CAPÍTULO 20

A los tres minutos y veintinueve segundos aún disfrutaba de estar acostada junto a Lilly. De observar su cara, de oler su aroma infantil dulzón. A los tres minutos y treinta segundos, Alex entró en la habitación, se nos acercó y… ¡me vio!

No a su exmujer, no, a una hormiga que se deslizaba por encima de su hija.

—Vale —dijo en voz alta—, ya estoy harto de bichos.

Me apartó de la mejilla de Lilly con un golpe de dedo lo bastante suave para que la niña no se despertara, pero que hizo que yo me preguntara, después de un contacto nada suave con el estucado, cómo tratarían de un traumatismo cervical a las hormigas.

Lilly murmuró algo, pero volvió a dormirse. Alex le dio un beso y salió del cuarto muy resuelto. Seguro que intentaría matar a las hormigas. Algo que yo no había conseguido. Dos días antes de mi encontronazo con la estación espacial le había dicho a Alex que tenía que volverme más radical. Quería coger la manguera del jardín y arrasar el nido. Y lo tuve claro: «Ya estoy harto de bichos» significaba, traducido, «¡Ahora mismo voy a por la manguera!».

Tragué saliva: el hormiguero sería destruido por una marea gigante. Pero me tranquilicé enseguida: ¿y a mí qué? No era un lugar agradable. Y, con un poco de suerte, todas las hormigas irían hacia la luz.

Pero ¿y si no iban?

¿Y si aquello era el final definitivo de su existencia?

Entonces su muerte sería absurda.

Y atroz.

Me quedé desconcertada.

Me apresuré hacia el pasillo, pasando por delante de los patines de Lilly, y fui a la sala de estar a ver a Casanova, que había encontrado migas del convite de mi funeral y se las zampaba satisfecho. Le pregunté:

—¿Conoce la luz que se le aparece a uno antes de reencarnarse?

—Sí. Es como la zanahoria del burro.

—¿Cree que las hormigas van hacia esa luz?

—No lo sé —replicó—, pero me cuesta imaginar que unas criaturas tan comunes como las hormigas acumulen buen karma a lo largo de su vida.

Me quedé muy asombrada:

—¿Karma?