VEINTICUATRO

VEINTICUATRO

Félix, Galin y Narin siguieron a Gotrek al interior de la estructura de basalto enterrada. Félix tuvo que inclinarse para no golpearse la cabeza contra el bajo dintel. La luz roja del hacha rúnica se reflejó oscuramente en las pulimentadas paredes negras y les permitió ver una gran sala octogonal, con más puertas trapezoidales que se abrían a la oscuridad. Félix se estremeció. Del lugar radiaba una aura de insondable antigüedad que le recordó los túneles de los Ancestrales, donde él y Gotrek habían estado a punto de perderse durante sus viajes con Teclis. Lo hacía sentir muy joven, pequeño e insignificante.

Algo relativo a la escala de las puertas, hizo que se diera cuenta de que aquel sitio no había sido construido para ningún ser que caminara sobre dos piernas. Por un momento, intentó imaginar cómo podría ser ese ser, pero luego se detuvo. Si seguía esa línea de especulación, acabaría volviendo a subir por el túnel, gritando como loco.

Casi resultó reconfortante hallar señales de ocupación de orcos en aquel extraño lugar. Quizá los orcos fueran horribles monstruos malignos, pero eran unos horribles monstruos malignos que le resultaban familiares. Sobre un amplio agujero circular que se abría en el centro de la habitación, habían colocado tablones para hacer un puente, y vieron un rastro de polvo, guijarros y huellas de orco que iba desde la puerta por la que habían entrado Félix y los enanos hasta otra situada en el lado opuesto. En la sala también había la familiar fetidez de los orcos, un áspero olor animal mezclado con hedor a muerte y basura putrefacta.

—¿Cómo supieron los orcos que esto estaba aquí? —preguntó Félix mientras miraba el entorno—. ¿Cómo lo encontraron?

—No lo sabían —replicó Gotrek—. El Durmiente los llamó.

—Gurnisson —dijo Narin—, oculta el hacha por un momento. Creo que veo luz.

Gotrek se metió la hoja del hacha bajo un brazo para cubrir la luz de las runas y sumió la sala en la oscuridad. Cuando los ojos se le acostumbraron a la falta de luz, Félix vio una fosforescencia verde pálido que llegaba a través de la puerta opuesta, tan mortecina que resultaba difícil tener la certeza de que existiera realmente. Entonces, algo la bloqueó. Unas sombras enormes avanzaban rápidamente hacia ellos por el corredor.

—¡Viene algo! —dijo Galin.

Gotrek descubrió el hacha mientras Félix, Narin y Galin se ponían en guardia. Por la puerta del otro lado, pasaron, agachados, seis enormes orcos mutantes, cada uno del tamaño del jefe de guerra con el que se habían enfrentado en el gran salón, cuyos negros ojos facetados destellaban en rojo a la luz de las runas. Un sofocante olor a huevo podrido manaba de ellos como una nube.

Félix y los enanos sufrieron arcadas y se taparon la boca, mientras los orcos se desplegaban para rodearlos y alzaban las armas.

—¡Grungni! —dijo Narin—. Éstos ya no son orcos. Están transformándose en otra cosa.

—Mutantes —precisó Galin—, contaminados por el Caos.

Era verdad. Las mutaciones que habían deformado al jefe de guerra se habían desarrollado plenamente en las monstruosas criaturas con que entonces se enfrentaban. Si el jefe de guerra había sido pálido, éstos eran blancos como peces muertos y brillaban a causa de una película pegajosa. Si aquél había estado cubierto de bultos y tumores, éstos lucían púas y cuernos translúcidos que les crecían en los hombros y la cabeza como carámbanos lechosos. En el centro del pecho de uno de ellos había un círculo de diminutos tentáculos en torno a un orificio supurante. Tenían brazos largos y deformes que les llegaban casi hasta el suelo, y los antebrazos estaban recubiertos por corazas vidriosas llenas de espinas, como las conchas de cangrejos cavernícolas albinos. Alrededor de sus cuellos destellaban el oro y el ónice.

Gotrek pasó un dedo pulgar a lo largo del filo del hacha e hizo que saliera sangre. Sonrió.

