EPÍLOGO
—Mucha carne en el hombre del norte —dijo el ogro—, pero sabe rara.
Los hombres sufrieron una arcada y se apartaron de él.
El enano hizo una mueca.
—¡Grungni! ¿Hay algo que los ogros no comáis?
El ogro rumió la respuesta durante un momento, mientras se frotaba los varios mentones.
—Creo que no —dijo, al fin.
Félix lo escuchaba sólo a medias. Él y Gotrek marchaban con un grupo de mercenarios que se habían unido en bien de la seguridad para atravesar el paso del Fuego Negro. Todos se dirigían al norte para ofrecerle al Imperio el alquiler de sus espadas y hachas en la lucha contra la invasión de las hordas del Caos. Delante de ellos marchaba una compañía de piqueros tileanos, ataviados con llamativo uniforme rojo y dorado, y detrás iban treinta ballesteros estalianos vestidos de cuero marrón. El apuesto hijo de un príncipe de los Reinos Fronterizos pasó al trote con veinte lanceros detrás, todos montados sobre enormes caballos de guerra, con osados pendones flameando en la punta de las lanzas. Diez enanos marchaban lentamente tras dos cañones tirados por ponis, y se ocupaban de que las ruedas no se atascaran en las fangosas roderas salpicadas de nieve del camino en malas condiciones.
Gotrek no escuchaba en absoluto. Su único ojo estaba vuelto hacia el interior. Caminaba pesadamente, con la cabeza gacha, sin hacer caso alguno de los hombres, los enanos y los ogros que los rodeaban. El Matador había estado del más negro humor desde que habían salido de Karak-Hirn, diez días antes, y Félix no se lo reprochaba. Los acontecimientos de las últimas semanas habrían bastado para deprimir al más alegre, y Gotrek no era conocido por su disposición risueña, ni siquiera en los mejores momentos.
En un sentido, el hecho de que los enanos del clan Diamantista no se hubiesen recobrado había sido una bendición, al menos para la cordura de Gotrek. Significaba que había acertado al matar a Hamnir, porque el príncipe no habría recuperado la sensatez. Y, sin embargo, era un consuelo terrible. Matar a los enanos perdidos había constituido la batalla más triste de la vida de Félix. Apenas si se habían defendido. Habían parpadeado al mirar las hachas que se les venían encima, como reses que esperan el golpe del mazo. Había sido cuestión de minutos, y ni un solo enano del ejército de Gorril había sufrido un arañazo siquiera, pero Félix se preguntaba si alguna vez lograrían recuperarse.
El pensamiento de perder a miembros de la familia hizo que Félix volviera a pensar en la suya. ¿Estarían aún vivos? Últimamente, había pensado mucho en volver al hogar y sentar la cabeza. ¿Todavía tendría un hogar al que regresar? ¿Su hermano Otto dirigiría aún la empresa familiar? ¿Y qué había sido de sus antiguos amigos y compañeros? ¿Continuaría vivo Max? ¿Y Heinz, el posadero que les había dado un empleo en Nuln? ¿Snorri? ¿Ulrika?
Al pensar en ella, Félix sintió una punzada en el corazón. Si estaba viva, ¿en qué bando lucharía?
Las noticias que llegaban del norte eran una mezcla de rumores, miedo y esperanza. Algunos decían que la guerra había acabado y que los seres del norte enloquecidos por el Caos habían sido devueltos a los Desiertos. Otros decían que Altdorf estaba en llamas y que Karl Franz había muerto. No había dos historias que se parecieran, ninguna en la que se pudiera confiar.
—Pierdes el tiempo si piensas que vas a intervenir en la lucha —declaró un fusilero fanfarrón, que hablaba con acento de Nuln y al que le faltaba un trozo de oreja, marca distintiva de los ladrones convictos—. Todo habrá acabado en un mes. Mientras hablamos, Archaon está rompiéndose la cabeza contra las murallas de Middenheim. Dentro de poco, le saltarán los sesos fuera. Nadie ha logrado jamás expugnar la Fauschlag; nadie.
—¿Y por qué vas tú hacia allí, entonces? —preguntó el ogro.
El fusilero se encogió de hombros.
—Quedan muchos empleos libres después de una guerra —dijo—. Muchos crímenes se olvidan cuando los ejércitos merman.
Gotrek alzó la cabeza, con el ceño fruncido.
—Será mejor que no haya acabado —murmuró para sí—. Tengo que limpiar el hacha de la sangre de los enanos en un baño de sangre kurgan. —Alzó el arma y contempló con congoja el brillante filo de acero—. Aunque nunca será suficiente.
Él y Félix continuaron avanzando lentamente, en silencio, mientras el sol poniente pintaba el cielo septentrional de rojo sangre.