VEINTICINCO
Galin gimió. Gotrek gruñó como si le hubieran disparado. Félix se quedó mirándolo fijamente.
Hamnir avanzó hacia ellos como un sonámbulo, con las manos abiertas hacia adelante.
—Lamento que vuestra recepción haya sido tan violenta, pero habéis matado a tantos de los nuestros que el Durmiente se vio amenazado e intentó protegerse.
—Príncipe Hamnir —dijo Galin al mismo tiempo que avanzaba—. ¿Qué te ha hecho? Quítatelo.
Hamnir tocó el collar que le rodeaba el cuello.
—Éste es el mayor honor que jamás se me ha concedido. Lo llevo con orgullo.
—¡Quítatelo, maldito seas! —Galin tenía la cara enrojecida, y había lágrimas en sus ojos—. ¡Es un objeto del Caos! ¡Lucha contra él!
—No me amenaces —replicó Hamnir con calma—. El Durmiente…
—¡Al infierno con el Durmiente! ¡Quítatelo! —Galin se lanzó hacia adelante, con las manos tendidas hacia el cuello del príncipe.
Con una rapidez cegadora, Hamnir sacó el hacha que llevaba a la espalda y atacó a Galin. La hoja atravesó la armadura y las costillas del enano como si fueran de papel y ramitas. El ingeniero cayó de espaldas, muerto antes de tocar el suelo.
—No me amenaces —repitió Hamnir.
Félix y Gotrek lo miraron fijamente mientras limpiaba el hacha en la barba de Galin. Sacó otro collar del jubón y levantó la mirada; después se lo tendió a Gotrek.
—El Durmiente no quiere matarte, Gotrek. Eres fuerte. Serás muy valioso en la lucha que se avecina. Acepta esto y únete a nosotros.
Gotrek cerró los ojos e inclinó la cabeza. Félix jamás lo había visto sufrir de tal modo.
—Ranulfsson —dijo con voz ronca—. Hamnir, quítatelo. Lucha contra él. Eres un enano, un príncipe, no un esclavo.
—Continúo siendo un príncipe —replicó Hamnir—, un príncipe que sigue a un dios grandioso. Acepta el collar, Gotrek, y lo verás.
—No, erudito —dijo Gotrek—. Yo no tengo amo ninguno: ni enano, ni dios, ni demonio. —Alzó hacia Hamnir unos ojos relumbrantes de enojo—. Ahora, quítatelo, o te lo quitaré yo.
—Escúchame, Gotrek —insistió Hamnir, en cuyos ojos relumbraba el brillo del fanático—. ¿Cuánto tiempo hace que la suerte de los enanos mengua? ¿Desde cuándo perdemos una fortaleza tras otra? ¿Desde cuándo hemos estado cediéndoles territorio a los elfos y los hombres, e incluso a los viles skavens? Con el collar, obtienes fuerza, invulnerabilidad. Nada se interpondrá en nuestro camino. ¡Con los pieles verdes como esclavos, para que extraigan nuestro mineral y trabajen en nuestras fundiciones, seremos aún más poderosos de lo que lo fuimos en la Edad de Oro!
—Hamnir… —intervino Gotrek, pero Hamnir no estaba dispuesto a dejarse interrumpir.
—El Durmiente alistó primero a los pieles verdes porque sus mentes son más simples y fáciles de influir, pero un imperio de pieles verdes no se sostendría ni siquiera con su iluminado liderato. No puede enseñárseles más que las destrezas rudimentarias. —Avanzó otro paso—. Pero los enanos, los enanos pertenecemos a una raza grandiosa, no seremos sus esclavos sino sus compañeros, sus iguales en un destino compartido. Nos dará su fuerza, su poder y su sabiduría de eras incontables, y lo único que pide a cambio es que compartamos los collares con los de nuestra raza y llevemos sus hijos a todas las fortalezas que visitemos.
—Sus hijos —gruñó Gotrek.
—¿Acaso no los has visto cuando venías hacia aquí? —preguntó Hamnir—. Ahora mismo, los pieles verdes los preparan para el viaje. Dentro de poco, los carros de vapor los transportarán por el Undgrin hasta todas las fortalezas del mundo. —Volvió a tenderle el collar—. Cógelo, Gotrek. Todas tus dudas, tus negros pensamientos, tus miedos, se disiparán como una nube y serán reemplazados por una bienaventurada paz. Nunca más volverás a estar furioso. Acéptalo. Únete a nosotros.
Gotrek hizo que se le cayera de la mano de una palmada, y el collar tintineó al resbalar por el suelo.
—¡No!
La expresión de Hamnir se volvió genuinamente triste.
—Entonces, viejo amigo —dijo con un suspiro—, me temo que debes morir.
Con la rapidez y el descuido de un hombre que espanta una mosca, lanzó un tajo con el hacha y estuvo a punto de acertarle a Gotrek en la garganta.
El Matador retrocedió de un salto al mismo tiempo que maldecía, y mechones de su barba cayeron al suelo. Félix también se echó atrás. A pesar de las palabras de Hamnir, el ataque fue inesperado. Los ataques solían tener un preámbulo: voces altas, gestos amenazadores, un destello de cólera en los ojos del atacante. La acometida de Hamnir no había tenido nada de eso.
El príncipe lanzó otro tajo, tan a ciegas como el anterior, y Gotrek lo bloqueó con el hacha rúnica a la vez que retrocedía.
—No hagas esto, Ranulfsson —dijo con el ceño fruncido—. No quiero hacerte daño.
—Y yo no quiero hacerte daño a ti —replicó Hamnir con calma, aunque lo atacó otra vez—; pero si no quieres aceptar el collar, no me dejas alternativa. Los que no están con nosotros están contra nosotros.
