VEINTITRÉS

VEINTITRÉS

El ejército de Hamnir, ceñudo y silencioso, esperaba ante la puerta principal de la fortaleza del clan Diamantista a que llegara Gorril para dar la señal de salida. La noticia de la desaparición de Hamnir, que se sumaba al horror y dolor de descubrir la vacua demencia de los miembros del clan Diamantista, había sido un duro golpe para ellos. Estaban más determinados que nunca a recuperar la fortaleza y librarla de la espantosa contaminación que la infestaba, pero no sería una victoria jubilosa. No habría repetición de la ebria celebración de la noche anterior.

Gotrek y Félix aguardaban en cabeza de la columna. Debían colaborar en la acometida inicial, y luego separarse camino de su misión al interior de las minas, cuando todos los enanos hubiesen salido. Gotrek se mostraba tan severo como el resto. Tenía el ojo clavado en el suelo y mascullaba con enojo para sí mismo. Félix se preguntó qué lo alteraba, aparte de lo obvio, pero no quería inmiscuirse. No era cortés, y con Gotrek, además, era peligroso.

Narin y Galin se abrieron paso entre los soldados y se detuvieron junto a Gotrek. Él no les hizo el menor caso.

—Yo te acompañaré, Matador —dijo Narin, al fin.

—Y yo —añadió Galin.

—No —gruñó Gotrek, aparentemente fastidiado porque lo molestaban—. Es trabajo de Matadores.

—Y por si no te acuerdas —dijo Narin mientras tocaba el trozo del Escudo de Drutti que llevaba en la barba—, ambos estamos interesados en asegurarnos de que no te maten mientras haces ese trabajo.

Gotrek alzó la cabeza y volvió hacia él una mirada funesta.

—¿Me privarás de mi muerte?

—¿Usarás tu muerte para estafarnos las peleas debidas por nuestros agravios? —resopló Galin—. No puedes morirte hasta que te hayas enfrentado con nosotros. El honor de nuestros clanes así lo exige.

Gotrek bufó.

—He dejado a un lado mi juramento de Matador hasta este momento por un juramento que le hice a Hamnir mucho antes de tomar la cresta. Ahora, podría satisfacer ambos juramentos al mismo tiempo. Una insignificante rencilla por un escudo se convierte en algo de muy tercer orden.

—¡Una rencilla insignificante! —gritó Galin—. ¡Vuelve a insultarnos!

—No nos disuadirás, Gurnisson —dijo Narin.

Gotrek los miró con ferocidad; luego se encogió de hombros y apartó la vista.

—Haced lo que queráis. Simplemente, no os pongáis en mi camino.

Las filas de enanos se separaron, y Gorril marchó a lo largo de la columna, con Urlo y su compañía, para ocupar su sitio en la cabeza de la formación. Gorril se volvió a mirar a los enanos.

—No tengo ningún discurso para vosotros, primos. Recordad que sólo se les puede detener si se les corta la cabeza. Luchad bien. Morid bien. ¡Que Grimnir nos proteja!

Las compañías murmuraron una breve plegaria colectiva, y Gorril les hizo una señal a los enanos heridos que se encontraban a ambos lados de la puerta.

—Cerrad detrás de nosotros —les dijo— y aseguraos de que continuamos siendo nosotros antes de volver a abrirnos.

Los enanos asintieron con la cabeza y tiraron de las palancas que descorrían los cerrojos y abrían las puertas. Éstas se deslizaron con lentitud hacia el interior. Los orcos no muertos continuaban al otro lado, esperando tan pacientemente como tumbas, e igual de olorosos. Avanzaron silenciosamente con pesados pasos y las armas en alto, y el hedor a podredumbre flotó ante ellos como una niebla.

Esa vez, los enanos estaban preparados. Habían descansado y sabían qué hacer. Atravesaron la masa de orcos del exterior como un martillo a través de espuma marina. Los enanos luchaban en parejas coordinadas: uno hacía caer de rodillas a un orco no muerto, y el otro le cortaba la cabeza. Los orcos no sangraban.

