Si te despiertas de repente en un cuerpo de hormiga, sólo cabe una reacción normal: no te lo crees.
En vez de creerlo, intenté reconstruir lo que había ocurrido: me había caído en la cabeza un ridículo lavabo ruso, luego había visto la luz, pero me había catapultado fuera. Eso significaba: aún estaba viva. Seguro que me había fracturado el cráneo. Sí, ¡eso tenía que ser! Seguramente estaba en coma y en algún momento oiría voces con la cancioncilla:
—Constantes vitales estables.
—Pero parece que las funciones cerebrales han cesado.
—Le haré otra transfusión.
—Y después una inyección de adrenalina, intravenosa.
—Dios, qué guapa está.
—¿Quién es usted?
—Daniel Kohn.
Oh, vaya, incluso en aquella situación pensaba en Daniel.
Pero…, si estaba en coma, ¿por qué mi cerebro imaginaba que era una hormiga? ¿Tenía que ver con algún trauma infantil? Y si era así: qué estrambótico tiene que ser un trauma infantil para que luego, estando en coma, te consideres una hormiga.
Mi pata delantera izquierda rascó las antenas, preguntándoselo. Al hacerlo, me trastocó los sentidos. Por lo visto, yo notaba el sabor, el tacto y el olor con aquellas cosas. Mi pata tenía un sabor salado, un tacto duro y olía a «necesitas urgentemente una buena ducha».
Ese torrente de estímulos me resultó demasiado intenso.
Presa del pánico pensé cómo podía ponerme en contacto con los médicos y las enfermeras. Si me esforzaba por gritar bien alto, quizás oirían murmurar a la paciente en coma. Se darían cuenta de que aún estaba consciente y me liberarían de la pesadilla. Así pues, me puse a bramar a lo bestia:
—¡Socorro! ¡Ayudadme!
Mi voz de hormiga era increíblemente chillona. Algo así como la de mi antigua profesora de inglés poco antes de que la encerraran durante varios meses en un psiquiátrico.
—¡Socorro! ¡Mi cerebro no está muerto! ¿Me oye alguien? —grité con voz cada vez más chillona.
—Pues claro que te oigo. Hablas bastante alto —respondió una voz afable.
Me espanté. Me alegré. Me habían oído. ¡Los médicos habían entrado en contacto conmigo! ¡Aleluya! Estuve a punto de ejecutar una danza de la alegría con mis seis patas.
—¿Podéis sacarme del coma? —pregunté, llena de esperanza.
—No estás en coma —respondió la voz afable.
Tuve un shock. Si no estaba en coma, ¿dónde estaba? ¿Y quién hablaba conmigo?
—Date la vuelta.
Me di la vuelta lentamente: mi primer giro de 180 grados sobre seis patas, y coordinarlas era bastante más difícil que aparcar un camión marcha atrás con un nivel de alcohol en la sangre que haría peligrar el carné de conducir.
Cuando logré desenredar mis patas posteriores, reconocí un poco mejor el lugar donde me encontraba: estaba cerca de la superficie de la tierra, en un túnel sin duda escarbado por hormigas. Y en ese túnel había una hormiga. Una hormiga gordísima. Me sonreía con dulzura. Como Papá Noel. Cuando se ha atiborrado de galletas María.
—¿Qué tal estás?
No cabía duda de que la que hablaba era la hormiga. Ya era oficial: mi cerebro hacía piiiit-piiiit.
—Seguro que te sientes un poco desconcertada, Kim.
—¿Sabes cómo me llamo? —pregunté.
—Pues claro —sonrió la hormiga gorda—, sé cómo se llama todo el mundo.
Una respuesta que me planteó más preguntas de las que respondía.
—Seguro que quieres saber quién soy —dijo la hormiga.
—Eso y cómo saldré de esta pesadilla.
—Esto no es una pesadilla.
—¿Es una alucinación?
—Tampoco es una alucinación.
—Entonces, ¿qué es? —pregunté, sospechando que no me gustaría la respuesta.
—Es tu nueva vida.
Y, al oír esa frase, mis patitas empezaron a temblar y mis antenas se agitaron horrorizadas de un lado a otro.