Gotrek continuaba retrocediendo, paraba los golpes pero no devolvía ni uno solo. Félix nunca había visto al Matador tan infeliz por verse metido en una pelea. Se trataba de una batalla que no podía ganar. Matar a Hamnir era una tragedia, no una victoria, y que lo matara él no era ninguna muerte grandiosa, y muy probablemente condenaría a los enanos, y tal vez al mundo entero, a una esclavitud estúpida.
Pero si Gotrek no atacaba pronto, tal vez no podría hacerlo. Se debilitaba con cada paso. Había perdido muchísima sangre a causa de la herida del hombro, que aún sangraba. Félix vio que se tambaleaba al parar un tajo dirigido a la cabeza. Hamnir no mostraba el más mínimo signo de cansancio.
Félix dio un rodeo en torno a Hamnir con la intención de quitarle el collar.
—No —le espetó Gotrek—. ¡Ésta es mi lucha! —Miró a Hamnir con ferocidad—. Y la suya. Atrás.
Así pues, Félix se quedó quieto, mientras Gotrek retrocedía hasta el agujero y Hamnir lo perseguía serenamente.
—Lucha contra él, erudito —siseó Gotrek—. ¡Lucha contra él! Eres el enano más inteligente que conozco. ¿No te das cuenta de lo que te está haciendo? ¿No hueles la fetidez del Caos en él?
Hamnir le lanzó un tajo al vientre. Gotrek apenas logró bloquearlo a tiempo.
—¿No recuerdas en qué convirtió a Ferga? —preguntó Gotrek—. ¿Quieres ser así?
La frente de Hamnir se frunció por un momento, pero luego volvió a distenderse.
—De haber sabido entonces lo que sé ahora, me habría unido a ella.
—Este dios tuyo tomó tu fortaleza por la fuerza, mató a enanos inocentes y usó pieles verdes para hacerlo, los ancestrales enemigos de nuestro pueblo. ¿Cómo puedes aliarte con él?
—Nos negamos a escuchar —replicó Hamnir, plácidamente—. Hizo lo que tenía que hacer. Para los que escuchan, sólo hay júbilo.
Gotrek apretó los dientes cuando un resbalón le sacudió la pierna herida.
—¿Cuánto hace que somos amigos, erudito? ¿Cuántas veces hemos luchado hombro con hombro, y nos hemos puesto ciegos de cerveza, y nos hemos repartido un tesoro, y hemos discutido por todo y por nada? —Tenía la voz enronquecida por la emoción. Félix nunca lo había visto así—. ¿Eso es para ti menos que los placeres de ser un esclavo?
Hamnir guardó silencio; tenía el rostro perturbado, y sus ataques vacilaron.
—Bien, erudito —gritó Gotrek—. ¡Lucha contra él!
Hamnir se detuvo. El hacha se quedó inmóvil en las manos temblorosas del príncipe, en cuyo interior se libraba una guerra.
—Luchar es inútil —dijo con voz estrangulada—. No somos más que dos cuando él es más de un millar. No somos más que niños cuando él es intemporal. Si me quito el collar, serán centenares quienes lo recogerán. Lo que yo haga carece de importancia. Ya hemos perdido.
—¡No hemos perdido! —rugió Gotrek—. Quítate el collar, y lo mataremos juntos.
Hamnir negó tristemente con la cabeza.
—Nada puede matarlo. Es demasiado fuerte, demasiado viejo.
Gotrek gruñó.
—¿Qué clase de enano eres? ¿Vas a condenar a tu raza porque tú te has rendido sin luchar?
La frase fue una equivocación.
El semblante de Hamnir volvió a adoptar una expresión calma y alzó el hacha.
—Es para salvar a mi raza por lo que le obedezco, porque si nos oponemos a él, seremos destruidos. Sólo viviremos si nos unimos a él.
—Con collares alrededor del cuello —le espetó Gotrek.
—Pero viviremos.
Hamnir volvió a acometer a Gotrek.
Gotrek paró el golpe y retrocedió, mientras a su rostro afloraba una mezcla de aflicción y cólera.
—Gotrek —dijo Félix, angustiado—, déjame que se lo quite. Tal vez se recupere.
—Tiene que hacerlo él —dijo Gotrek mientras miraba a Hamnir con ferocidad—. Tiene que ser fuerte y quitárselo él mismo.
—Tal vez nadie sea lo bastante fuerte como para hacerlo.
—¡Un enano debería ser lo bastante fuerte!
El dolor que había en la voz de Gotrek era casi excesivo para que Félix pudiera soportarlo.
—Ahí arriba hay todo un clan que dice lo contrario —le recordó.
Gotrek maldijo.
Hamnir le lanzó otro tajo, pero esa vez Gotrek respondió al ataque con un golpe contra el arma de Hamnir, con la intención de desarmarlo. Hamnir bloqueó el golpe y contraatacó a una velocidad cegadora. Con el collar, era un luchador el doble de bueno que antes. Ambos comenzaron a describir círculos cerca del cadáver de Galin.
—Estás quedándote sin alternativas, erudito —dijo Gotrek con voz ronca—. ¡Quítalo, o morirás!
Pero no estaba claro quién moriría primero. Gotrek luchaba entonces con una sola mano; el brazo herido había quedado inutilizado. Apenas lograba impedir que los tajos de Hamnir lo alcanzaran.
El Matador retrocedió y rodeó el cuerpo de Galin. Hamnir avanzó al mismo tiempo que le lanzaba tajos salvajes, y resbaló en la sangre de Galin.
Más rápido que el rayo, Gotrek trabó el hacha de Hamnir con la suya, y se la arrancó de la mano con una torsión salvaje de muñeca. El arma rebotó y cayó al agujero.
Hamnir retrocedió. Gotrek saltó hacia él como un luchador, lo derribó al suelo y se puso a horcajadas sobre su pecho. Arrancó el collar del cuello de Hamnir y lo lanzó lejos, sin apartar los ojos de la cara del príncipe y con el hacha en alto.
