VEINTIDÓS
Hamnir gritó, tanto de sorpresa como de dolor, y estuvo a punto de caer.
—¡Príncipe Hamnir!
Gorril cogió a Hamnir y lo mantuvo de pie.
Todos se quedaron mirando a los enanos del clan Diamantista, boquiabiertos de pasmo. Kirhaz dejó caer la ballesta, que repiqueteó en el suelo, y sacó el hacha. Él y Birrisson les hicieron a los otros supervivientes un gesto de avance, y comenzaron a caminar arrastrando los pies, sin energía, al mismo tiempo que alzaban las armas.
—Noble Kirhaz, Birri, no entiendo —dijo Hamnir, e hizo una mueca de dolor al descargar el peso sobre la pierna herida—. ¿Por qué nos atacáis? ¿Quién es el Durmiente?
Ni Kirhaz ni Birrisson respondieron. El resto de demacrados soldados continuaron avanzando, con la mirada fija en Hamnir y su sitiado ejército. Gotrek gruñó inarticuladamente.
—¡Grimnir!, ¿qué les sucede? —gritó Hamnir.
—Están…, están igual que los orcos —dijo Gorril—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es que no nos dimos cuenta antes?
Hamnir retrocedió un paso. Los otros hicieron lo mismo. Todo el ejército se alejaba poco a poco de los extraños enanos silenciosos.
—¿Es al Durmiente a quien percibimos en la mina? —preguntó Félix con incertidumbre—. ¿Ha sometido sus mentes mediante brujería?
—Imposible —replicó Hamnir, como si intentara convencerse a sí mismo—. Los enanos nos reímos de la brujería. No nos afecta. —Le gritó a Kirhaz, que estaba alzando el hacha—. ¡Noble Helmgard, por favor! Recobra la sensatez. Birrisson, ¿has olvidado nuestra amistad? Ferga, haz que me escuchen.
Ferga caminaba junto a su padre, tan implacable como el resto, con un cuchillo de trinchar en una mano. No respondió.
Gotrek contemplaba a los enanos que se acercaban con su único ojo vidrioso y cargado de desdicha.
—Están contaminados, erudito —dijo con tristeza—. No creo que se les pueda salvar.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —replicó Gotrek, e hizo una pausa antes de continuar con voz enronquecida— que tendremos que matarlos.
—¡No! —replicó Hamnir con los ojos desorbitados—. ¡No! ¡Los hemos rescatado! ¡Ahora no podemos cambiar de opinión y matarlos! ¡No lo haré!
—Ellos quieren matarnos a nosotros —observó Gotrek.
—¡Tiene que haber una manera! —Hamnir miró a su alrededor, desesperado.
Algunos enanos del clan Diamantista habían llegado a la primera línea del ejército y les lanzaban patéticos golpes a sus primos. Eran golpes lentos y débiles, que los enanos de Hamnir paraban con facilidad, algunos al mismo tiempo que gritaban los nombres de sus atacantes y les imploraban que se detuvieran. Habría sido cuestión de un instante matarlos a todos, pero ninguno de los enanos tenía corazón para hacerlo, así que se limitaban a bloquear los ataques y mantenerlos a distancia.
—¡El salón del gremio de gemólogos! —dijo Hamnir, de pronto, a la vez que señalaba una ornamentada puerta abierta que había en la pared de la izquierda—. Los encerraremos dentro, y luego bajaremos a la mina y encontraremos lo que ha provocado este horrible cambio, ese Durmiente, y ¡lo mataremos! ¡Entonces, se recuperarán!
Gotrek negó con la cabeza.
—Estás engañándote a ti mismo, erudito. Están demasiado idos. Míralos.
—¿Cómo puedes decir eso? —gritó Hamnir, furioso—. ¿Cómo puedes condenarlos cuando aún podría haber esperanza?
—Por experiencia.
—¡Al diablo con tu experiencia! ¡Me niego a creer que sea demasiado tarde! Detén tu mano. No mataré a mi propia familia.
Gotrek replicó con un gruñido grave, pero no atacó.
—Haz correr la voz —le susurró Hamnir a Gorril—. Retirada al interior del salón del gremio, la retaguardia por delante. Cuando nos sigan y se metan dentro, cerraremos la puerta con llave, y luego saldremos por la puerta trasera y los dejaremos atrapados.
Gorril saludó y corrió hasta cada compañía para comunicarle el plan al comandante, mientras poco a poco más enanos de lentos movimientos se acercaban al ejército de Hamnir y se intensificaba la extraña batalla de un solo bando. Los enanos se sintieron aliviados por no tener que atacar a sus primos y obedecieron con ansiedad las órdenes de Hamnir. Las compañías que se encontraban más cerca de la entrada retrocedieron al interior del salón, mientras las que tenían delante les protegían la retirada.
