CAPÍTULO 15

Corrí hacia el hormiguero, que latía lleno de vida, y aproveché para trazar un plan en mi mente: descubriría dónde estaba el calabozo de la reina y luego… Luego ya veríamos.

Admito que el plan que había trazado no era un plan muy impresionante. Pero, dadas las circunstancias, no estaba nada mal.

Las circunstancias eran las siguientes: no quería imaginar qué pasaría si Nina criaba a mi pequeña Lilly. Pero es lo que pasa cuando alguien no quiere imaginarse algo: que lo hace y en los colores fosforito más chillones. Con mi ojo espiritual vi a mi dulce y preciosa Lilly: una pequeña criatura que se acurrucaba de noche junto a mí porque tenía miedo del brujo Gargamel, que era tan incompetente que nunca conseguía atrapar a los pitufos. Lilly no podía caer en las garras de Nina, que la criaría para convertirla en una mujer despiadada y dura. En una mujer… ¿como yo?

Me sentí desenmascarada, aparté de un plumazo la idea y me dediqué a maldecir a Nina con más vehemencia.

—Tonta del haba —la insulté en voz alta.

—¿Qué has dicho? —me preguntó una comandante que se acercaba a mí con su tropa por un sendero.

Era una vez y media más grande que yo y tenía un aire amenazador.

—¿Que soy una tonta del haba? —preguntó, picada.

—Este… Ejem… No quería decir eso —balbuceé.

—¿Y qué querías decir?

—Tanta vaga —aclaré, poco convencida.

—¿Tanta vaga? —preguntó la comandante confusa.

—Tanta vaga —repetí.

—Y eso, ¿a qué viene?

A mí también me habría gustado saberlo.

—Ejem… Bueno… Este… No… No me gusta ver tantas hormigas paradas y… tan vagas.

—Ah —replicó la comandante, no demasiado convencida.

Yo quería proseguir mi camino a toda prisa, pero ella insistió con sus preguntas:

—¿Qué haces aquí sola?

—Trabajo.

—Las hormigas no trabajan solas —dijo la comandante, y dio un paso preocupante hacia mí.

Olí su aliento y deseé que inventaran pronto un colutorio para hormigas y que lo sacaran al mercado.

—¿Qué te traes entre manos? —insistió.

Mi cabeza daba vueltas pensando qué podía responder. Lo intenté con una media verdad:

—Yo… Ejem… Tengo que ir al calabozo de la reina.

Me di cuenta de que la comandante se había puesto a temblar.

—Tú… Tú… ¿perteneces a la Guardia Real?

—Pues claro que pertenezco a la Guardia Real —dije en un tono lo más autoritario posible.

La comandante temblaba como si yo fuera el diablo en persona. Me gustó esa reacción. Enormemente. Nadie me había tenido tanto miedo, salvo mis ayudantes.

—Perdóname, sacerdotisa —dijo la comandante devotamente, y dio la orden de avanzar a su tropa.

Las atemorizadas hormigas se apresuraron a subir por el sendero, a una velocidad que casi hacía suponer que no se detendrían hasta llegar al destierro.

«Sacerdotisa»: así me había llamado. Por lo visto, las hormigas tenían una especie de religión. Me pregunté cómo sería. ¿Creían en un dios? ¿En varios? ¿Quizás incluso en la reencarnación?

Subí por el sinuoso sendero en busca del calabozo que, suponía, debía de estar en una de las cámaras del muro de la derecha. En la dirección que habían tomado las hormigas de la tropa de Krttx cuando se llevaron a rastras al prisionero.

Y, cada vez que una comandante me miraba mal, le decía: «Pertenezco a la Guardia Real», y les entraba miedo. Por fin volvían a respetarme. «Pertenezco a la Guardia Real» se convirtió en mi frase favorita y se la decía incluso a las comandantes que no me miraban de reojo. Era divertidísimo.

Lamentablemente, la pronuncié una vez de más:

—Pertenezco a la Guardia Real.

—Nosotras también —me contestaron tres hormigas.

Observé sus rostros. Tenían unos ojos gélidos, duros, inflexibles. Así habrían representado los ojos de los inquisidores españoles si hubieran tenido cinco ojos.

—No te conocemos —dijo la jefa con voz cortante.

—Bueno, es que soy nueva —repliqué débilmente.

Las tres se miraron un momento. Era fácil leerles el pensamiento: «Alguien se está haciendo pasar por una de nosotras. Eso es un sacrilegio. Deberíamos matarla aquí mismo. A ser posible, lentamente, o no haremos justicia a este sacrilegio».

Las estridencias de mi alarma de hormiga me atravesaron el cráneo. Apenas liberado el instinto de huir, yo ya había echado a correr. En mi vida había corrido tan deprisa. La sangre me latía en el cráneo. Simultáneamente, mi cerebro trabajaba a toda máquina: «¿Cómo puedo darles esquinazo? Lo mejor será que me adentre en la multitud. Entre miles de hormigas puedo librarme de ellas. Ahí no me encontrarán nunca. Exacto. Exacto, eso es lo que ha…».

No llegué al «… ré». Mis perseguidoras eran rápidas como boinas verdes americanos atiborrados de anfetaminas. Me redujeron en un segundo. Las sacerdotisas actuaron con precisión quirúrgica: me dieron patadas en las articulaciones de las patas para que no pudiera moverme. El dolor era increíble, pero no podía gritar porque una de las sacerdotisas había dejado mi aparato de fonación fuera de combate con un golpe preciso en el cuello. Fuera cual fuera la religión de aquellas hormigas, estaba claro que el amor al prójimo no formaba parte de sus dogmas principales.

—¿La matamos aquí mismo? —preguntó una de las sacerdotisas, y noté cierta alegría en su voz, que me hizo temblar.

—No, la meteremos en el calabozo con los demás prisioneros —decidió la jefa, y volvió a golpearme con cuatro de sus patas.

«Al menos no tendré que seguir buscando el calabozo», me pasó por la cabeza, y con esa idea de «el vaso está medio lleno», me desmayé de dolor.