Hamnir parpadeó, mirándolo con calma.
—¿Así que vas a matarme, Gotrek? Juraste protegerme hasta que uno de los dos muriera.
El rostro de Gotrek quedó demudado.
—Y he fracasado —replicó con voz estrangulada—. Ya estás muerto.
Clavó el hacha en el pecho de Hamnir. El príncipe corcoveó y se contorsionó, y luego se quedó quieto, con los ojos fijos en la nada.
Félix miraba, boquiabierto y conmocionado, mientras Gotrek, sobre su amigo muerto, dejaba caer los hombros. «Sigmar —pensó—, ¿qué ha hecho el Matador?».
—¡No me mires, humano —gruñó Gotrek, con voz ahogada, y se cubrió el rostro con una enorme mano ensangrentada—, o te mataré en el sitio!
Félix retrocedió, tembloroso, y apartó la mirada. Sacó el botiquín de la mochila y dejó a Gotrek con su duelo mientras se curaba las heridas e intentaba entender lo sucedido. ¡Gotrek había matado a un enano! ¡A Hamnir! Había matado al príncipe, su amigo, sin esperar, sin darle tiempo para que se recobrara. Félix no podía dejar de repasar mentalmente la escena, una y otra vez.
¿Cómo podía saber Gotrek si Hamnir se había recobrado o no? Lo que había dicho Hamnir no había parecido raro. ¿Habría cometido un error?
Tras un largo rato, Gotrek se puso de pie, vacilante. Tenía el brazo izquierdo rojo desde el hombro a la muñeca.
—Bien —dijo, y se aclaró la garganta—. Acabemos con esto.
Sacó unas vendas de la mochila de Galin y comenzó a envolverse el hombro herido con ellas mientras avanzaba hacia la entrada por la que había aparecido Hamnir. El marco de la puerta estaba completamente cubierto por los mismos símbolos protectores antiguos que había en la puerta exterior. Entonces, Félix estaba seguro de que los habían colocado allí para evitar que algo saliera, y comenzaba a entender qué era ese algo.
El rostro del Matador estaba tan muerto y frío como jamás lo había visto. Tenía ganas de interrogarlo con respecto a Hamnir, pero temía que lo matara si lo hacía, así que contuvo la lengua y lo siguió.
* * *
Al llegar a la puerta, el pavor y la desesperación opresivos volvieron a inundar a Félix, en ese instante con más fuerza que antes. Si el Durmiente podía someter una mente como la de Hamnir, ¿qué posibilidades tenía un humano como él? Peor aún, ¿y si sometía la mente de Gotrek? ¿Y si ya lo había hecho? ¿Y si había decidido que Gotrek era un peón mejor que Hamnir? ¿Y si era por eso por lo que el Matador había acabado con la vida de su amigo? O, tal vez, Gotrek se había vuelto completamente loco y no podía distinguir entre amigos y enemigos. Félix tuvo ganas de echar a correr para salvarse, pero le daba más miedo separarse de Gotrek que ser asesinado por él.
Recorrieron un corto pasillo y luego ascendieron por una rampa poco empinada, hasta un curvo corredor, más amplio, que se extendía a izquierda y derecha. El enfermizo resplandor cadavérico se hacía más brillante a cada paso, y el denso hedor a leche agria asaltaba su olfato. Al otro lado de una serie de arcadas abiertas en la pared interior del curvo pasillo, brillaba una luz mortecina. Félix se asomó a la primera, sufrió una náusea y retrocedió. Detrás de él, Gotrek miraba hacia otro lado de la arcada, con el ceño fruncido.
Tres cuartas partes de la espaciosa habitación estaban llenas, del suelo al techo, de lo que a la trastornada mente de Félix le pareció crema translúcida, una crema que habían dejado allí durante demasiado tiempo. La fosforescencia emanaba de esa sustancia gelatinosa e hinchada, así como el olor. En la lechosa profundidad se veían parpadeos como de rayos verdes de calor. De la masa emergían blancos tentáculos glutinosos, que yacían, largos y flácidos, sobre el suelo, y palpitaban con vida latente. Hinchazones cancerosas y excrecencias extrañas afloraban de ella como negras grosellas de un pudín, y en la superficie crecía una cabellera de gruesos cilios blancos.
A través de la turbia sustancia, Félix vislumbró una puerta situada al otro lado de la sala. Ante ella yacían los destrozados restos de una puerta de piedra, completamente cubiertos por aquella gelatina. Parecía que la horrenda masa había hecho estallar la puerta y había crecido hasta llenar la habitación.
Félix se cubrió la boca para protegerse del hedor.
—¿Qué es? —preguntó a través de los dedos, mientras luchaba contra el impulso de vomitar.
Gotrek avanzó hasta la hinchada masa blanca y, al tocarla con la punta de una bota, comprobó que se estremecía como gelatina. Los cilios que rodeaban la zona que Gotrek tocó ondularon como un campo de hierba al viento.
Continuaron avanzando. La siguiente habitación también estaba colmada por la misma sustancia translúcida, que se apretujaba contra las paredes como un colchón relleno de mocos y metido dentro de un armario demasiado pequeño. Los blancos tentáculos yacían en el suelo como serpientes muertas, y al otro lado de la habitación, había otra puerta reventada.
Gotrek y Félix siguieron adelante por el curvo corredor, pasando ante una habitación tras otra, todas llenas de la horrible gelatina con tentáculos. Félix comenzó a darse cuenta de que el corredor era un gigantesco círculo. A media circunferencia, llegaron a una segunda rampa, que descendía pasando por debajo del centro del círculo.
El resplandor cadavérico era más fuerte allí, y Gotrek comenzó a bajar inmediatamente por la rampa. Félix vaciló al sentir que el miedo irracional le llenaba las venas de hielo, pero luego se obligó a continuar. Si se detenía, jamás podría avanzar otra vez.