Birrisson, Kirhaz y Ferga se dirigieron hacia Hamnir y sus compañeros.
El primero alzó una mano para señalarlos.
—Matad al príncipe. Matad al Matador. Es la voluntad del Durmiente.
Algunos de los inconscientes enanos obedecieron; giraron para unirse a Kirhaz, Birrisson y Ferga, que ya acometían a Hamnir y Gotrek, mientras que el resto atacaba a los soldados del príncipe.
Kirhaz alzó el hacha contra Hamnir. Gotrek se la quitó de la mano de un golpe. Félix bloqueaba y paraba los ataques de tres enanos. Individualmente, no eran nada; juntos, después del sueño ebrio y la demente y precipitada retirada ante los orcos no muertos, eran casi más de lo que Félix podía manejar. Si pudiese haber atacado para defenderse, el combate habría acabado en un segundo; no obstante, era tan reacio como los enanos a matar a aquellos que habían ido a rescatar.
Birrisson dirigió un golpe de martillo hacia Gotrek. El Matador lo bloqueó con facilidad y le dio al ingeniero una patada que éste apenas pareció sentir. Volvió a atacar a Gotrek. El Matador paró el golpe y lo pateó de nuevo, con más fuerza, frustrado. Birrisson retrocedió con paso tambaleante, tropezó con uno de sus compañeros y cayó pesadamente sobre un hombro. Se levantó casi al instante, y en ese momento, Félix captó un destello de oro alrededor del cuello del ingeniero, oculto debajo de la barba.
—¡Gotrek! —gritó Félix al mismo tiempo que señalaba a Birrisson—. Lleva un collar.
—¿Qué? —gritó Hamnir, y estuvo a punto de recibir en la cara una cuchillada de Ferga, al volverse.
Gotrek trabó con el hacha el martillo de Birrisson y lo desarmó con una torsión.
—¡Cógelo, humano! Quítaselo.
Félix avanzó al mismo tiempo que bloqueaba ataques procedentes de ambos lados, pero el ingeniero retrocedió con paso tambaleante tras los otros supervivientes.
—¡Detenedlos! —murmuró—. ¡Matadlos!
Los enanos de ojos inexpresivos se volvieron para obedecer la orden, y se situaron ante Gotrek y Félix mientras el ingeniero se retiraba.
Habría sido fácil seguirlo si hubieran querido matar a los enanos que tenían delante, pero pasar entre ellos sin herirlos era más difícil.
—Él es el jefe —dijo Gotrek con voz ronca, mientras hacía retroceder a los enanos—; no Kirhaz.
—Tras él, Gotrek —ordenó Hamnir—. Atrápalo, pero no lo mates. Tal vez su maldad disminuya si le quitas el collar.
—Sí, erudito —replicó Gotrek, y avanzó un poco más—. Vamos, humano.
Al fin, lograron abrirse paso en el momento en que Birrisson desaparecía en un corredor situado al otro lado del salón.
Gotrek echó una breve mirada atrás, hacia Hamnir, mientras ambos cojeaban tras el ingeniero.
—Tiene el corazón demasiado blando, para desgracia suya. Siempre ha sido así.
Entraron en el corredor. No se veía a Birrisson por ninguna parte. Gotrek maldijo, y avanzaron por el pasillo a la máxima velocidad de que fueron capaces, que no era mucha. Las heridas que tenían, sumadas a toda la bebida ingerida y las luchas libradas, se habían cobrado un precio. Siseaban y gruñían a cada paso.
Félix entró, cojeando, en un corredor lateral, y miró por una puerta abierta, pero Birrisson no estaba dentro. Intentó abrir otra, pero tenía echada la llave.
—Humano —dijo la voz de Gotrek—, vuelve aquí. Lo oigo.
Félix volvió al corredor principal, vio que Gotrek comenzaba a bajar por una escalera y lo siguió. Al final, había otro corredor. Miraron a derecha e izquierda.
—Allí. —Gotrek señaló hacia la izquierda.
Félix miró hacia el fondo del pasillo escasamente iluminado. Muy a lo lejos, vio una forma oscura que se alejaba de ellos arrastrando los pies.
—Tiene más fuerza que los otros —comentó.
—Es el collar —replicó Gotrek.
Partieron tras él. Fue una carrera muy lamentable. Podía ser que Birrisson estuviera más en forma que el resto de los defensores del clan Diamantista, pero no mucho más. Por desgracia, Gotrek y Félix apenas estaban mejor que él. Le ganaban terreno de modo constante mientras lo seguían por corredores y salas, y bajaban escaleras de caracol, pero el proceso era lento. Gotrek gruñía a cada paso que daba; tenía la pierna herida tan rígida como un madero. Félix estaba tan aturdido por la bebida y el agotamiento que tenía que apoyarse en la pared con una mano para no perder el equilibrio.