Gotrek y Félix bloqueaban con facilidad los desmañados ataques, los despojaban de las armas, a veces con brazo y todo, y separaban cabezas de cuerpos a diestra y siniestra. Narin y Galin hacían otro tanto.

Por muchos que mataran los enanos, la muchedumbre de cadáveres ambulantes no parecía disminuir. Llenaban el ancho corredor en ambas direcciones. Los enanos avanzaban lenta pero constantemente entre ellos, ganando cada centímetro de terreno a base de decapitaciones, hasta que todas las compañías estuvieron en el corredor y la puerta de la fortaleza del clan Diamantista se cerró tras ellas.

—Bien —le dijo Gotrek a Gorril—. Ya habéis salido. Nosotros nos marchamos.

—Que tengas buena suerte, Matador —dijo Gorril—. Trae de vuelta al príncipe Hamnir; vivo.

—Si yo regreso, él regresa —replicó Gotrek, y miró a Félix—. ¿Hacia dónde, zanquilargo?

Félix estiró el cuello para ver por encima de la horda de pieles verdes.

—La escalera de la izquierda es la que tenemos más cerca —respondió Jaeger.

—De acuerdo.

Sin decir una palabra más, Gotrek comenzó a abrir un sendero a través de los orcos con el hacha. Félix, Narin y Galin lo siguieron; le guardaron la espalda y cortaron unas cuantas cabezas por el camino. Tras cinco minutos de esa extraña matanza exangüe, llegaron a la escalera y la periferia de la muchedumbre de orcos. Unos pocos enemigos los siguieron escalones abajo hasta el gran salón, pero eran tan lentos que los cuatro no tardaron en dejarlos atrás.

* * *

Gotrek los condujo a través de la fortaleza hasta las dependencias del rey Alrik. Las bocaminas estaban cerradas y aseguradas, y probablemente los orcos del otro lado estaban intentando abrirse paso a través de ellas, pero con un poco de suerte, el agujero de la bóveda que salía a la mina agotada no habría sido descubierto aún; «con un poco de suerte». Félix se rió de eso. Habían tenido una suerte terrible hasta ese momento. Parecía una locura fiarse de ella nuevamente. A pesar de todo, era la mejor de las malas alternativas disponibles.

No hallaron resistencia ninguna. La fortaleza estaba desierta. Todos los orcos se habían reunido ante la puerta de la fortaleza del clan Diamantista, para luchar contra los últimos enanos. Las dependencias del rey Alrik estaban como las habían dejado, menos los cuerpos de los goblins, que aparentemente se habían levantado de la muerte y habían salido a luchar. Atravesaron la improvisada curtiduría y entraron en el dormitorio de Alrik, donde se taparon la nariz para protegerse del hedor de las pilas de basura putrefacta. Fueron hasta la gruesa columna del otro lado.

—En guardia —dijo Gotrek.

Félix, Narin y Galin prepararon las armas mientras Gotrek palpaba la filigrana del reborde contiguo a la columna. Al fin, encontró el pestillo, lo bajó, y la columna comenzó a girar al mismo tiempo que se hundía en el suelo. Al otro lado, no había orcos.

Félix dejó escapar la respiración contenida.

Descendieron por la escalera de caracol sin barandilla hacia el interior de la bóveda vertical del rey Alrik. Al llegar al fondo, Gotrek avanzó resueltamente hacia el agujero irregular de la pared, pero a Narin y Galin les costó atravesar toda la bóveda sin detenerse. Sus ojos se demoraban, anhelantes, sobre las hermosas hachas y armaduras, y sobre el cofrecillo lleno de oro de sangre.

—Sin duda, merecemos alguna recompensa por nuestro desinteresado servicio —dijo Galin, lamiéndose los labios.