Al final de la rampa, había otra enorme arcada trapezoidal, cuyo marco estaba iluminado por la rancia luz verde. Gotrek y Félix llegaron a ella y se detuvieron, presas de náuseas. Félix volvió a taparse la boca y obligó a su estómago a calmarse. El hedor resultaba abrumador, pero era lo de menos.
Contemplaban una baja sala circular, cuyo suelo estaba sembrado de escombros de basalto. El techo… Félix retrocedió al verlo, porque hizo que tuviera ganas de vomitar, de huir. El techo era de la misma repulsiva carne gelatinosa que llenaba las habitaciones de arriba. Su peso había hundido el techo original y formaba un bulto que pendía de lo alto como la parte inferior de un repugnante baldaquín y hacía que la sala pareciera aún más baja.
Y colgando flojamente del centro de la masa, como el cadáver disecado de una mantis religiosa imposiblemente grande, estaba el Durmiente.
Para Félix, no había duda alguna de que se trataba de la cosa que habían ido a matar. No podía ser nada más. Estaba absolutamente inmóvil, con la cabeza caída, las extremidades colgando…, dormido. Félix podría haber pensado que ya estaba muerto de no ser por el aura de miedo y locura que manaba de él como el frío de un glaciar.
En otros tiempos había sido alguna especie de insecto, pero el paso de los años, el confinamiento y algún oscuro pacto con los Poderes Malignos lo habían hecho mutar para transformarlo en algo infinitamente más inmundo. El translúcido exoesqueleto era blanco y ceroso como el sebo, y a través de él Félix vio blancos músculos estriados y el flujo de un líquido viscoso por medio de venas vidriosas. Ocho largas patas afiladas como sables de vidrio pendían debajo de una cabeza provista de espinas, con diez ojos negros facetados y un apiñamiento de crueles mandíbulas. Gruesas antenas como látigos se curvaban a partir de la frente con rebordes pronunciados.
El delgado tórax estaba, de algún modo, unido al gelatinoso techo, y al principio, Félix no logró discernir cómo. ¿Se aferraba a él como un murciélago? ¿Acaso estaba atrapado en él? Luego, con una nueva ola de revulsión, lo comprendió. ¡La gelatina era el resto del ser! ¡La gran masa gelatinosa que había crecido hasta llegar a todas las habitaciones del corredor circular, y que se había hecho tan pesada que había hundido el techo, era el hinchado abdomen de la criatura! Gotrek y Félix no habían explorado todos los rincones de la cripta. Sólo los dioses sabían cuántas otras habitaciones había llenado con su bulto. Félix tragó convulsivamente al darse cuenta de que podría estar mirando al ser vivo más grande del mundo.
Del combado techo colgaban también otras cosas: brillantes sacos translúcidos, abultados, unidos al extremo de retorcidos cordones umbilicales. Félix se dio cuenta de que eran crisálidas como las que antes habían visto guardar a los orcos en los cajones. Dentro, había pálidas formas angulosas de largas patas delanteras, con diez ojos facetados. Los hijos del Durmiente: el fin del mundo.
El Durmiente no giró la cabeza ni dio ninguna muestra de acusar recibo de la presencia de los intrusos que penetraban en la sala. Y, a pesar de eso, Félix temía más acercarse a él que a cualquier cosa de carne y hueso que hubiese visto jamás. Lo paralizaba el terror. No podía dar un paso.
Gotrek no se había detenido, pero avanzaba más lentamente, inclinado hacia adelante y esforzándose por poner un pie delante del otro, como un hombre que avanzara contra un vendaval.
—Lucha contra él, humano —dijo con los dientes apretados—. Se ha quedado sin sirvientes. Está usando la única arma que le queda.
Félix no podía moverse. Si se acercaba un paso más, se le comería el cerebro. Lo sabía. Ya se lo estaba comiendo. Si no huía, acabaría como los otros, como un esclavo sin mente que acataría las órdenes de un insecto corrompido por el Caos. Todo sería culpa de Gotrek, que lo arrastraba una y otra vez hacia una muerte segura.
—¡Lucha tú contra él! —le espetó a Gotrek—. ¡Tú eres el Matador! ¿Es que siempre tengo que librar tus batallas?
Gotrek volvió la cabeza para lanzarle una mirada feroz.
—¿Tú libras mis batallas? ¡Ja! Eso sí que es un chiste. ¡La mitad de las batallas que libro son para salvar tu indigno pellejo! ¡Grimnir, vaya un debilucho! ¿Por qué escogí a un humano como cronista? ¡Un enano habría cuidado de sí mismo!
Félix se atragantó, y la indignación ardió en su corazón.
—¿Debilucho? ¿Me llamas así después de todo lo que he pasado contigo…? ¡Y todo a causa de un juramento de borracho que nunca debería haber hecho!
Gotrek se volvió contra él y se olvidó del Durmiente.
—Y yo nunca debería haberte tomado la palabra. ¡Por mis ancestros! Veinticinco años viajando con un debilucho llorón, demasiado débil para hacer su parte del trabajo, teniendo que volverme cada dos pasos para sacar tu flaco culo del fuego, teniendo que oír «Eso no es prudente, Gotrek» y «Tal vez no deberíamos hacer eso, Gotrek», como el zumbido constante de un condenado mosquito. ¡Por qué no te he cortado antes el cuello sólo para hacerte callar es algo que no entiendo!
