CAPÍTULO 12

Enterarte de que estás muerta es duro. Pero cuando también lo saben los demás, la certeza es brutal. Viene a ocurrir lo mismo que con un gran lunar en el muslo. No es agradable, pero cuando un amante te lo ve al hacer el amor contigo se convierte en desagradable. Claro que lo de la muerte es mucho más fastidioso que lo del lunar.

Alex no llevaba corbata. Las odiaba. Ni siquiera se la había puesto para nuestra boda en Venecia. Y eso que lo había amenazado con anular la noche de bodas si no se la ponía. Yo quería una boda clásica, con toda la parafernalia, y la corbata del novio formaba parte de esa parafernalia. Naturalmente, no cumplí mis amenazas: la noche de bodas se celebró y fue fantástica. Alex me besó por todo el cuerpo. Hasta en mi enorme lunar. Sin cortarse. Todos los demás, incluido Kohn, se habían detenido un momento al verlo; Alex ni siquiera una décima de segundo. En aquella época lo amaba todo de mí. Alex era maravilloso.

Alex contemplaba con la mirada vacía la mesa puesta. Había llorado por mí, tenía los ojos enrojecidos. Me sorprendió. Y luego me sorprendió que me sorprendiera. Ya no nos amábamos, pero habíamos sido felices juntos durante muchos años. Era normal que llorara.

—Eh, chalada —gritó Krttx—, ¡ven aquí!

Miré un momento a mi alrededor y vi que la tropa había buscado cobijo debajo del sillón del televisor, justo detrás de los flecos. Ignoré a Krttx porque mi jefe Carstens había entrado en la sala después de Alex. Su lujosa colonia envolvió mis antenas.

—Podría haber invitado a algunos colegas de Kim —le dijo a Alex.

«Cierto», pensé. Me habría gustado verlos llorar por mí.

—Entonces tendría que pasarme el día fregando lágrimas de cocodrilo del suelo.

Típico de Alex. Era honesto, directo, íntegro, cariñoso: era una buena persona… que a veces podía sacarte de tus casillas con sus valores morales.

Pero durante muchos años fue genial tener a alguien así a mi lado. En un mundo plagado de mentiras, intrigas y pestañas postizas, él era el único que siempre me hablaba con franqueza.

—Sólo quiero que venga la gente que realmente quería a Kim —prosiguió Alex.

Eché un vistazo a la mesa y conté cinco cubiertos. No era precisamente un número extraordinario de «gente que realmente te quiere».

Eso me conmocionó y me entristeció.

La siguiente en entrar en la sala fue mi madre. Le temblaban las manos y eso era una buena señal, ya que significaba que todavía no había probado el alcohol.

—Siéntate, Martha —dijo Alex cordialmente.

Siempre era capaz de ser amable con mi madre. Yo nunca lograba que pasara mucho rato sin pegarle la bronca. Mi récord estaba en siete minutos y veintitrés segundos. Lo había cronometrado. Fue un día en que me había propuesto firmemente aguantar el máximo rato posible sin pelearme con ella.

—Mi pelota —oí gritar a Lilly en el pasillo.

Y un segundo después una pelota de goma naranja entró volando en la sala. El proyectil chocó contra la mesa, desde allí salió volando, pasó tan cerca de mi cabeza que el viento estuvo a punto de derribarme y, finalmente, impactó en el sillón, justo delante de los flecos. A las hormigas les temblaba todo el cuerpo. Una pelota naranja había dado definitivamente rienda suelta a su imaginación.

A mí no me afectó. Por un lado, me costaba tener miedo de una pelota de goma, daba lo mismo su tamaño. Y, por otro, sólo tenía ojos para Lilly, que entró corriendo en la sala. Llevaba su vestido preferido, de color verde (Alex no la había obligado a ir de negro), estrechaba contra su cuerpo a su osito de peluche y también tenía los ojos enrojecidos.

Me deslicé hacia ella tan deprisa como pude. Quería cogerla en brazos. Abrazarla. Consolarla: «¡No estoy muerta! ¡No llores!».

—¿Qué haces, chiflada? —gritó Krttx con la voz aún temblorosa por la experiencia de la pelota.

Y la pregunta estaba totalmente justificada: yo era una hormiga. No podría coger en mis brazos ni siquiera el dedo meñique del pie de Lilly para consolarla.

Me detuve a medio camino, hecha polvo y con ganas de llorar. Pero, por lo visto, las hormigas no tenían lágrimas. Y no pude mitigar el dolor de mi alma llorando. Algo se desgarraba en mi interior y yo no podía hacer nada por evitarlo. Y, a cada segundo que miraba los ojos enrojecidos de Lilly, la cosa empeoraba.

Fui incapaz de soportarlo más y desvié la mirada, que quedó fijada en la mesa. Entonces me di cuenta de que todavía faltaba alguien.

¿Quizás Daniel Kohn?

No, Alex no lo habría invitado.

¿Mi padre? Poco probable. Ni yo misma sabía dónde vivía: La última vez que recibí una carta suya, David Hasselhoff aún era un sex symbol.

—Uf, ¡cómo me ha costado encontrar aparcamiento! —dijo una voz muy familiar.

¡Nina! ¿Qué hacía ella en el convite de mi funeral?

