Estaba sola en el túnel con mis pensamientos: unos tres millones bullían a la vez en mi cabeza, luchando por atraer mi atención. Al principio pareció que vencería el argumento de «El año pasado incluso participé en siete galas benéficas». Luego, la idea de «¿Quién le da a esa hormiga grasienta el derecho a juzgarme?» se abrió paso a puñetazos durante unos momentos hasta la primera posición. Por último, en la foto finish se vio que había vencido la constatación: «Oh, mierda, estoy muerta de verdad».
Sin embargo, antes de que pudiera darme cuenta de lo que eso significaba, me distrajeron unas pisadas. Sonaban como si se acercara una compañía, seguramente porque, en efecto, se acercaba una compañía. Una compañía de hormigas. Venía en la dirección por la que había desaparecido Buda. Al frente marchaba, con paso firme, una jefa autoritaria, a la que podía entender claramente desde lejos gracias al oído fino de mis antenas. Vociferaba frases como: «Más deprisa, holgazanas», «Ya os espabilaré yo» y «¡Si no dais el callo, os meteré las antenas por el culo!».
A aquella jefa no le habría ido mal un curso de motivación positiva para trabajadores. Detrás de ella iban diez obreras. Arrastraban una cosa que parecía un trocito de aquellos ositos de goma que tanto le gustaban a Nils, el amiguito de Lilly. Recordé mi última conversación con el crío, cuando le expliqué con voz suave: «Si vuelves a llamarme guarra, por la noche irá a verte un monstruo y te coserá esa boca tan sucia que tienes».
—Eh, tú, ¡arrima el hombro! —gritó la jefa.
La miré.
—Sí, ¡tú! —rugió.
Yo no sabía cómo reaccionar; al fin y al cabo, no todos los días te grita una hormiga.
—¿A qué unidad perteneces?
—Yo… no lo sé —contesté estupefacta, y conforme a la verdad.
La jefa se suavizó un poquito ante mi visible desconcierto.
—Ah, comprendo, estuviste en la gran niebla.
—¿Qué gran niebla?
—La gran niebla que de vez en cuando aparece fuera. La mayoría de las que se ven atrapadas en ella mueren lastimosamente. Las que tienen suerte, como tú, se quedan confusas o ciegas. O ambas cosas.
Me dio la impresión de que la gran niebla no era otra cosa que veneno contra insectos como el que yo había usado más de una vez, en vano, para eliminar a las hormigas de la terraza.
—Sí, ejem… Soy una víctima de la gran niebla —contesté.
—Yo soy la comandante Krttx —me explicó con voz rechinante.
No sólo me sorprendió la ausencia de vocales en el nombre, sino también las muchas cicatrices que cubrían su cuerpo. ¿Se las había hecho en la batalla?
—¿Cómo te llamas? —preguntó Krttx.
—Kim.
—Qué nombre más ridículo.
Oí las risitas de las otras hormigas.
—Orden en las filas —gritó Krttx que, por lo visto, no soportaba bromas en la tropa—. Arrima el hombro, Kim —dijo y, en su boca, «Kim» sonó como una palabrota especialmente despectiva.
—No, gracias —contesté.
Sólo me faltaba eso: ¡estar muerta y encima tener que arrastrar ositos de goma!
—¡Arrima el hombro!
—En ese tono, seguro que no.
No me gustaba que me gritaran. Si alguien gritaba en una conversación, ese alguien generalmente era yo.
—Ah, ¿y qué tono te gustaría? —preguntó Krttx en un tono dulzón.
—El adecuado —repliqué.
—¡AAAARRIMA EEEL HOOOMBRO! —rugió Krttx tan fuerte que mis antenas vibraron.
Y luego volvió a preguntar, todavía con un rastro de dulzura:
—¿Te ha parecido adecuado?
—En realidad, no —respondí.
La hormiga jefe se puso entonces realmente furiosa y masculló:
—Arrima el hombro ahora mismo.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Porque si no lo haces te partiré el cuello.
Era un argumento bastante convincente.
Amedrentada, me uní a la fila y tuve que cargar el trozo de osito de goma con las demás obreras. Era pegajoso y apestaba horrores a fresa artificial. Lo arrastramos a través del interminable túnel, que descendía cada vez más hondo en la tierra húmeda. Era tremendamente agotador. Hacía mucho que no sudaba de aquella manera. El deporte nunca había sido lo mío. Siempre que Alex me preguntaba que por qué no lo acompañaba a hacer footing, yo contestaba: «Si Dios hubiera querido que las personas corrieran, habría procurado que estuvieran atractivas con chándal».