—¿Te crees que ha sido un placer viajar contigo? —gritó Félix, cuyo cuello palpitaba de furia—. He sido insultado y despreciado cada día, durante un cuarto de siglo, por un raquítico matón taciturno que no tiene una palabra amable para nadie. No recuerdo un solo caso en que me hayas dado las gracias, o me hayas elogiado por un trabajo bien hecho. Siempre es: «Cállate, humano», «Fuera de mi camino, humano», «Coge las bolsas, humano». —Apretó los puños—. ¡Cuando pienso en la vida que podría haber tenido si no hubiera jurado seguir tu feo trasero por todo el mundo hasta que acabaras por matarte! Ni siquiera has tenido la decencia de morirte pronto, como la mayoría de los Matadores.
—Gracias a mí, has visto más mundo que cualquier centenar de hombres del Imperio —bramó Gotrek—, ¿y te quejas de eso? ¡Por el hacha de Grungni! ¿Por qué no hice las paces con Hamnir y le pedí que fuera mi cronista? ¡Al menos, él era un enano, no un debilucho zanquilargo!
—Debilucho otra vez. —Félix se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. ¿Me llamas débil cuando todavía estoy aquí y tu tan vigoroso amigo enano, Hamnir, está muerto? ¿Quién es el debilucho?
La cara de Gotrek se puso blanca, y su único ojo destelló de fría furia.
—¿Insultas a los muertos? Morirás por eso.
—Yo lo he insultado —replicó Félix con una sonrisa despectiva—, pero lo mataste tú.
Con un rugido de indignación, Gotrek se lanzó con paso tambaleante hacia Félix y lo acometió con el hacha cogida con una sola mano. Félix retrocedió de un salto al mismo tiempo que lanzaba una exclamación ahogada y desenvainaba la espada. Sintió que el viento provocado por el hacha le rozaba una mejilla.
El terror se le clavó en el corazón como un carámbano de hielo. Sigmar, ¿qué había hecho? ¡Gotrek lo estaba atacando! ¡El hacha que había matado a demonios y gigantes volaba hacia su cuello!
Retrocedió mientras paraba golpes desesperadamente. Gotrek avanzaba cojeando, con el hacha rúnica transformada en un borrón. Cada golpe estaba a punto de arrancarle la espada de la mano. Si aún estaba vivo, era porque Gotrek luchaba con una sola mano y estaba débil a causa de las heridas y la pérdida de sangre.
Félix se maldijo a sí mismo cuando el hacha pasó a poco más de dos centímetros de su mentón. ¿Qué locura lo había impulsado a provocar de ese modo al Matador? ¿Es que había perdido la cabeza? Entonces, de repente, se dio cuenta de que el impulso procedía del exterior de su cabeza. Se originaba en el Durmiente. Los estaba azuzando como a perros de pelea. Se defendía haciendo que se pelearan entre ellos, en lugar de atacarlo a él.
—¡Gotrek! —gritó mientras se movía en círculos—. ¡Basta! Es el Durmiente. ¡Nos obliga a pelear! ¡Está dentro de nuestra mente!
—¿Intentas engañarme para que baje la guardia?
Gotrek acometía inexorablemente a Félix, haciendo que se adentrara cada vez más en la habitación.
Al acercarse de espaldas al Durmiente, Félix percibió su presencia detrás de su hombro izquierdo, y se le erizó la piel.
—¡Gotrek, maldito seas, lucha contra él! —gritó—. ¿Qué se ha hecho de tu inflexible voluntad de enano? ¡Lucha contra él!
Se lanzaban tajos el uno al otro enfrente del Durmiente, mientras se movían en lentos círculos como gladiadores que lucharan para divertirlo. ¡Dioses! ¿Por qué Gotrek no quería escucharlo? ¿Cómo se atrevía a acusar a Félix de debilidad y caer luego bajo el poder del Durmiente? Si no quería escucharlo, Félix simplemente tendría que metérselo a golpes en la cabeza. Le cortaría la cabeza al Matador y se lo metería a gritos por la garganta.
—¡Estúpido testarudo! ¡Yo te enseñaré! —Félix dirigió una estocada hacia la herida mal vendada del hombro de Gotrek.
El hacha del Matador bloqueó el golpe, y la espada vibró de tal modo que le causó escozor en las manos.
—¡Eres tú quien necesita que le enseñen algo, zanquilargo! ¡Decir que eres mejor que un enano! —Dirigió hacia la cabeza de Félix un golpe que se la habría partido por la mitad si él no hubiese retrocedido de un salto—. ¡Te destriparé por insolente!
Félix maldijo. Incluso con una sola mano y a punto de desplomarse, Gotrek era más fuerte y rápido que cualquier oponente con quien él se hubiera enfrentado, pero el Matador se balanceaba con precario equilibrio. Si Félix lograba hacer que cayera podría matarlo. Continuó moviéndose hacia la derecha para acometer a Gotrek por el lado más débil.
El Matador giraba con él.
—¡Te ensartaré como un conejo! —rugió al mismo tiempo que alzaba el hacha por encima de la cabeza.
Gotrek tropezó con una piedra y dio un traspié al perder el equilibrio.
¡Una abertura! Félix se lanzó hacia adelante y dirigió una estocada hacia la pierna herida de Gotrek. Con una rapidez cegadora, el enano bajó el hacha con tal fuerza que le arrancó la espada de las manos, y luego le dio una patada en el estómago.
Mientras la espada se alejaba rebotando, Félix salió disparado hacia atrás, se estrelló contra el Durmiente, en cuyas espinosas patas se le enredaron los brazos, y su cabeza impactó entre las dos hileras de ojos. El Durmiente dio un respingo y despertó, siseando y chasqueando las mandíbulas.
—¡Te cortaré en dos! —bramó Gotrek, y arrojó el hacha directamente hacia la cabeza de su compañero.
Félix dio un alarido y se lanzó al suelo, presa del terror. El hacha pasó girando por encima de su cabeza, le rozó el pelo y cercenó una de las antenas del Durmiente.