—Esto sí que será una pelea.

—¡Esto será una carnicería! —gimió Galin—. Llevan collares. Todos llevan collares. Son todos invencibles. Esto es el fin.

—Cállate —dijo Gotrek con enojo—. Se los quitamos, y se acabó.

—Y les cortamos la cabeza —añadió Narin, ceñudo—, para asegurarnos de que no vuelvan a atacar después de muertos.

—Humano, conmigo —dijo Gotrek—. Quítales los collares, y yo los mataré. Galin, haz lo mismo para Narin. ¡Adelante!

Gotrek y Félix corrieron hacia los orcos de la izquierda, mientras Narin y Galin se dirigían hacia los de la derecha; pero era imposible. Pareció que los orcos sabían instantáneamente lo que pretendían, y cuando Félix intentó deslizarse por detrás del primero, los demás lo atacaron a él en lugar de a Gotrek, y tuvo que escabullirse como una colegiala para evitar que lo destriparan. Gotrek se interpuso en el camino de los orcos y los mantuvo a raya, pero eran inmensamente fuertes, además de intocables, y lo obligaron a retroceder.

Galin y Narin tenían el mismo problema. Retrocedieron ante los otros tres orcos, mientras esquivaban golpes y los paraban como locos, y luego se lanzaron hacia un lado y corrieron al otro extremo de la habitación. Los orcos los siguieron.

—¡No está funcionando, Gurnisson! —gritó Narin.

Félix regresó junto a Gotrek y se puso a asestar tajos con todas sus fuerzas, aunque sabía que no serviría de nada. La espada resbalaba por la babosa piel de los orcos como si fuera de piedra.

—Intentadlo otra vez —gruñó Gotrek mientras acometía a los orcos.

Félix asintió con la cabeza y se dispuso a describir un rodeo para situarse detrás de los orcos, pero al instante volvió a tenerlos encima. Retrocedió. Al otro lado del agujero cubierto por tablones, Galin y Narin intentaban evitar que los acorralaran.

Félix volvió a mirar el agujero y los tablones.

—¡El agujero! —gritó.

—¿Qué? —preguntó Gotrek.

Félix se apartó de la lucha y corrió hacia el agujero. Dejó la espada en el suelo y comenzó a apartar los tablones. Una ola de fetidez de muerte ascendió hacia él con la fuerza de un puñetazo. Bajo los tablones, el agujero tenía unos tres metros de profundidad. Sólo Sigmar sabía cuál había sido su propósito original, pero entonces era una sepultura. Amontonados en el fondo, había una veintena de cadáveres de orcos, tan viejos y podridos que se les veía el esqueleto a través de la carne corrupta.

Félix maldijo. Había esperado que se tratara de algún tipo de cisterna. Los orcos saldrían de allí en un instante.

—¡Cuidado, humano!

Instintivamente, Félix se apartó a un lado en el momento en que la cuchilla de un orco descendía hacia él y partía el tablón que había estado a punto de levantar. El orco volvió a acometerlo. Félix se lanzó al suelo, rodó más allá del atacante y recogió la espada al ponerse de pie.

—Bien pensado —dijo Gotrek mientras retrocedía ante los otros dos—. ¡Narinsson! ¡Olifsson! ¡Retirad las tablas!

—No, no servirá —jadeó Félix, que se agachó para esquivar otro tajo—. No es lo bastante profundo. Saldrían, a menos que… —Se le había ocurrido una idea.

Regresó de un salto junto a Gotrek y cogió el farol apagado que colgaba del cinturón del Matador. Luego, volvió a escabullirse entre los orcos y, al llegar al agujero, golpeó el farol contra el borde. El depósito de vidrio que había dentro de la carcasa de latón se rompió y el aceite se derramó. Félix lo sacudió mientras avanzaba por el borde del agujero, hasta que el orco se lanzó tras él. Le arrojó el farol a la cara y pasó corriendo por su lado, al mismo tiempo que desviaba por muy poco un golpe alto.