Lucía un corte de pelo moderno, un cuerpo moldeado con aeróbic y un precioso vestido negro, que le quedaba ajustado y pretendía decir a los hombres: «Miradme y tened las fantasías eróticas que queráis».

Seguía vistiéndose provocativa como una adolescente, pero ahora lo hacía con más estilo. Antes, cuando salíamos, siempre íbamos las dos igual: con unos escotes que hacían que nuestros pechos estuvieran constantemente en peligro de huida y con tanta laca que no era aconsejable que nadie encendiera un mechero cerca de nuestras cabezas.

Nina y yo éramos bichos raros entre los niñatos de nuestra escuela, y disfrutábamos de ese estatus. Las dos veníamos de familias rotas. Las dos queríamos que no se nos escapara nada. Las dos queríamos conquistar el mundo. Yo lo conseguí en la televisión. Y Nina… Bueno, ella no lo consiguió. Acabó estudiando algo de turismo.

En el amor tampoco le fue muy bien. Su balance ascendía a un aborto y una serie de relaciones que nunca duraron más de tres meses. Cuando aún éramos amigas íntimas, un día le pregunté si eso no la hacía desgraciada. Pero ella se limitó a decir, encogiéndose de hombros, que aún no había nacido el hombre ideal para ella: «Enséñame a un hombre inteligente, guapo y decente, y yo te enseñaré la octava maravilla del mundo».

En aquella época yo aún no sospechaba que, para ella, Alex era la octava maravilla del mundo.

Y luego llegó la tarde en que mi amistad con Nina se rompió: teníamos veinte y pico años, Lilly aún no había nacido y yo trabajaba como una loca en mi primer trabajo en la radio. Por eso no pasaba mucho tiempo en el apartamento del edificio antiguo de Berlín donde Alex y yo vivíamos por aquel entonces. Un día llegué a casa del trabajo antes de lo previsto por culpa de una gripe intestinal, y oí risas en la sala de estar. Alex y Nina se divertían.

Eso estaba bien.

Recorrí el pasillo: entonces ya reían a carcajadas. Eso también estaba bien.

Llegué a la sala y vi que sólo llevaban puesta la ropa interior.

Eso no estaba nada bien.

Intenté no hacer una escena. Quise ser elegante. Respiré profundamente, empecé a hablar y… vomité en los pies de Nina.

No fue muy elegante.

Y mientras Nina se iba a casa volando para ducharse, Alex intentó explicármelo con una voz ahogada por las lágrimas: no se había acostado con Nina y ésa era la primera vez que la había besado. Estaba en plena crisis con sus estudios de Bioquímica, había cateado unos cuantos exámenes y no tenía ni idea de cómo lo haría para acabarlos. Además, tenía la sensación de que a mí no me importaba porque yo siempre estaba trabajando y siempre estaba cansada, no se podía hablar conmigo y él tampoco quería agobiarme, pero Nina le prestaba atención, le escuchaba, le daba consejos, lo consolaba, lo animaba. Y una cosa fue a parar a otra y quizás una cosa no habría ido a parar a otra si yo me hubiera mostrado más receptiva y mi trabajo no me absorbiera tanto y, y, y…

Todo aquello me importaba un rábano. ¡Me sentía terriblemente herida! Y le di, también con la voz ahogada por las lágrimas, exactamente diez segundos para que decidiera: o Nina o yo.

Necesitó los diez segundos enteros. Luego se decidió por mí.

Y no volví a ver a Nina.

Esperé que nunca pudiera quitarse el olor de los pies, por mucho que se duchara.

Lo último que oí de ella fue que había aceptado un trabajo en Hamburgo.

Pero ahora volvía a estar allí.

Y mi señal de alarma de hormiga comenzó a sonar de nuevo.

—¿Quién quiere café? —preguntó Alex, y todos se apuntaron, incluso Martha, que tenía la decencia de no pedir una bebida de más graduación delante de Lilly.

—Te ayudo —dijo Nina a Alex.

Y le sonrió. Fue una de esas sonrisas que parecen inocentes. Apenas se nota el deseo que esconden. Los hombres no saben reconocerlas. Sólo las mujeres. También las mujeres que se han reencarnado en hormiga.

Eché chispas de rabia: sólo llevaba tres días muerta. Seguro que mi cadáver aún estaba caliente. Vale, quizás no tan caliente. Pero seguro que aún estaba a temperatura ambiente. ¿Y Nina ya deseaba a mi marido?

Incluso tenía la cara dura de hablar con mi hija:

—¿Quieres una taza de chocolate caliente?

Lilly movió la cabeza afirmativamente.

—Voy a preparártela —dijo.

Y luego hizo algo que consiguió que se me cruzaran los cables: le acarició la cabeza a Lilly.

—¡Deja en paz a mi hija! —grité.

Pero, claro, sólo lo oyeron las hormigas, en las que arraigó definitivamente la sensación de que yo estaba pirada. Me detuve dos segundos: ¿Había tenido una reacción excesiva? ¿Nina sólo pretendía consolar un poco a mi hija?

Pero conocía a Nina: era como yo.

Cuando quería algo, pasaba por encima de cualquier cadáver.

En este caso, del mío.

Y Nina quería a Alex.

Siempre lo había querido.

Y el camino que conducía a su corazón pasaba por nuestra hija.