CAPÍTULO 17

—¡Tú! —gritó mirando a Casanova.

—Veo que su Majestad me recuerda —dijo Casanova sonriendo con una majestuosidad impresionante, si teníamos en cuenta que acabábamos de encaramarnos a una reina a la que habíamos provocado un coitus interruptus.

—Tú… Tú… Tú pronto estarás muerto —balbuceó la reina, enfurecida.

—Y veo que sigue expresándose de un modo magnífico —se burló Casanova.

La reina se irguió delante de nosotros. Era unas seis veces más grande que las demás hormigas y parecía un monstruo de una película de ciencia ficción de los años cincuenta, pero, por desgracia, en directo y en color.

—¡Cogedlos! —gritó a las guardianas apostadas en la puerta del gran aposento, que tenía las paredes de arena pulida con primor, probablemente para demostrar la opulencia real.

—Tengo un plan formidable —me susurró Casanova al oído.

—¿Cuál? —pregunté atemorizada.

—Huiremos.

—Efectivamente, un plan formidable —ratifiqué.

Casanova salió corriendo y yo lo seguí. Pero no corrió hacia la puerta porque las guardianas ya venían en esa dirección. Corrimos hacia un agujero abierto en la pared de tierra. Al parecer, la reina lo usaba como una especie de ventana panorámica para contemplar el gran hormiguero. De golpe comprendí que Casanova quería volar otra vez hacia los túneles de la cúpula por los cuales se podía escapar a la superficie. No era mala idea. Sólo tenía una pequeñísima pega:

—¡Yo no puedo volar! —grité a Casanova—. ¡A diferencia de usted, no tengo alas!

—Ya lo había pensado, madame —dijo Casanova cuando nos detuvimos junto a la ventana panorámica—. Súbase a mi espalda, la sacaré volando de aquí.

—Tiene un ala rota.

—Eso sólo hará que nuestra huida sea más formidable.

Bajé la mirada hacia la metrópoli hormiguera y comprobé que quedaba muy abajo. Me dio muy mala espina, de repente tuve miedo de morir. Tanto si volvía a nacer como si no, el impacto mortal me haría un daño atroz.

—¡Cogedles! —gritó la reina, y vi que las guardianas nos estaban dando alcance. Subí como un rayo a la espalda de Casanova. Extendió las alas, gritó Attenzione! y saltó.

Caímos como una piedra. O, para ser más exactos, como dos piedras.

—¡AHHHHHH! —grité, presa del pánico.

—¡AHHHHHH! —gritó Casanova, presa del pánico. Y que él también fuera presa del pánico mató el resto de confianza que me quedaba de que saldríamos de aquélla sanos y salvos.

—¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHH! —grité.

—¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHH! —gritó Casanova. Y el suelo estaba cada vez más cerca.

—¡Vuele! —grité.

—No puedo —replicó; estaba como paralizado por el pánico.

Le pegué un mordisco. ¡Fuerte!

—¡Auu! —chilló.

—¿Volará de una vez? —pregunté. Estábamos a fracciones de segundo de impactar en una montaña de comida.

Incluso veía claramente el lacasito donde nos estrellaríamos.

—Ya vuelo, ¡ya vuelo! ¡No más mordiscos! —gritó Casanova, que por fin había despertado de su parálisis.

Y, efectivamente: ganamos altura. Gracias a su ala rota, dábamos vueltas sobre nuestro propio eje y yo me las veía y deseaba para agarrarme bien, pero ganamos altura. ¡Hasta la vista, lacasito! El vuelo de Casanova empezó a estabilizarse poco a poco. Yo estaba más segura sobre su espalda y veía el hormiguero desde arriba: dicen que, observadas desde una gran altura, las personas parecen hormigas. Pues bien, vistas desde arriba, las hormigas parecen personas. Son seres vivos como nosotros: dinámicas, inquietas, laboriosas, en constante movimiento. Y pensar que el incordio de Nils las había quemado con una lupa… o que yo las rociaba con veneno para insectos…

—Mire, madame, la reina —dijo Casanova cuando volvimos a encontrarnos a la altura de la ventana panorámica.

—¡Os ejecutaré! —gritó.

Casanova se acercó volando a la escandalizada reina y dijo:

—Mi querida señora, os sulfuráis en exceso.

Había que reconocer que tenía jeta. Pero le faltaba perspicacia. Las sacerdotisas de la guardia no tenían alas, cierto, pero había olvidado a los amantes de la reina, que sí podían volar.

—Traédmelos. ¡Pero antes despedazadlos! —ordenó la soberana al batallón de cazas y, al hacerlo, tenía espuma blanca en las comisuras de las mandíbulas.

Una docena de hormigas voladoras salieron disparadas de los aposentos de la reina, directas hacia nosotros.

—¿Y ahora qué? —grité.

—Tengo un plan formidable —dijo Casanova.

Si era tan formidable como el último plan formidable, teníamos un problema.

—¿Cuál? —pregunté, llena de dudas.

—Ya lo verá, madame. ¡Sujétese!

De nuevo nos precipitamos en picado hacia el suelo, pero esta vez a propósito. Aquel loco, ¿quería que nos matáramos? Con los aparatos de sujeción que tenía entre las garras me pegué como una ventosa a su espalda acorazada, noté la resistencia del aire, me agarré con más fuerza y recé a Dios. Pero me detuve, pensativa: ¿tenía que rezar a Dios? La experiencia de la reencarnación, ¿era idea de Dios?

A pesar de nuestra tremenda velocidad, las hormigas voladoras nos ganaban terreno amenazadoramente. Aceleraban una barbaridad. Lo mismo debe de ocurrir cuando los cohetes se precipitan sobre la Tierra.

Cerré los ojos, segura de que con el impacto dejaríamos un cráter enorme donde sólo podrían encontrar a nuestros restos hechos papilla. Nuestros perseguidores ya casi estaban a nuestra altura, y nos encontrábamos a tan sólo unos pocos cuerpos de hormiga del suelo.

Fue el momento exacto en el que Casanova interrumpió el vuelo en picado frenando en seco.

—Arrggh —gimió y, poco antes de llegar al suelo, consiguió planear.

Nuestros perseguidores no pudieron reaccionar a tiempo: se estamparon contra el suelo y dejaron un paisaje de cráteres impresionante.

Madame, tengo una experiencia de vuelo de ciento quince vidas. Esas hormigas, sólo de una —dijo Casanova, comentando su maniobra con un orgullo descarado.

Casanova volvió a alzar el vuelo lentamente y, aunque cada vez era más difícil reconocer los restos de los perseguidores muertos, no pude apartar los ojos de los cuerpos machacados.