El orco giró para atacarlo otra vez, resbaló en el aceite, recobró el equilibrio y fue tras él. Félix retrocedió, rompió su propio farol como había hecho con el de Gotrek y salpicó de aceite otro tramo del borde del agujero. El hacha del orco hizo saltar esquirlas negras del suelo de basalto a poco más de dos centímetros de uno de sus pies. Félix volvió a apartarse de un salto.

Mientras el orco avanzaba pesadamente tras él, Félix se maravilló de lo clara que tenía la cabeza. El Matador había estado en lo cierto. Una vez comenzada la lucha, el miedo había cedido. No había desaparecido del todo, ya que aún sentía rastros de pavor que serpenteaban dentro de su estómago, pero entonces no lo inundaba por completo. Podía pensar. Podía actuar. No quería darse por vencido. No quería morir.

Al otro lado, Narin y Galin intentaban obedecer la orden de Gotrek y levantar los tablones, pero con tres orcos persiguiéndolos, no tenían mucha suerte. Estaban demasiado ocupados en esquivar hachas como para mover maderos.

Gotrek retrocedió en dirección al agujero, para hacer que los orcos avanzaran hacia él. Al llegar al borde, amagó un golpe a la izquierda que hizo que uno de ellos se lanzara hacia un lado para intentar bloquearlo, y luego viró hacia el lado contrario y dirigió un tajo al estómago del otro.

El orco reaccionó sólo con un gruñido al golpe de la hoja del hacha rúnica contra su blanca carne, y avanzó para descargar su pesada hacha en la cabeza de Gotrek. El Matador se lanzó hacia adelante por debajo del arma, estrelló un hombro contra el vientre del orco y lo empujó hacia arriba con el mango del hacha, que sujetaba con ambas manos como un bastón.

Impelido por el impulso de Gotrek y por el de su propio movimiento de avance, el orco pasó por encima de la espalda del Matador y cayó con estrépito encima de los tablones que aún quedaban sobre el agujero. Se partieron como ramitas bajo el enorme peso, y el orco cayó dentro del agujero, donde aterrizó sobre sus congéneres putrefactos.

El segundo orco de Gotrek cargó hacia él con la maza en alto. Gotrek se movió hacia la izquierda para apartarse de su camino. El piel verde mutante intentó detenerse y girar, pero resbaló sobre el aceite derramado y patinó hasta caer dentro del agujero, sobre el primero.

Galin y Narin pasaron corriendo junto a Gotrek, cerca del borde del agujero, con los tres enormes perseguidores pisándoles los talones. Los enanos esquivaron diestramente el aceite derramado, pero el orco que iba en cabeza no fue tan ágil. Cayó de espaldas y se quedó con el brazo y la pierna derechos colgando sobre el agujero. Félix, que retrocedía ante su atacante, vio la oportunidad. Corrió y pateó un costado del enemigo caído, que patinó hacia el interior del agujero y manoteó con las transparentes zarpas el resbaladizo borde antes de precipitarse hasta el fondo.

Félix giró sobre sí mismo y esquivó un tajo de la cuchilla de su contrincante, y entonces, se encontró espalda con espalda con Gotrek, Galin y Narin. Los tres orcos restantes los rodearon. Detrás de ellos, unas manos blancas como cadáveres se tendían hacia lo alto y manoteaban el borde del agujero, en un intento de hallar asidero en el resbaladizo basalto.

—Hemos igualado las probabilidades —declaró Gotrek con tono de aprobación—. Ahora, vosotros tres matad a uno, mientras yo entretengo a los otros dos.

—¿Puedes contener a dos? —preguntó Narin.

—Dependerá de con cuánta rapidez matéis a ése —replicó Gotrek—. ¡Vamos!

De repente, el Matador se transformó en un torbellino de acero destellante; el resplandor del hacha rúnica dejaba curvas colas de cometa impresas en la retina de Félix, mientras Gotrek hacía retroceder a los dos orcos con la simple ferocidad brutal.