La criatura chilló y agitó las patas como loca, mientras hacía chasquear las garras. Una golpeó a Félix en un hombro y lo hizo atravesar media habitación. Al estrellarse contra el suelo, gruñó de dolor, pero también de alivio. De repente, tenía la mente clara. La cólera irracional lo había abandonado. La herida había distraído al Durmiente.
Félix se incorporó. Gotrek se lanzó más allá de la criatura, que chillaba y pataleaba, para recoger el hacha. Al volverse, Félix lo miró con ojos desorbitados.
—Tú…, tú…
—Ahora no, humano —jadeó Gotrek mientras se ponía de pie—. Mátalo.
El Matador avanzó, cojeando, hacia la espalda del Durmiente. La criatura se contorsionó y se retorció en todas direcciones para volverse y hacerle frente, pero el gangrenoso abdomen la mantenía inmovilizada. No podía girar para defenderse.
Gotrek sonrió salvajemente, preparado para la matanza. Félix se levantó y recogió la espada. Desaparecida de su cabeza la vil influencia, el Durmiente no parecía ser una amenaza. Era patético, de hecho, reducido a la impotencia por sus propias mutaciones.
Algo largo y blanco cayó junto a él. Félix retrocedió de un salto. Parecía un moco grueso como la muñeca de un hombre que saliera de la nariz de un gigante. Le cayó otro delante. Las cosas se curvaron hacia él como serpientes ciegas, cuya piel se hacía cada vez más gruesa y fangosa. ¡Nacían del hinchado abdomen del Durmiente!
La primera se abrió por la punta como una vaina, y dentro de la cavidad Félix vio dientes y una lengua púrpura. A la segunda le crecieron púas con punta de flecha y ventosas de calamar. Ambas se lanzaron hacia él.
Decapitó de un tajo a la de la boca, de la cual manó un espeso líquido fétido que le hizo llorar los ojos. Entonces cayeron otras dos de aquellas cosas junto a él.
—¡Gotrek!
El Matador estaba asediado por cinco de aquellos tentáculos. Cortó por la mitad a tres, y cuatro más cayeron para luchar contra él. Uno se le enroscó en la pierna herida; otro lo rodeó por el cuello. Intentaban mantenerlo alejado del Durmiente.
—¡Inmundicia maldita del Caos! —rugió Gotrek.
Félix cortó dos más, pero otro le había rodeado la cintura y lo estaba levantándolo del suelo. Lanzó un tajo por detrás de la cabeza y cayó al suelo al cercenarlo, sobre un charco de porquería gris.
De los tentáculos cortados manaban espesos regueros de mucosidad que se encharcaban en el suelo, y cuyo hedor era imposiblemente asqueroso. Félix se puso en pie de un salto, y mientras sacudía las manos para intentar librarse de la sustancia, a punto estuvo de caer otra vez. El suelo de basalto estaba resbaladizo, cubierto de aquella inmundicia.
De pronto, la habitación circular se había transformado en un oscilante bosque de babosos tentáculos blancos, y todos se extendían hacia él y Gotrek. No eran difíciles de cortar, pero había demasiados. Uno, con una boca como de lamprea, mordió a Félix en la parte posterior de una pierna. El humano gritó y lo cortó, pero otro le arañó la cara con crestas que parecían de vidrio roto.
Le asestaba tajos a todo lo que se le ponía cerca, resbalando y girando en un demente frenesí. Al otro lado del Durmiente, Gotrek hacía lo mismo, pero a cada segundo brotaban nuevos tentáculos del abultado techo, y más de cuarenta que habían sido truncados derramaban inmundicia viscosa sobre el suelo. Estaban sumergidos hasta los tobillos en mucosidad fétida. Cuando Félix retrocedía ante tres de los seudópodos mutantes, se metió bajo una lluvia de porquería y quedó empapado hasta la piel. Sufrió arcadas cuando se le metió en los ojos y la nariz, y le empapó el pelo hasta el cuero cabelludo.
Félix sollozó de frustración mientras se limpiaba los ojos. Era inútil. Por muchos tentáculos que cortara, siempre habría más. No lograrían llegar hasta el Durmiente para matarlo. Los tentáculos los harían pedazos. Era preferible arrojar la espada al suelo y…
Quedó petrificado. Había vuelto al interior de su cabeza e intentaba recuperar el control. Lo expulsó salvajemente, y lo maldijo con cada tajo de espada. Luego, giró y comenzó a avanzar laboriosamente, un paso tras otro, por el lago de resbaladiza mucosidad, hacia la criatura. No permitiría que lo distrajera. No volvería a poseerle la mente.
Gotrek también había recuperado la libertad de movimiento, al menos de momento, y cercenaba los tentáculos a mayor velocidad de la que necesitaban para formarse. Las cabezas cortadas de tres de ellos colgaban de sus brazos y piernas, cogidas por los dientes, mientras él avanzaba hacia la criatura. La cresta, empapada de porquería, le pendía sobre la cara como una empapada fregona roja.
El Durmiente chilló de angustia, y más tentáculos avanzaron, retorciéndose, hacia el Matador; pero el enano no iba a permitir que lo detuvieran. Cercenó seis con un tajo lanzado hacia atrás, y luego le asestó otro a la cara de la criatura, que intentó defenderse con las patas vidriosas, y el hacha rúnica le cortó dos por las articulaciones.
El Durmiente chilló —un ensordecedor zumbido agudo de insecto— y acometió a Gotrek con una de las patas delanteras provistas de pinzas. El enano se dispuso a bloquear el golpe, pero un tentáculo le apresó la muñeca y no logró situar el hacha en la posición correcta. En el pecho de Gotrek apareció un tajo sangrante. La sangre se mezcló con la mucosidad y le pintó el torso de rojo.
Gotrek se volvió para cortar el tentáculo, y la otra pata delantera del Durmiente lo golpeó en la parte posterior de la cabeza. El enano dio un traspié y estuvo a punto de caer.