Jadeaba debajo del pedazo de gelatina y azúcar, igual que las hormigas que tenía alrededor, que evitaban todo contacto visual entre ellas: era una tropa bastante acobardada.
Al cabo de un rato, le dirigí la palabra a una obrera joven que iba a mi lado:
—¿Tú también te has reencarnado?
Antes de que pudiera contestarme, Krttx gritó:
—¡Tú, la nueva! ¿Sabes qué les hago a las que hablan en el trabajo?
—¿Partirles el cuello? —pregunté.
—Después de haberles arrancado las antenas.
Las amenazas de Krttx eran más creativas a medida que más flojeábamos. Al final ya pretendía hacer cosas muy desagradables con nuestras glándulas sexuales. Pero yo estaba demasiado agotada para oírlo. Me temblaban las piernas bajo el peso del osito de goma, olía con mis antenas mi propio olor penetrante y añoraba un baño caliente de espuma con tratamiento ayurveda incluido. Aunque tenía claro que raramente se encuentran hormigas en un baño de espuma con tratamiento ayurveda incluido. Y, si se daba el caso, sólo eran cadáveres de ahogados que desaparecían por el desagüe.
Cuando alcanzamos el final del túnel, oí un murmullo tremendo. A cada paso se iba haciendo más alto. Y entonces se me ofreció el espectáculo más impresionante que jamás había visto: una metrópolis de hormigas. Una enorme cavidad en lo hondo de la tierra, iluminada por la luz del sol que penetraba por incontables túneles y que, gracias a mis ojos sensibles a la luz, me pareció que estaba en pleno día.
Cientos, miles, decenas de miles de hormigas iban zumbando, trotando, pitando de aquí para allá.
Todas conocían su camino en aquel reino, creado por ellas mismas, de senderos trillados, montañas de comida y nidos de incubación. Estaba desbordada. Así debías de sentirte si te has criado en una aldea de montaña y luego te dejan en El Cairo en plena hora punta.
Observé a las hormigas voladoras que pasaban sobre nuestras cabezas en formación. Contemplé a las obreras que, con enorme disciplina, construían cámaras en las paredes de la tierra. Admiré a las hormigas soldado que arrastraban la comida hasta lo alto de unas montañas inmensas. Aquello era el caos, pero de un modo perfecto. ¿O era perfección de un modo caótico? En cualquier caso, ¡era monumental!
De repente, dos hormigas voladoras pasaron a toda pastilla, en plan Cessna, casi rozándonos la cabeza y tronchándose de risa.
—¡Estas obreras son más lentas que una tortuga!
—Tiene que ser un fastidio vivir sin alas.
—Sí, suerte que nosotros no somos hembras.
Krttx las miró furiosa y se puso a echar pestes:
—¡Machos! No sirven para nada.
Y yo pensé: «Esa frase también se oye a menudo entre las mujeres».
—Lo único que saben hacer es aparearse con la reina —continuó echando pestes Krttx.
Y yo pensé: «Esa frase no se oye tan a menudo entre las mujeres».
Seguí a las hormigas voladoras con la mirada. Estaba tan aturdida por tantos estímulos que ya ni oía las imprecaciones de Krttx. Lástima, porque entonces la habría oído decir «Muévete o te muerdo en el trasero».
—Auuu —grité, y volví a ponerme en movimiento.
Finalmente llegamos con nuestra carga de osito de goma a una montaña de alimentos, y observé que estaba compuesta de residuos de los humanos: restos de galletas por aquí, un pedacito de chocolate por allí, medio caramelo por allá. Ante aquella visión, no pude evitar preguntarme: «¿Pueden padecer diabetes las hormigas?». Cuando depositamos el trozo de osito de goma, estábamos todas destrozadas. Krttx nos llevó a nuestro lugar de descanso, en un hoyo cercano a la montaña de comida. La tropa entera se desplomó y comenzó a roncar. Excepto la hormiga joven con la que había hablado en el túnel.
—Soy Fss —dijo.
—Hola, Fss, yo soy Kim —respondí.
—Un nombre realmente ridículo —comentó con una risita.
—¿Y eso lo dice precisamente alguien que se llama Fss? —repliqué mosqueada.
Aquellas hormigas podían llegar a hincharte las narices.
—Antes me preguntaste algo —dijo Fss, retomando la conversación.
Me recuperé de golpe. Excitada.
—Sí, quería saber si tú también te has reencarnado.
¿Compartía aquella joven hormiga mi destino? ¿Eran todas las hormigas humanos reencarnados? ¿No estaba sola? Me miró, inclinó ligeramente la cabeza a un lado y reflexionó. Durante mucho rato. Y luego preguntó con total inocencia:
—¿Qué significa «reencarnado»?
Y mis esperanzas se truncaron.