Félix, Narin y Galin atacaron al tercer orco, e hicieron lo posible por emular el incesante ataque de Gotrek. Félix se escabulló por detrás del monstruo y tendió una mano hacia el collar que llevaba. El orco se apartó bruscamente y le lanzó un tajo. Félix retrocedió y se salvó por un pelo. Narin intentó coger el collar desde el otro lado. El orco giró hacia él al mismo tiempo que el enano se agachaba, y el hacha cortó un cuerno del casco de Narin. De pronto, la lucha le recordó a Félix algún juego infantil, una versión mortífera de «corre que te pillo».

Volvió a lanzarse hacia el orco, y esa vez cerró los dedos en torno a la gargantilla de oro. Tiró, pero estaba apretada y se hundía profundamente en el resbaladizo cuello de músculos como cuerdas. El bruto se contorsionó y giró, y golpeó a Félix en un costado de la cabeza con el antebrazo recubierto de caparazón. A Jaeger le estallaron chispas blancas por dentro de los párpados y cayó al suelo, pero se llevó consigo el collar.

Vagamente, vio que el orco alzaba la cuchilla para descargar sobre él el golpe mortal, pero luego gruñó y cayó de rodillas, y una sangre espesa y transparente le salió a borbotones por la boca cuando Galin le cercenó el espinazo. El orco se desplomó hacia adelante sobre Félix, pero éste, haciendo una mueca, puso la espada en posición vertical. La hoja se hundió en el blanco vientre hasta la empuñadura.

Narin hizo rodar el cadáver para quitárselo de encima a Félix, y Galin le cortó la cabeza. Jaeger se puso de pie, inestable, y arrancó la espada del cuerpo. Le corría sangre por el costado de la cabeza. El mundo parecía inclinarse. Arrojó el collar al suelo.

—Bien hecho, humano —dijo Narin.

—Sólo nos quedan cinco —añadió Galin con una ancha sonrisa.

—¡Daos prisa, cotorras! —gritó Gotrek.

Los dos orcos tenían contra la pared al Matador, que bloqueaba y esquivaba golpes con desesperación.

Narin, Galin y Félix corrieron a ayudarlo. Cuando pasaron junto al agujero, uno de los orcos caídos dentro trabó el hacha en el borde, y otro comenzó a trepar por la espalda del primero.

—¡Grimnir! —maldijo Galin—. ¡Están saliendo!

—Continuad —dijo Félix—. Yo me encargo.

Sonrió. No podía desaprovechar la oportunidad. Mientras Narin y Galin seguían corriendo, avanzó hasta el borde del agujero y tendió una mano por encima de la cabeza del orco que trepaba, hacia el collar. El bruto le lanzó una dentellada. Félix retiró rápidamente la mano y volvió a intentarlo.

Esa vez lo cogió y lo arrancó del repulsivo cuello del orco.

—¡Ja! —gritó al mismo tiempo que lo arrojaba a un lado y echaba atrás la espada para decapitarlo.

El orco extendió con gran rapidez uno de sus brazos antinaturalmente largos, aferró un tobillo de Félix y tiró de él. Jaeger cayó hacia atrás, y la espada escapó de su mano y se alejó, rebotando. El orco levantó la otra mano e intentó apoyarla para impulsarse fuera del agujero, pero la palma le resbaló en el aceite y comenzó a deslizarse de nuevo hacia abajo, arrastrando a Félix consigo. Félix extendió la otra pierna e intentó clavar el tacón de la bota en el suelo, pero estaba cubierto de aceite. No podía apoyarlo con firmeza. El monstruo tiraba de él inexorablemente hacia la hoja del hacha que el primer orco había trabado en el borde del agujero. La hoja iba a cortarlo en dos desde la entrepierna al cerebro.

Félix manoteó en busca de la espada, pero no la alcanzó.

—¡Gotrek!

Los enanos estaban demasiado ocupados con los otros orcos, y no lo oyeron.

—¡Gotrek!

Gotrek se volvió a mirarlo, y sus ojos se encendieron de cólera.

—¡Maldito seas, humano! ¿Cómo te metes en…?

Se apartó de la lucha y corrió hacia el agujero. Sus dos oponentes cargaron tras él y derribaron con un golpe de hombro a Narin y Galin como si fueran niños. Parecían comprender que el Matador era la amenaza más grande con que se enfrentaban.

