VEINTISÉIS

VEINTISÉIS

Gotrek le asestó un tajo de hacha a cada una de las crisálidas que había en la habitación donde los orcos las habían estado empaquetando, y prendió fuego a los cajones para asegurarse del todo. Cuando el humo comenzó a inundar la sala, dieron media vuelta y continuaron ascendiendo por la mina.

Félix miraba con creciente desesperación a los orcos que veían al pasar. Había temido que el regreso a la fortaleza se transformara en una pesadilla en la que tendrían que esquivar a orcos fuera de control que acababan de recuperar la ferocidad al quedar libres del yugo de la maligna influencia del Durmiente. Pero la realidad era peor. Los orcos que encontraban permanecían quietos, inexpresivos y perdidos, con la mirada fija en la nada, y las armas y herramientas les colgaban flojamente de las manos. Incluso cuando Gotrek y Félix tropezaron con cuatro en un corredor estrecho —casi se dieron de bruces con ellos al girar en un recodo—, los orcos no hicieron nada; sólo extendieron manos lerdas hacia ellos, como osos adormilados. Gotrek pasó entre ellos como si fueran muebles, mientras gruñía roncamente. Los pieles verdes no los siguieron.

Finalmente, tras volver sobre sus propios pasos por la escalera de caracol de la bóveda del rey Alrik y recorrer los salones vacíos de Karak-Hirn, llegaron a la fortaleza del clan Diamantista. Gorril estaba en el exterior de la puerta, donde supervisaba a las cuadrillas de enanos que apilaban los decapitados cuerpos de los orcos no muertos sobre carros, para llevárselos.

—¡Gurnisson! —gritó al verlos—. Abrigábamos la esperanza de que hubieseis tenido éxito. Los últimos cadáveres ambulantes cayeron, muertos, todos al mismo tiempo, hará una media hora… —Calló al ver lo que transportaba Gotrek—. ¡Príncipe Hamnir! —Corrió hacia Gotrek—. ¿Está…? ¿Ha…?

—Está muerto —dijo Gotrek.

—Murió bien —añadió Félix, al recordar el papel que se le había asignado—. Abajo había más pieles verdes con collares que defendían al Durmiente. Él mató a dos. Otro lo mató a él. Murió para impedir que el Caos y la corrupción se propagaran a otras fortalezas. —A fin de cuentas, eso era bastante cierto.

—¿Y habéis matado al Durmiente?

—Sí —replicó Gotrek—. Está muerto.

—Entonces, Hamnir no ha muerto en vano.

Gorril cogió a Hamnir de brazos de Gotrek, con la cara contraída por la congoja, mientras los otros enanos se reunían en torno a ellos e inclinaban la cabeza por el príncipe caído. Cuando llevó a Hamnir al interior de la fortaleza del clan, los enanos lo siguieron, y otros salieron al salón central para mirar, en afligido silencio, mientras Gorril lo tendía sobre la base de la estatua de un antiguo patriarca enano.

Con lágrimas en los ojos, Gorril se volvió a mirar a los enanos reunidos.

—Amigos, nuestro príncipe ha muerto. Lo lloraremos como corresponde a un héroe caído, pero esta tragedia es un triunfo porque, con su muerte, nos ha liberado del horror que nos tenía prisioneros en sus zarpas. El Durmiente ha muerto. La fortaleza es nuestra. Hemos dejado atrás lo peor.

—No es así —dijo Gotrek con voz susurrante.

—¿Qué? —preguntó Gorril, y se volvió a mirarlo con el ceño fruncido—. ¿Qué quieres decir? Lo habéis matado. Somos libres.

Gotrek suspiró y avanzó por entre la reunión de solemnes enanos hasta las puertas del salón del gremio de gemólogos.

—Abrid —dijo.

Un enano acudió con una llave y la hizo girar en la cerradura, mientras Gorril, Félix y los demás se apiñaban detrás de él. La puerta se abrió.

Los enanos del clan Diamantista se volvieron hacia la puerta cuando la luz del salón central entró en la sala. Fijaron ojos inexpresivos sobre los enanos que los miraban, y luego comenzaron a avanzar lentamente hacia ellos, arrastrando los pies, con las armas en alto y los puños cerrados.

Gotrek sacó el hacha del cinturón.

—Lo peor aún lo tenemos delante.

Gorril y los otros enanos gimieron de desesperación, y murió la última débil esperanza de Félix.

Tras un largo momento de consternación, Gorril suspiró y se enjugó los ojos. Cuadró los hombros, aferró el hacha y se volvió hacia los otros.

—Formad, hijos de Karak-Hirn —dijo—. Tenemos que hacer un lamentable trabajo.