—¡Déjalos! —gritó Félix cuando al fin llegó al centro de la habitación—. ¡Yo me encargaré de ellos!
Gotrek no dijo nada, pero centró toda su atención en el Durmiente, mientras Félix cercenaba el tentáculo que le sujetaba el brazo y cortaba todos los demás que avanzaban hacia ellos. Parecía haber centenares. Todos con mutaciones diferentes; todos visiones de una mente desquiciada.
Gotrek arremetió con toda su fuerza contra el Durmiente, pero éste aún tenía seis patas para defenderse de una única hacha, y bloqueaba todos los ataques, mientras trozos y esquirlas de quitina translúcida volaban con cada impacto. Le cortó otra pata y se agachó cuando el Durmiente dirigió un golpe hacia su cabeza.
Detrás de él, Félix giraba como un derviche al cortar un tentáculo tras otro, pero nunca los suficientes. Rió amargamente para sí mismo. Era fácil decir que le quitaría los tentáculos de encima a Gotrek, pero ¿quién se los quitaría de encima a él? Estaba cansándose con rapidez. La mucosidad le llegaba a las rodillas —casi hasta la cadera de Gotrek—, y tenía la sensación de estar luchando en arenas movedizas. Peor aún, el abultado techo abdominal estaba descendiendo como si se desinflara, y Félix no dejaba de darse golpes en la cabeza contra él. Si no los hacían pedazos o no se ahogaban en la mucosidad, existía una buena posibilidad de que el Durmiente los sofocara con la presión del abdomen. Cortó dos tentáculos cubiertos de ventosas que se le estaban enroscando en las piernas. Luego, cercenó otros tres que se extendían hacia Gotrek. Tenía el brazo de la espada pesado como el plomo. Un tentáculo lo aferró por el tobillo izquierdo, otro le mordió el bíceps derecho, y había más que iban hacia él.
Gotrek dirigió un tajo hacia la pata delantera derecha del Durmiente; éste lo bloqueó con otra pata posterior, pero la perdió al atravesársela el hacha. El Matador se lanzó hacia adelante para continuar con el ataque, pero de repente se detuvo en seco y gruñó de dolor. El Durmiente lo había cogido por la cintura con la pinza izquierda y lo levantaba en el aire al mismo tiempo que apretaba con fuerza. Gotrek aferró la pinza con la mano libre para impedir que lo cortara en dos. Alzó el hacha para cercenar el brazo, pero la pinza derecha la cogió por el mango e intentó arrebatársela de la mano. El Matador bramó de cólera y dolor.
—¡Aguanta! —gritó Félix.
Avanzó trabajosamente, mientras cortaba tres tentáculos. Otros tres lo retenían con fuerza, y dos más intentaban cogerlo. El Durmiente alzaba a Gotrek hacia las mandíbulas afiladas como navajas, mientras el enano se debatía. El Matador no podía soltar la pinza del Durmiente y usar ambas manos para recuperar la plena posesión del hacha, ya que si lo hacía lo cortaría en dos; ni podía soltar el hacha y usar ambas manos para abrir la pinza, ya que en ese caso perdería el arma.
Félix rugió y asestó a su alrededor tajos que cortaron media docena de tentáculos, pero había más que lo sujetaban. Recuperó la plena libertad de movimiento de los brazos y se lanzó hacia el Durmiente para asestarle un tajo con sus últimas fuerzas, mientras los tentáculos que le rodeaban los tobillos intentaban tirar de él hacia atrás.
¡La espada alcanzó el objetivo! La punta de la hoja impactó contra la muñeca de la pinza que retenía el hacha de Gotrek.
Cayó de bruces y se sumergió en el lago de mucosidad. ¿Lo había logrado? ¿Era suficiente? ¿El Durmiente había aflojado la presa?
Salió desesperadamente a la superficie, tosiendo y quitándose porquería de los ojos, justo a tiempo de ver cómo Gotrek, con un gutural bramido de triunfo, clavaba el hacha rúnica entre los dos ojos más grandes del Durmiente.
El Durmiente chilló y sufrió un espasmo, a la vez que agitaba las patas que le quedaban. Todos los tentáculos de la habitación se agitaron y retorcieron como serpientes inmovilizadas. Gotrek fue lanzado al otro lado de la habitación y se estrelló contra la pared. Una docena de tentáculos frenéticos aporrearon a Félix. Un demente chillido de insecto le inundó la cabeza como si la tuviera llena de un millar de grillos que cantaran violentamente, mientras por su mente pasaban a toda velocidad horrendas imágenes fragmentadas de sangre y descuartizamiento, de cámaras negras que hervían con un millón de insectos del tamaño de carretas que caminaban unos por encima de otros. Agitó los brazos y pataleó en el lago de mucosidad, chilló y se tapó los oídos con las manos mientras el corazón le latía como loco y sufría arcadas. Gotrek se puso de pie, tambaleante, con los brazos por encima de la cabeza; hacía muecas de dolor y rugía.
El mundo entero parecía temblar. ¿Estaba todo dentro de su cabeza? Un trozo de basalto cayó junto a él y levantó una espesa fuente de porquería. No estaba en su cabeza.
—¡Fuera, humano! —gritó Gotrek.
Félix se puso trabajosamente de pie y avanzó como un borracho por el caos de tentáculos que se contorsionaban, detrás de Gotrek, mientras en torno a ambos caían enormes bloques de piedra y la tormenta mental del Durmiente continuaba aporreándole la mente. Las imágenes se amontonaban una sobre otra, cada una más caótica y confusa que la anterior: ciudades de insectos ocultas dentro de cuevas; enormes pirámides de basalto; ejércitos de esclavos, peludos trogloditas humanos de frente baja que cavaban, construían y limpiaban para sus quitinosos amos; terremotos; rebeliones de esclavos; hundimiento de cuevas; asesinatos; un emperador insecto que hacía un pacto con entidades aún más antiguas que él, un pacto que le confería nuevos poderes, le aportaba victorias, tesoros, divinidad; luego llegaban los celos; las traiciones; la invasión de los moradores de la superficie; batallas; derrotas; se escondía en el templo donde en otra época los demás habían acudido a adorarlo; los moradores de la superficie que lo encerraban en él con hechizos y protecciones; la espera, el crecimiento, la espera.