El orco resbalaba con rapidez, y sus uñas transparentes rechinaban como esquirlas de vidrio sobre el aceite. Félix resbalaba con él, y la entrepierna estaba a pocos centímetros de ser dividida por la afiladísima hoja del hacha.

Gotrek descargó un tajo sobre la muñeca del orco que había intentado trepar, y luego se lanzó hacia un lado, pocos centímetros por delante de los perseguidores. El orco que sujetaba a Félix cayó al interior del agujero mientras del muñón le manaba sangre transparente, y el humano gateó de espaldas para alejarse de la hoja del hacha, con la mano blanca cercenada aún cogida al tobillo. Cerca de la pared, Narin y Galin estaban poniéndose de pie.

Gotrek giró sobre sí mismo para encararse con los atacantes, desvió un tajo hacia un lado y esquivó otro. Los orcos le asestaban golpes incesantes y lo hacían retroceder hacia el agujero.

Cuando Félix recogió la espada, vio que el orco que había trabado el hacha en el borde del agujero intentaba trepar por el mango del arma. Félix pateó el plano de la hoja del hacha, que rechinó al resbalar por el suelo, donde dejó una línea blanca en el basalto, y se precipitó por el borde. El orco se fue de espaldas contra sus compañeros.

Félix se levantó en el momento en que Narin y Galin corrían a ayudar a Gotrek. Narin golpeó al orco de la izquierda en el espinazo. Galin subió corriendo directamente por la espalda del de la derecha y aferró el collar con sus gruesos dedos. El orco giró sobre sí mismo y lo golpeó. Galin salió volando y se estrelló contra el suelo, donde su cabeza rebotó contra las losas de piedra con un golpe sordo y hueco. La gargantilla de oro escapó de su mano inerte y resbaló por el basalto.

El orco se rodeó el cuello desnudo con una mano y gruñó. Gotrek le lanzó un tajo a la cara. El orco le cogió el brazo, pero no fue lo bastante rápido: la hoja del hacha se le clavó entre los ojos. Con un gorgoteante suspiro, el monstruo cayó de espaldas dentro del agujero, sin soltar el brazo de Gotrek. El Matador y el monstruo se estrellaron sobre la pila de cuerpos putrefactos, al mismo tiempo que los orcos vivos saltaban hacia los lados.

—¡Gotrek! —gritó Félix.

Pero tenía sus propios problemas. El segundo orco iba tras él, y le lanzaba golpes salvajes con la maza. Con los brazos más largos de lo normal, tenía un alcance increíble. Narin lo acometía por la espalda, pero el monstruo aún llevaba puesto el collar y los golpes no le causaban daño alguno. Galin yacía detrás de ellos, y un reguero de sangre le manaba de la parte posterior de la cabeza; el enano se esforzaba por recobrar el control de las extremidades. Del agujero llegaba el ruido de una lucha feroz.

—Pasa por detrás de él, Jaeger —dijo Narin—. Yo no le llego al cuello.

—Es más fácil decirlo que hacerlo.

Félix se agachó para pasar por debajo de un violento barrido de la maza e intentó escabullirse por detrás del orco, pero el monstruo giró con él.

Narin se reunió con Jaeger, ante el orco.

—Yo lo entretendré. Muévete.

Félix volvió a escabullirse hacia la izquierda. El orco intentó dar la vuelta, pero Narin le enganchó una rodilla con el hacha y lo frenó. El orco se volvió hacia Narin y le lanzó un golpe para librarse de él, pero en ese momento Félix logró situarse detrás. Narin retrocedió, riendo, al mismo tiempo que la maza le agitaba la rubia barba.

—¡Vamos, bruto antinatural! —Se burló—. ¿No puedes ver con esos ojos?

Félix saltó sobre la espalda del orco, le rodeó el cuello con el brazo de la espada y aferró el collar.

El orco corcoveó para derribarlo, pero Félix se sujetó, mientras sus piernas saltaban y rebotaban, y volvió a tirar del collar, que, al fin, se soltó.

—¡Ja!