—Sí —asintió Narin—. ¿Qué es una onza de oro perdida cuando le hemos recuperado la fortaleza?

—¿Queréis la recompensa antes de haber acabado el trabajo? —gruñó Gotrek.

Galin se encogió de hombros, avergonzado.

—Era sólo una broma, Matador.

—Sí —dijo Narin a la vez que apartaba los ojos de mala gana—. Sólo una broma.

Siguieron a Gotrek a través del agujero y por el tosco pasadizo que tan laboriosamente habían abierto apenas un día antes, y entraron en la mina agotada. Allí no encontraron nada que indicara que los orcos habían descubierto la excavación, y se apresuraron a atravesarla hasta llegar a la puerta que conducía a las minas en activo.

Gotrek se volvió a mirarlos.

—No servirá de nada matar pieles verdes mientras no descubramos qué hay detrás de ellos, así que silencio.

—Pero ¿cómo vamos a descubrirlo? —preguntó Galin—. Podría estar en cualquier parte.

Gotrek alzó el hacha, en cuya hoja las runas relumbraban suavemente.

—Brillan con más fuerza cuanto más descendemos. Ella nos conducirá.

El Matador abrió la puerta y entraron en las minas de Karak-Hirn. Vieron pocos pieles verdes al avanzar por corredores y bajar por agujeros, muchos menos de los que habían visto cuando llegaron desde el Undgrin, pero a Félix le sorprendió que vieran alguno. Había esperado que estuvieran todos arriba, aporreando las puertas de las bocaminas para intentar volver al interior de la fortaleza; pero en cada forja y fundición por la que pasaban, en cada frente de arranque y pozo de desechos, había orcos y goblins que aún trabajaban para hacer armas, maquinaria y armaduras.

A Félix le causaba escalofríos pensarlo. ¿Cuántos orcos había allí si podían mantener a algunos apartados del ataque contra las puertas para que continuaran trabajando? ¿Y qué suprema confianza debía tener la mente que había detrás de esa empresa para seguir con las labores cotidianas como si la recuperación de Karak-Hirn fuese algo seguro? Aunque, por otro lado, cualquier mente que pudiera doblegar la voluntad de una fortaleza llena de enanos y volverlos contra sus hermanos tenía todas las razones del mundo para sentirse confiada. ¿Podía derrotarse a algo así, fuese lo que fuese? Si era capaz de dirigir las acciones de un ejército de orcos y enanos, ¿qué podría hacer si concentraba todo su poder sobre un solo hombre o enano?

Cuanto más descendían al interior de la mina, más a menudo se centraba la mente de Félix en esa desesperanzada línea de razonamiento. Con cada nivel que bajaban, su estado anímico se volvía más negro, y más fuerte se hacía su convicción de que no había forma de que pudieran ganar la batalla que se avecinaba. El conocimiento de que ese pesimismo era indudablemente artificial, una invasión de su conciencia por parte de la cosa que estaban buscando, no aliviaba su mente. De hecho, reforzaba su temor de que esa cosa fuese invencible. La habilidad que tenía para retorcerle la mente y hacer que se sintiera impotente era la prueba de que, en efecto, no había esperanza de vencerla. Rió lóbregamente entre dientes para sí mismo. Si el hacha rúnica no les hubiera mostrado ya el camino, ciertamente podrían haber usado su estado anímico como guía. Cuanto más negro fuera, más cerca debían estar. En el momento en que él mismo se cortara el cuello, sabrían que se encontraban en la fuente de todo aquello.

Aunque no decían nada en voz alta, Félix se daba cuenta de que los enanos también se sentían afectados por la presencia de aquella cosa. Hacían gestos espasmódicos y sacudían la cabeza como si los acosaran mosquitos, y los oía mascullar entre dientes. Galin gemía de vez en cuando, y se tapaba los ojos con las manos. Incluso Gotrek estaba afectado por el mal, aunque él lo manifestaba maldiciendo con furiosos susurros y flexionando los hombros como si intentara librarse de un yugo.

