Corrí enloquecida hacia la mesa; quería hacer algo. No tenía ni idea de qué, ¡pero no podía quedarme de brazos cruzados presenciando cómo me quitaban a mi familia! Al llegar a la pata de la mesa, me agarré bien y trepé por ella mientras Alex y Nina iban a buscar las bebidas calientes a la cocina. Lilly se fue a su habitación a buscar un juguete y Martha aprovechó la ausencia de la niña para refrescarse el gaznate con un jerez doble. Más animada, empezó a darle la vara a Carstens:
—¿Así que usted también está en televisión?
Carstens movió la cabeza afirmativamente.
—Algún día tiene que hacer un programa sobre los portales de Internet para solteros. Son fatales para las mujeres como yo.
—¿Ah, sí? —preguntó Carstens sin disimular su poco interés y se llevó la taza de café a los labios.
—¡Sí! —replicó mi madre—. La mayoría de los que se apuntan son unos viejos verdes que sólo buscan sexo.
Carstens se atragantó con el café.
Martha prosiguió imperturbable:
—Ninguno quiere pasar un buen rato charlando. Un hatajo de cerdos.
Carstens contestó lo que habría contestado cualquiera en aquella situación:
—Tengo que ir al lavabo.
Se levantó y se fue. Entretanto llegó Alex con el café, ayudado por Nina, que llevaba una taza de chocolate caliente para Lilly. ¡Ya parecía un poco la señora de la casa!
Aceleré el paso y trepé más deprisa por la pata de la mesa; a mi lado, Reinhold Messner era un escalador de tres al cuarto.
—El sermón del sacerdote ha estado bien —dijo Nina.
—Sí, ha dicho cosas muy bonitas sobre el sufrimiento de una madre —completó mi madre.
—Y ha hablado de Kim con mucho acierto —opinó Alex.
Esas palabras hicieron que me detuviera en mi ruta alpinista, ¿qué habría dicho de mí el sacerdote?
—Ha recalcado mucho lo importante que fue para la sociedad —dijo Nina.
Me sentí halagada.
—Y de que era una buena madre.
Me desconcertó la falta de ironía en la voz de Alex. Tres días atrás me había reprochado lo contrario. ¿De verdad creía que yo era una buena madre? Estaría bien. Improbable. Pero estaría bien.
Entretanto llegó Lilly con su Gameboy, y Nina le dejó el chocolate encima de la mesa.
—Espero que no esté demasiado caliente —dijo.
—No, está a la temperatura ideal de Lilly —contestó Alex.
Ese cumplido dirigido a Nina hizo que me olvidara de todo lo demás. Escalé la mesa, furiosa, y ya iba a desplazarme por el mullido mantel directamente hacia Lilly, cuando de repente me encontré con… ¡el pastel!
Mi instinto de hormiga grito «¡Lo quiero!» y dio la orden de marcha a mis patas. Me deslicé enloquecida hacia el pastel y salté, contra mi voluntad, en la cobertura pegajosa de chocolate.
Comer pastel con el sentido del gusto de una hormiga resultó ser una explosión sensorial incomparable. Mejor que cualquier orgasmo, exceptuando los que tuve con Alex los primeros años y el que me había deparado la noche de amor con Daniel Kohn.
Estaba encima del pedazo de pastel, aturdida de felicidad, comiendo y comiendo.
A lo lejos, como a través de un tupido velo, oí decir a Lilly:
—Nina, tienes una hormiga en el pastel.
Pero Nina no reaccionó a tiempo y fui a parar a su boca junto con el pastel.