Narin avanzó a la carrera, con el hacha en alto, y la clavó en el pecho del orco, cuyas costillas se partieron.

El monstruo rugió y sufrió un espasmo, como si hubiera recuperado su furia de orco en el momento de la muerte. Hizo un barrido con la maza, que se estrelló contra el pecho de Narin; el impacto sonó como si un melón se reventara. El enano y el orco se desplomaron juntos al suelo, donde sus sangres se mezclaron.

—¡Narin! —gritó Galin.

El ingeniero estaba sentándose; en la parte posterior de la cabeza tenía un bulto que parecía una ciruela sanguinolenta.

Félix reprimió la náusea y la tristeza mientras miraba, parpadeando, el destrozo sangrante que era entonces el pecho de Narin. No había tiempo para lamentarse. Gotrek continuaba dentro del agujero. Corrió hasta el borde, derrapó hasta detenerse justo antes del aceite derramado y miró hacia abajo.

Él orco de la mano cercenada estaba muerto. Gotrek luchaba contra los otros dos sobre el montón de cadáveres putrefactos que se movían y desplazaban con cada paso de los combatientes. El Matador tenía golpes y sangraba. Los orcos no presentaban ni un arañazo.

Galin se reunió con Félix al borde del agujero. Se volvió, con movimientos inestables, a mirar a Narin.

—Pobre muchacho —dijo—. Ha muerto bien, para ser un Pielférrea.

Gotrek se escabulló por detrás de un orco e hizo que se interpusiera en el camino del otro. Ambos dieron traspiés de un lado a otro al intentar acercársele otra vez; pareció que ejecutaban una danza que habían ensayado durante bastante tiempo. Gotrek se tambaleó y estuvo a punto de recibir un impacto de hacha entre los ojos.

—¡Quitadles los collares! —gritó con voz ronca, por encima del estruendo.

Félix asintió con la cabeza. «Sí, quitadles los collares, pero ¿cómo?». Saltar al interior del pozo no era una opción. Apenas si había espacio para Gotrek y los orcos, y si intentaba inclinarse por encima del borde aceitoso y coger uno, caería. Necesitaba…

—¡Los tablones! ¡Galin! ¡Un tablón! ¡Ayúdame!

Félix fue hasta uno de los tablones que había apartado antes y cogió un extremo mientras Galin sostenía el otro. Lo colocaron atravesado sobre el agujero.

—Sujétalo para que no se mueva —dijo Félix mientras avanzaba por él.

Galin asintió y se sentó sobre el extremo. Félix se tendió cuidadosamente boca abajo sobre el estrecho tablón y se deslizó por él. Los orcos que luchaban justo debajo no alzaron la mirada porque estaban demasiado concentrados en matar a Gotrek. Félix tendió una mano hacia uno de ellos. Sus dedos rozaron el collar, pero no pudieron cogerlo. Se estiró más. El orco le lanzó un tajo a Gotrek y describió un círculo que lo alejó de la mano de Félix, junto con el collar. Félix maldijo para sí mismo. Era como intentar quitar una anilla de latón del cuerno de un toro embravecido.

El otro orco se situó debajo de él, con la intención de atacar a Gotrek desde el flanco. Félix volvió a estirar el brazo. El orco se movía adelante y atrás para esquivar tajos, mientras intentaba acorralar al Matador. Félix se deslizó hasta tener el pecho fuera del tablón, en el aire, para lograr un mayor alcance. El orco retrocedió… directamente hacia la mano de Félix, que aferró el collar. El orco se lanzó de manera brusca hacia adelante y volvió la cabeza para ver a quién tenía detrás, y el collar se le soltó del cuello.

Gotrek le asestó un tajo tan rápido que, en un momento, el orco alzaba hacia Félix una mirada inexpresiva y, al siguiente, la cabeza volaba de encima de sus hombros. Él monstruo se desplomó como una torre derruida.

El otro orco también atacó con rapidez y lanzó un tajo hacia la espalda de Gotrek en el preciso instante en que el Matador derribaba a su camarada. Gotrek se lanzó hacia un lado, y la hoja del arma le abrió un tajo desigual en el hombro izquierdo. Se estrelló contra la pared y cayó entre los cadáveres.

