CAPÍTULO 18

Volamos por un túnel hacia el firmamento, hacia la libertad. Pero yo era incapaz de alegrarme. Curiosamente, la muerte de los perseguidores me había destrozado. Las hormigas ya eran para mí un poquito como personas.

Madame, ¿por qué está triste? —me preguntó Casanova cuando aterrizamos en la terraza.

A la luz del atardecer, se notaba cálida. Pero yo apenas me di cuenta.

Miré hacia nuestra casa intentando concentrarme en lo esencial, en impedir que Nina se convirtiera en la nueva madre de Lilly.

—Ahí vive mi familia —dije.

Casanova guardó silencio. Luego dijo:

—¿Y quiere usted influir en su vida?

Asentí con tristeza, pues no tenía ni idea de cómo iba a arreglármelas.

—Será un placer acompañarla. No importa qué difícil dilema tenga que resolver —se ofreció—. Nunca dejo en la estacada a una mujer hermosa.

—¿Y cómo sabe que soy una mujer hermosa? —pregunté—. En este momento, no es que mi aspecto revele mucho.

—Una mujer hermosa no lo es por su aspecto, sino por su carácter.

No pude evitar sonreír, a pesar de todo. Aquel hombre sabía cómo camelar a las mujeres. Era un poco como Daniel Kohn.

—¿En quién está pensando? —preguntó Casanova.

—¿Cómo dice?

—Acaba de sonreír muy ensimismada. Y sólo se sonríe así cuando se piensa en alguien por quien nos sentimos atraídos.

Casanova no sólo sabía qué les gusta a las mujeres. Por lo visto, también sabía qué piensan. Y yo no sabía si eso me gustaba.

En vez de darle una respuesta honesta y hablarle de Daniel Kohn, dije:

—Vamos.

Cruzamos la terraza para ir hasta la casa. La telaraña que olía a podrido seguía deshabitada. La araña debía de haberla abandonado.

La puerta de la sala estaba abierta y entramos. No había nadie y la mesa de los pasteles estaba desmontada.

—¿Es éste su domicilio? —preguntó Casanova.

Asentí.

—El gusto de la gente ha cambiado mucho a lo largo de las épocas —dijo mirando la lámpara de pie de cromo, y se notaba que no la valoraba positivamente.

De repente oímos unos pasos: ¿quién sería? ¿Alex? ¿Lilly?

Era Nina. Con el pelo mojado. En albornoz.

Resoplé.

—¿Quién es ese ser maravilloso? —preguntó Casanova.

No respondí, sólo resollé.

—Es encantadora —comentó fascinado.

Lo miré furiosa.

—En los últimos siglos he visto a pocas mujeres y aún menos con un escote tan impresionante.

Efectivamente: Nina llevaba el albornoz lo bastante abierto para que los hombres lo encontraran interesante, pero creyeran que lo llevaba así involuntariamente. ¿Había seducido ya a Alex ese día, el de mi funeral? Porque, de lo contrario, ¿qué hacía paseándose por allí en albornoz?

Echando pestes, corrí hacia Nina y le pegué un mordisco en el dedo meñique del pie, que olía a mi gel de ducha de albaricoque. ¡La mordí tan fuerte como pude! ¡Tiré y desgarré brutalmente con mis mandíbulas! Y grité: «¡Yija, yijaaaaaaaaa!». ¡Fue una carnicería!

Y, evidentemente, no surtió ningún efecto.

Ni se dio cuenta. Yo era demasiado pequeña. Frustrada, lo dejé correr.

Entonces entró Alex en la sala. Se había cambiado el traje negro por unos vaqueros y una camiseta, y sus ojos parecían aún más enrojecidos y cansados.

—¿Cómo está Lilly? —preguntó Nina preocupada.

—Está jugando con la Gameboy —contestó Alex, y se dejó caer, cansado, en el sofá. Estuvo callado un rato y luego preguntó con tristeza—: ¿Crees que lo superará?

—Seguro —replicó Nina.

Fue más un intento desvalido de brindar consuelo que verdadera convicción.

Alex calló.

—Gracias por dejar que me quede a dormir —dijo Nina, y se sentó junto a él en el sofá.

—No podía permitir que pasaras la noche en un hotel —contestó Alex, cansado y mirando fijamente al suelo. No mostraba el más mínimo interés por el escote de Nina, y me avergoncé de haber imaginado que ya había hecho algo con ella.

—Si necesitas ayuda, puedo coger unos días más de vacaciones —se ofreció Nina.

—¡No necesita ninguna ayuda! —grité—. ¡Desaparece, regresa a Hamburgo y atibórrate de anguilas en la lonja! ¡O lo que se haga por allí!

Alex lo consideró un momento y luego dijo:

—Estaría bien que te quedaras un poco más. Quiero concentrarme en Lilly y me gustaría que me echaras un cable con todo el papeleo.

—Soy buena echando cables —contestó Nina.

—¡A ti te echaré yo un cable! —grité—. ¡Y luego lo apretaré!

Alex miró a Nina esforzándose por sonreír, y se lo agradeció:

—Eres muy amable.

Y Nina resplandeció:

—Faltaría más.

—Es maravillosa —dijo Casanova.

—¿Que es qué? —lo abronqué.

—Maravillosa. Es una mujer preciosa que no deja solo a un hombre con su dolor —contestó Casanova mirando embelesado a Nina.

Le pegué una buena patada con la pierna trasera izquierda.

—¡Au! —gritó.

Y me llevé una decepción por no haberle hecho bastante daño para que gritara «¡AUUUUUUUU!».

Alex se levantó del sofá.

—Voy a acostar a la pequeña.

—De acuerdo —dijo Nina—. Yo prepararé la cena.

—Eres muy amable —dijo Alex cansado, y se fue al cuarto de la niña.

Y yo me deslicé tras él, mientras Casanova continuaba mirando a Nina fascinado.