué no? Era una posibilidad.
La araña ya estaba justo encima de mí en la telaraña.
—Bueno, hormiguita. Ahora tendría que rociarte con veneno. Pero, francamente, no soy amigo de la comida con sustancias tóxicas. Así es que perdona, pero prefiero comerte viva.
«¿Sustancias tóxicas?», medité. ¡La posibilidad acababa de convertirse en certeza!
La araña abrió su inmensa boca. Rápidamente dije:
—Usted también es un humano reencarnado, ¿verdad?
La araña apartó la boca, la cerró y movió la cabeza a un lado y a otro, pensativa.
—¿Tengo razón? —insistí.
Al cabo de unos instantes, la araña asintió con cautela. Mi sentido de la alarma dejó de trabajar y, un poco más relajada, añadí:
—Yo también me he reencarnado. Me llamo Kim Lange.
—¿La presentadora de televisión?
—Sí, la misma —contesté aliviada y, en cierto modo, halagada de que me conociera.
—Y usted, ¿quién es?
—Era.
—¿Quién era?
—Thorsten Borchert —contestó la araña.
Busqué en el disco duro de mi memoria, pero no obtuve ningún resultado para Thorsten Borchert.
—No se esfuerce. Usted no me conoce —dijo la araña—. Yo era un don nadie.
Aquello me sonó a dechado de autoconfianza.
—Nadie es un don nadie —dije, utilizando el tono distendido y afable que había aprendido a usar con los entrevistados difíciles.
—Yo sí —replicó—. Usted era presentadora de televisión. Yo, un insignificante funcionario gordo del sector del tratamiento de aguas residuales.
—Oh, también es una profesión interesante —contesté en un tono distendido aún más afable.
—¿Y qué tiene de interesante?
—Bueno, ejem… Todo. Las aguas residuales son muy interesantes —dije.
En aquel momento me di cuenta de que las arañas también podían mirarte en plan de «A mí no me vaciles».
—Alguien como usted no me habría mirado ni con el culo —afirmó Thorsten Borchert.
—Pues claro que sí —dije, con empeño—. Hasta con la cara.
—Pero si incluso ahora sólo habla conmigo porque me la voy a comer.
«¿Voy?, —pensé—, ¿ha dicho “voy”?». Tendría que haber dicho «iba». No me gustó nada el uso del presente. Mi sentido de la alarma comenzó a activarse de nuevo.
Tan tranquila como pude, dije:
—Me gustaría saberlo todo de usted. Suélteme y podremos charlar.
—¿Quiere charlar con alguien que a los treinta y tres aún vivía con su madre?
—Ejem…, sí —mentí.
—No la creo —replicó.
—No hay motivo para no creerme —dije, y me di cuenta de que mi voz no sonaba nada creíble.
—Malgasté toda mi vida —comenzó a lloriquear Thorsten—. No hice realidad ni uno de mis sueños. ¿Sabe que nunca bailé desnudo bajo la lluvia?
—No… —y no había nada que pudiera interesarme menos.
—Me habría encantado bailar desnudo bajo la lluvia —suspiró Thorsten—. ¿Ha bailado alguna vez desnuda bajo la lluvia?
—No —contesté ciñéndome a la verdad. No me iban los resfriados.
—Mi madre, sí.
Miré hacia el cobertizo, que estaba al final de nuestro gran jardín, y oí a Alex maldiciendo mientras buscaba el adaptador para conectar la manguera.
—¡Suélteme, por favor! ¡Tengo que salvar un hormiguero del exterminio! —apremié.
A Thorsten, la araña, le desconcertó el cambio súbito de tema y le expliqué hablando a borbotones de qué se trataba.
—¡Me importan un pito esos bichos!
—Pero a mí no —grité.
—¿Va a seguir charlando conmigo o no? —preguntó.
—¡No! —respondí con poca visión táctica—. ¡Libérame de una vez, idiota! —Se había acabado el tratarle educadamente de usted.
—Mamá tenía razón, todas las mujeres son unas mentirosas.
No me gustó el rumbo que tomaba la conversación. Volvió a acercarse a mí. Ese rumbo tampoco me gustó. Y a mi sentido de la alarma, menos aún, pues hizo que casi me estallara el cráneo.
—¿Y qué piensas hacer? —pregunté, sin conseguir apenas tapar el nerviosismo de mi voz.