El orco rodó sobre sí mismo para acabar con él, y alzó el hacha por encima de la cabeza, ¡directamente hacia Félix! Félix lanzó una exclamación y se impulsó con los brazos para levantarse. La hoja no acertó su nariz por muy poco, pero partió el tablón en dos. Ambas mitades se hundieron hacia el agujero, y Félix cayó con ellas y se estrelló sobre el orco. Jaeger se le aferró al brazo, tanto para frenar la caída como para impedir que le asestara un tajo.

El orco apenas si se balanceó. Félix, colgado del resbaladizo bíceps del brazo con que el orco sujetaba el hacha, contempló con terror el blanco rostro cornudo del monstruo. Era como aferrarse a una estatua engrasada.

Gotrek se levantó súbitamente de encima del montón de cadáveres. Tenía el brazo izquierdo enrojecido hasta la muñeca. Comenzó a avanzar con paso inseguro por encima de la fétida pila de cuerpos, que resbalaban de un lado a otro.

—¡Eso es, humano! ¡Entretenlo!

Félix rió sin alegría. ¿Entretenerlo?

El orco se lo quitó de encima como si fuera una pelusa que un hombre se sacudiera de una manga y lo sujetó por el cuello. Félix pateó y se debatió; se ahogaba, pues los enormes dedos le apretaban la tráquea cada vez más. Descargó un tajo de espada sobre la cara del orco, pero la hoja resbaló, inofensiva, y el orco ni siquiera se inmutó. El monstruo echó atrás el hacha para cortar a Félix por la mitad. Gotrek cayó al meter un pie dentro de una caja torácica podrida y resbalar sobre los putrefactos órganos. No iba a llegar a tiempo.

—¡Eh! ¡Apestoso!

Galin se lanzó desde el borde del agujero y se aferró como un oso al brazo con que el orco blandía el hacha. El orco dio un traspié, y el arma se fue hacia atrás.

—¡Vamos, Matador! —rugió Galin.

El orco sacudió el brazo para librarse del enano, pero éste continuó sujeto.

Gotrek estaba poniéndose de pie.

Félix le lanzó otro tajo a la cabeza del orco, mientras el mundo se encogía a su alrededor y el collar destellaba atormentadoramente cerca, al alcance de la espada. ¿Al alcance de la espada?

El orco estrelló a Galin contra la pared, y Félix dirigió una estocada hacia el cuello del monstruo. La punta de la espada resbaló por la viscosa piel blanca como si fuera de mármol y quedó trabada debajo del collar.

El orco volvió a estrellar a Galin contra la pared. De la boca del enano manó un torrente de sangre. Félix hizo penetrar la hoja de la espada por debajo del collar y giró la hoja. Otro golpe, y Galin cayó, inconsciente. El collar no se soltaba. El orco dirigió el hacha hacia Félix. No había escapatoria.

—¡Ni se te ocurra!

Volaron chispas cuando una estela de rojo y plata se interpuso en el camino del arma del orco. La hoja pasó justo por encima de la cabeza de Félix. ¡Gotrek!

El orco gruñó, y alzó a Félix en alto al mismo tiempo que lanzaba un tajo hacia Gotrek. A través del rugido que le inundaba los oídos, Félix oyó el tintinear del metal al estrellarse contra el metal.

Gotrek le asestó al orco una patada entre las piernas. «Vaya tontería —pensó Félix—. Las hachas no le hacen daño. ¿Por qué va a hacérselo una bota?». Pero el orco gimió y soltó el cuello de Félix. Gotrek le cortó la cabeza con el tajo de retorno, acompañado por un gruñido, en el momento en que Félix caía entre los cadáveres. El orco se desplomó de rodillas y se fue hacia adelante, mientras la cabeza le rodaba hacia atrás, por la espalda.

Gotrek se sentó pesadamente sobre el pecho de otro orco. De la herida del hombro le manaba abundante sangre.