* * *

En el décimo nivel, tres más debajo de la entrada del Undgrin, el corredor se hizo más estrecho y los pasillos laterales disminuyeron en número. Era el área más nueva de la mina; muchos de los túneles eran sondeos que se adentraban en la roca para buscar nuevas vetas de mineral, y que aún no habían sido explotados a fondo ni ampliados. Las runas del hacha de Gotrek brillaban con tal fuerza que ya no necesitaban faroles para ver, y la sensación de pavor que inundaba el corazón de Félix pesaba sobre él como si lo presionara una mano gigantesca que casi lo paralizaba. Se sentía como si los huesos se le hubieran vuelto de plomo. Sólo poner un pie delante del otro constituía un supremo acto de voluntad.

Cuando avanzaban por un corredor estrecho, Gotrek se detuvo. Se veía luz más adelante, un resplandor de antorcha que procedía de una abertura que había en la pared izquierda. De ella también les llegaban algunos ruidos.

—¿Volvemos atrás y buscamos otro camino? —susurró Narin.

—¿Nos escondemos hasta que se marchen? —sugirió Galin.

Félix parpadeó, mirando a los enanos. Nunca antes había visto un miedo semejante en los de su raza. Por supuesto, él sentía lo mismo, pero él era sólo humano.

Gotrek escupió, asqueado.

—Volved atrás si queréis —dijo—. No hay otro camino. —Alzó el hacha—. Lo que buscamos está ahí adelante, y no he visto ningún otro desvío.

—Aun así —dijo Galin mientras se masticaba el bigote—, sería prudente comprobarlo, mirar un poco por los alrededores.

Gotrek se encogió de hombros.

—Sólo serán unos pieles verdes.

—Pero podrían matarnos —dijo Narin, que estaba temblando.

Gotrek se volvió a mirarlo, asqueado.

—¿Ahora tienes miedo de los orcos?

—Yo…, no —replicó Narin, y sacudió violentamente la cabeza—. No. ¿Qué se me ha metido dentro? Por supuesto que no.

—Yo sé qué se nos ha metido dentro —declaró Galin, tembloroso—. Es el Durmiente. Sabe que vamos. Hace que tengamos miedo. Puede leernos la mente. Es inútil. Es…

Gotrek lo tumbó con un gancho de izquierda.

—Domínate, Traficante de Piedra. Cualquier cosa que sea, si vive y respira, puede caer bajo una hacha.

Galin se sentó con lentitud, mientras se frotaba la mandíbula por encima de la barba.

—Lo siento, Matador. Es…, es difícil mantenerlo fuera.

—Os dije que no vinierais. Ahora, luchad contra él, o marchaos y dejadme en paz.

Gotrek dio media vuelta y avanzó con sigilo hacia la abertura iluminada por luz de antorcha. Los otros lo siguieron con las armas preparadas. A Félix le temblaban tanto las piernas que le costaba caminar. Sabía que era el Durmiente quien le inspiraba ese miedo, pero eso no hacía que el miedo resultara más fácil de anular, ni que su corazón latiera menos aprisa.

Gotrek se pegó contra la pared y se inclinó hacia adelante para asomarse a la abertura; mantuvo el hacha oculta bajo el brazo para que la luz de las runas no lo delatara. Frunció el entrecejo mientras miraba por la puerta durante un largo rato, antes de pasar silenciosamente de largo y hacerles un gesto a los demás para que lo siguieran.

Los otros enanos quedaron igualmente pasmados al pasar ante la puerta. Félix fue el último, y miró al interior con una mezcla de curiosidad y pavor, porque su mente imaginaba toda clase de horrores y cosas repugnantes. En cambio, lo que vio fue un puñado de orcos que estaban al otro lado de una cámara larga y baja, y ensamblaban un cajón de madera alrededor de un saco resinoso recorrido por protuberancias alargadas, del tamaño de un tonel de cerveza. Estaba recubierto por una brillante capa de mucosidad, y tenía la textura y el lustre translúcido de las alas de un insecto. A través de él, Félix vio algo pálido y a medio formar acurrucado en el interior. Había al menos veinte cajones montados y colocados a lo largo de las paredes de la estancia, y una cantidad similar sin montar, preparados para contener otros tantos sacos.