Gotrek y Félix corrieron rampa arriba y salieron al corredor circular, que ya estaba medio enterrado en los escombros que caían. Por las puertas abiertas salían tentáculos blancos para intentar golpearlos, y ellos los esquivaban mientras corrían por el pasillo. Las paredes se derrumbaban al estremecerse y sacudirse la gelatinosa masa. El alarido psíquico del Durmiente, que se hizo más agudo y aumentó de volumen, perdió toda apariencia de cohesión hasta transformarse en un ensordecedor torrente de cólera, agonía y odio ancestral.
Una enorme losa de piedra negra se desplomó ante ellos y no los aplastó por poco. Félix saltó por encima, Gotrek la esquivó por un lado, y ambos se lanzaron hacia la rampa, por la que rebotaron y rodaron hasta el salón de abajo. En ese momento, con un rugido como el de un terremoto, las salas del Durmiente se derrumbaron del todo.
La presencia del Durmiente se apagó cuando las rocas cayeron, y dejó sólo ecos de balbuceos. Félix estaba demasiado asustado como para que le importara. Yacía, acurrucado, en la base de la rampa, con la cabeza cubierta por los brazos, esperando que en cualquier momento el techo se le cayera encima.
* * *
Pasado un rato, el estruendo y los temblores cesaron, y todo quedó quieto. Félix se estiró poco a poco, parpadeó y sacudió la cabeza. Gotrek también estaba sentándose, se presionaba las sienes y gemía.
Tras permanecer unos momentos apoyado contra la pared y recobrando el aliento, Félix levantó una mirada confusa hacia el Matador.
—Intentaste matarme —dijo.
—¿Qué? —preguntó Gotrek—. Nunca. Tú intentaste matarme a mí.
—¡Sólo porque querías matarme! —replicó Félix—. ¿No lo sabías? Era el Durmiente. Él te obligaba a pelear conmigo.
—Sí que lo sabía.
—¿Por qué no te detenías, entonces?
Gotrek frunció el ceño y bajó los ojos mientras apretaba los puños con desazón.
—No podía. Esa cosa era condenadamente fuerte. —Se frotó con las manos la cara cubierta de mucosidad y suspiró—. Creo que ya no culpo tanto a Hamnir. Sólo logré romper su control cuando me rendí.
—¿Rompiste su control? Tú no rompiste su control.
—Salió de nuestras cabezas cuando lo herí, ¿no?
—Lo heriste por accidente.
Gotrek negó con la cabeza y se levantó con precario equilibrio.
—No podía parar de atacarte, por mucho que lo intentaba, ni volver mi hacha contra él. Era demasiado fuerte. Pero sí que podía situarte a ti entre él y yo. —Se encogió de hombros—. Sabía que te agacharías.
Félix parpadeó y se puso de pie de un salto. Se sentía inestable y le hervía la sangre.
—Sabías que yo me… Tú… Pero…, pero ¿y si no lo hubiera hecho?
Gotrek hizo una mueca y limpió la mucosidad del hacha lo mejor que pudo.
—¿Qué alternativa me quedaba?
Félix abrió la boca para discutir, pero no supo qué decirle.
Gotrek deslizó el hacha rúnica en el cinturón y dio media vuelta.
—Vamos.
Avanzaron por el corredor hasta la habitación que tenía el agujero en el centro y se detuvieron ante el cuerpo de Hamnir.
Félix tragó al mirar el rostro del príncipe, sereno en la muerte, y luego su pecho destrozado.
—¿Cómo…, cómo lo supiste? —preguntó—. ¿Cómo supiste que no se había recuperado? ¿Que no se recuperaría?
—Lo supe —replicó Gotrek—. Lo tenía en los ojos. Había pasado demasiado tiempo con él. No iba a regresar.
—Pero…
—¡No iba a regresar!
Gotrek se acuclilló bruscamente, deslizó los brazos por debajo del cuerpo de Hamnir, y lo levantó. Luego, se dirigió hacia la salida con pesados pasos.
Félix se quedó mirándolo. Tenía ganas de decirle al Matador que tal vez la muerte del Durmiente habría acabado con el dominio del ser sobre Hamnir. Quizá el príncipe habría vuelto a ser él mismo tras la muerte del Durmiente. No pudo decidirse a hablar. Siguió a Gotrek mientras su corazón libraba una batalla contra sí mismo.
Cuando habían recorrido la mitad del túnel que ascendía hasta las minas, Gotrek se aclaró la garganta.
—Le dirás a Gorril que Hamnir murió bien, luchando con los pieles verdes del collar. Es lo mejor.
—¿No quieres que sepa que lo mataste tú?
—No quiero que sepa que… se perdió a sí mismo.
—¿Y por qué no se lo dices tú? —preguntó Félix.
—Yo no miento.
—¿Y yo sí? —Félix se sintió insultado.
—Tú escribes obras teatrales, ¿verdad?
Una contestación airada estuvo a punto de aflorar a los labios de Félix, pero la dejó morir antes de que saliera. No le gustaba, pero tal vez era mejor de ese modo. Lo último que los asediados enanos de Karak-Hirn necesitaban saber era que su príncipe había traicionado a la raza de los enanos, y siempre había sido cometido de los poetas y los dramaturgos conferirle el mejor aspecto posible a la muerte de los héroes.
—De acuerdo. Yo se lo diré.