—Comerte —dijo lapidariamente.
Él también había renunciado al educado «usted».
—¡QUÉ! —exclamé.
—Tengo hambre.
—¡No puedes comerte a una persona!
—Tú no eres una persona. Eres una hormiga. Yo soy una araña. Así es nuestra nueva vida. Hay que adaptarse. Todo lo demás sería engañarse.
Esa manera de abordar el fenómeno de la reencarnación me pareció a todas luces demasiado pragmático. Thorsten se acercaba cada vez más. ¿Qué podía hacer contra aquel loco? Pensé en ello a toda prisa y se me ocurrió una idea desesperada:
—Déjame ir o me tiraré un pedo en tu boca.
—¿Qué? —preguntó Thorsten sin vocalizar apenas: ya tenía la boca muy abierta.
—Déjame ir o me tiraré un pedo en tu boca.
Pensó en ello y luego dijo:
—Podré hincarte el diente igualmente.
—Pero no tendré buen sabor —contraataqué.
Thorsten titubeó y luego replicó:
—Pero estarás muerta.
—Volveré a nacer —objeté.
Thorsten guardó silencio, confundido.
Y yo añadí:
—Y antes de morir me habré tirado pedos en tu boca. Y el sabor no se te irá en muchos días.
Thorsten buscó un argumento en contra y, por desgracia, dio con uno:
—A lo mejor te engullo antes de que puedas tirarte pedos.
Ahora era yo la que buscaba un argumento contra su argumento, y también di con uno:
—Tirándome pedos soy más veloz que el viento.
Thorsten titubeó. Un buen rato: buscaba un argumento contra mi argumento en contra de su argumento. Yo percibía su aliento cálido en torno a mi culo de hormiga. El pánico iba en aumento, mi instinto de huida se desbocaría en cualquier momento y yo intentaría escapar. Y entonces Thorsten me hincaría el diente. Mantenía una lucha conmigo misma. Dura. Al final no pude seguir combatiendo a mi instinto. Mis piernas se pusieron en posición de arranque, lo cual con toda seguridad significaría mi perdición. En el último momento, Thorsten dijo:
—De acuerdo, tú ganas.
Me liberó de los hilos pronunciando las siguientes palabras:
—No me gusta la comida que discute con uno.
Me estrellé contra el suelo. Me hice daño, pero me sentía increíblemente aliviada por no haber acabado aquella vida haciendo de tentempié de arañas.
Miré a Alex, que salía del cobertizo. Había encontrado el adaptador para conectar la manguera. Salí corriendo, pero aún tenía las patas pegajosas de los hilos de la telaraña y se me pegaron en la terraza.
—¿Puedo ayudarla, madame? —preguntó Casanova, que había aparecido de repente detrás de mí.
Antes de que pudiera responderle, me quitó rápidamente los restos adherentes con sus numerosas patas.
—Gracias —le dije, y me dispuse a salir corriendo de nuevo.
—Quédese, por favor —me instó Casanova.
—Tenemos que avisar a las hormigas —repliqué, y salí corriendo hacia la entrada del túnel. Casanova corrió detrás de mí:
—Se ahogará, madame. Y ahogarse no es una buena manera de morir —dijo Casanova, y me dio la impresión de que había pasado más de una vez por la experiencia de morir en el agua.[9]
—¡Necesito buen karma! —repliqué bravamente.
—Posee usted más valor que juicio —dijo Casanova suspirando, y me dio alcance.
—Para alguien que es famoso por su encanto, eso no ha sido muy amable que digamos —repliqué con una sonrisa forzada.
—Oh, al contrario: en una mujer, admiro el juicio y adoro la sensualidad, pero lo que más me impresiona es una mujer con coraje.
—Gracias —dije, sorprendida de repente de mi propia valentía: lo más corajoso que había hecho en mi vida humana había sido traer al mundo a Lilly.
Poco antes de llegar a la entrada del túnel, Casanova me cerró el paso.
—¡No me detenga! —dije con rudeza.
—No lo pretendo —dijo Casanova—. Súbase a mi espalda.
Lo miré con asombro.
—Puede que a mí también me vaya bien un poco de buen karma.
—Creía que acumular buen karma no iba con su disposición natural.
—Aún no hemos acumulado nada —replicó la encantadora hormiga sonriendo.