Cuando se hubieron alejado por el corredor hasta una distancia segura, los enanos se pusieron a susurrar entre ellos.

—¡Docenas de ellos! —estaba diciendo Narin—. ¡Docenas!

—Pero…, pero ¿qué son? —preguntó Galin—. ¿Y qué los ha creado?

Gotrek se volvió hacia el fondo del corredor.

—Lo sabremos dentro de un momento —dijo, y echó a andar.

Apenas treinta pasos más adelante, llegaron a un tosco túnel lateral excavado en la pared de la derecha, que descendía en ángulo pronunciado hacia el interior de la tierra.

El hacha ardía como una antorcha cuando Gotrek se detuvo ante la boca del túnel.

—Es aquí —dijo.

Entró. Félix intentó seguirlo, pero descubrió que no podía. Una ola de miedo y desesperación más fuerte que cualquiera que lo hubiese inundado antes le transformó las piernas en plomo. De repente, la bromita privada respecto a cortarse el cuello ya no era una broma. Estaba tan asustado y tan convencido de que cualquier cosa que hubiera al final del túnel no sólo lo mataría, sino que lo convertiría en un monstruo sin mente que se volvería contra sus amigos y extendería la influencia del Durmiente por todas partes, que tenía ganas de clavarse la daga en la garganta sólo para acabar con su desdicha y salvar al mundo. Quería arrancarse los ojos para no tener que verlo, pero las manos le temblaban demasiado violentamente. Narin y Galin también estaban paralizados.

Gotrek volvió la cabeza para mirarlos.

—Y ahora, ¿qué?

—¿No lo notas, Matador? —preguntó Narin, cuyos dientes castañeteaban—. ¿Eres de piedra?

—Sí que lo noto —replicó Gotrek—, pero lo peor que puede ocurrimos es que muramos, y así ha sido desde que salimos de Rodenheim.

—La muerte no es lo peor —lo contradijo Galin con voz estrangulada—. Se apoderará de nosotros. Hará que seamos iguales que los miembros del clan Diamantista. Nos volverá contra nuestra propia raza.

—Lo hará si os quedáis ahí, temblando —asintió Gotrek—. Dejad de pensar y empezad a andar. Es la única manera.

Se volvió y continuó avanzando por el túnel, y ya fuera por las palabras de Gotrek, o porque el mero hecho de escuchar lo había liberado momentáneamente de la espiral insondable de sus propias imaginaciones, el caso es que Félix descubrió que podía moverse otra vez. También Narin y Galin echaron a andar tras el Matador por el túnel que se adentraba en la tierra, recto como una flecha.

—Esto es obra de orcos —murmuró Narin—, pero los orcos nunca han cavado nada tan recto.

Cien pasos más adelante, el túnel acabó ante una pared de bloques de basalto pulimentado como un espejo, que encajaban tan bien que resultaba casi imposible ver las junturas. Una ancha puerta, más estrecha en la parte superior que en la inferior y rodeada por un reborde de símbolos extraños, se abría a una cámara negra como la brea.

—Esto es antiguo —dijo Galin entre maravillado y horrorizado—, más antiguo que la raza de los enanos. ¿Quién lo construyó?

—Ni los enanos, ni los hombres, ni los elfos —afirmó Narin—. Eso es seguro. —Señaló los símbolos—. ¿Esas protecciones están destinadas a impedir que algo entre o que algo salga? ¿Es un templo o una tumba?

—Sea lo que sea —dijo Gotrek—, debería haber permanecido enterrado. —Después, atravesó la puerta negra.