—Pero… ¿cómo? —jadeó Félix a través de la garganta estrujada—. Yo no le quité el…

—¿Ah, no? —Gotrek señaló la espada de Félix. El collar del piel verde colgaba del gavilán.

Gotrek sacudió la cabeza y se enjugó la frente.

—¡Por la barba de Grimnir, vaya una pelea! —Alzó la voz—. ¡Pielférrea! Échanos una cuerda.

—Narin… Narin está muerto —dijo Galin al mismo tiempo que se sentaba y se cogía la cabeza.

—¿Muerto? —preguntó Gotrek, cuyo rostro se endureció.

Félix se levantó, masajeándose la garganta. Apenas podía tragar, y la cabeza le palpitaba con un dolor abominable.

—Gra…, gracias, Gotrek. Estaría…

Gotrek se encogió de hombros.

—Date las gracias a ti mismo. Esa patada no le habría hecho nada si tú no le hubieras quitado el collar. —Se puso de pie y cogió un trozo del tablón partido. Afianzó un extremo en el suelo cubierto de cadáveres y apoyó el otro contra la pared—. Salgamos de este pozo fétido.

Uno a uno, treparon por el estrecho tablón y salieron del agujero.

Una vez fuera, Gotrek miró a Narin, que yacía sobre su propia sangre, debajo del orco al que había matado. El Matador sacudió la cabeza.

—Estúpido tozudo. Le dije que no viniera.

—Gotrek… —dijo una voz débil—. ¡Está vivo! —exclamó Galin.

Avanzaron hasta el enano agonizante, en cuya sangre chapotearon las botas. Las costillas le sobresalían del aplastado pecho como partidos dedos blancos dentro de un guiso rojo.

Alzó hacia ellos una mirada de ojos vidriosos y les dedicó una ancha sonrisa.

—Bueno, lo…, lo he logrado. Me he librado de ser noble. He escapado de mi… esposa. Mi lecho conyugal. —Representaba un esfuerzo para él pronunciar las palabras—. Decidle a mi padre que lamento no…, no haberle dado un heredero. Pero no… mucho. —Rió, y por su boca salió una fuente de gotas de sangre.

Gotrek se arrodilló.

—Sí, se lo diré.

—Y… devuélvele su astilla. —Palpó con una mano la masa sanguinolenta que era su barba y encontró el trozo de madera chamuscado del Escudo de Drutti—. Dile que le… deseo buena suerte en la pelea contra… ti.

—También le diré eso. —Gotrek metió el trozo de madera dentro del bolsillo de su cinturón y cogió una mano de Narin—. Que tus ancestros te den la bienvenida, Narin Narinsson.

Narin ya estaba muerto. Gotrek y los otros inclinaron la cabeza.

Félix maldijo en silencio. Le gustaba aquel enano de lengua afilada. Sin duda, había provocado y había insultado a Félix como el resto, pero, de algún modo, había sido algo diferente al provenir de él: eran como las simpáticas chanzas de un viejo amigo, no como la malhumorada desconfianza hacia un forastero que había percibido en los demás.

Se oyó un paso. Félix y los otros alzaron la mirada. Las superficies de la habitación eran tan duras que resultaba difícil saber de qué dirección procedía el sonido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Galin al mismo tiempo que miraba a su alrededor—. ¡Déjate ver!

Todo el pavor que la lucha con los orcos había disipado volvió a cerrarse en torno al corazón de Félix, y se le erizaron los pelos de la nuca. Los orcos sólo habían sido sirvientes de la cosa que habían ido a destruir. Aún no se habían encarado con el amo, un ser tan poderoso que no sólo podía hacer mutar las mentes de sus siervos, sino también sus cuerpos.

Otro paso. Una sombra apareció en la puerta opuesta. Se volvieron para enfrentarla, con las armas preparadas. Avanzó un paso más y entró en el resplandor rojo del hacha de Gotrek.

—¡Hamnir! —gritó Galin—. ¡Estás vivo!

—Bienvenidos, amigos —dijo Hamnir lentamente—. Bienvenidos al cumplimiento de nuestros sueños.

A través de la separación de la barba del príncipe, Félix vio un destello de oro.