Casi le habían dado alcance cuando el ingeniero entró en un pasillo lateral y aceleró súbitamente. Corrieron hasta el recodo a tiempo de verlo meterse por una ancha puerta, a través de la cual se veía brillar una luz anaranjada uniforme.
Cojeando, Gotrek y Félix atravesaron la puerta tras él y se detuvieron en seco. Se encontraban en un taller de ingeniero cuyo alto techo se perdía por encima de una red de vigas y grúas de pórtico, poleas y pesadas cadenas. Las paredes estaban cubiertas por bancos de trabajo, hornos, forjas y máquinas, cuyo propósito Félix no podía ni comenzar a conjeturar. A lo largo de la pared opuesta, tanques de cobre para agua, motores de vapor y cisternas abiertas se agrupaban en torno a un gran desagüe cubierto por una rejilla que había en el suelo.
El objeto que los había desconcertado se encontraba en el centro de la habitación, sobre un tramo de vía de acero. En otros tiempos, había sido una de las vagonetas del Undgrin, pero entonces se parecía más a un enorme escarabajo de hierro, acuclillado sobre seis ruedas de radios. Curvas planchas lo cubrían a modo de caparazón, y bocas de cañones rotatorios asomaban por aberturas alargadas. Un enorme cañón pendía de unas cadenas sobre él, en espera de que lo bajaran hasta un encaje rotatorio de la parte superior.
—¡Sigmar —jadeó Félix—, es una especie de tanque de vapor! ¡Como los que vimos en Nuln!
—Este Durmiente tiene intención de organizar el ataque desde el Undgrin —murmuró Gotrek—. Con eso a la cabeza de un ejército de orcos…
Su voz se apagó cuando Birrisson apareció en lo alto del carro acorazado y avanzó a gatas hasta una torreta abierta. Cogió la manivela de una extraña arma de múltiples cañones y la hizo girar hacia ellos.
Gotrek y Félix se lanzaron a cubierto cuando Birrisson hizo girar la manivela y el arma comenzó a escupir un torrente de balas. Félix se deslizó detrás de una forja en el momento en que la lluvia de plomo levantaba polvo de las losas de piedra que acababa de abandonar. Gotrek se acuclilló detrás de un pequeño horno de fundición. El ruido del arma era ensordecedor.
—Sólo retrasáis lo inevitable —gritó Birrisson, por encima del estruendo—. El Durmiente no permitirá que nieguen su poder.
—Lo negaré hasta mi último aliento, traidor —dijo Gotrek mientras miraba la maquinaria de la habitación—. Han muerto enanos porque pusiste trampas nuevas en el corredor del hangar.
—Defendía la fortaleza, como he hecho siempre —replicó Birrisson, mientras disparaba por encima de sus cabezas.
—¿Cómo sucedió eso, ingeniero? —gritó Félix—. ¿De dónde sacaste el collar?
—Yo… —Por un momento, la serena confianza de Birrisson pareció vacilar—. Yo quería salir. Conseguir ayuda. Había demasiados pieles verdes en la puerta principal. Usé nuestra puerta secreta y fui hacia la entrada oculta del hangar. Me cogieron. Luché. Estúpido. Nadie puede luchar contra el Durmiente. Los otros murieron. Yo caí y me llevaron abajo. Continué luchando, pero al final…, al final acepté el don. Se lo traje a mis hermanos de la fortaleza. —Volvió a disparar, y su voz se hizo más fuerte—. Ahora soy invencible.
—Eso ya lo veremos —replicó Gotrek.
El Matador le hizo un gesto a Félix y le señaló unos tornos que había atornillados al suelo, cerca de sus respectivos escondites. Félix los examinó. Las cadenas que sujetaban el cañón por encima del tanque estaban enrolladas a ellos. Gotrek hizo un gesto con el hacha.
Félix asintió con la cabeza, pero miró las gruesas cadenas con incertidumbre. Gotrek cortaría la suya de un solo golpe, pero ¿lo lograría él?
—Uníos a nosotros —gritó Birrisson—. Uníos a nosotros y también seréis invencibles.
—¿Invencibles? —preguntó Gotrek con una áspera carcajada—. ¿Intentas tentar a un Matador con eso?
Le enseñó a Félix tres dedos, dos, y luego uno. Félix se levantó rápidamente y rodó hasta el torno, al mismo tiempo que alzaba la espada. El cañón giratorio despertó a la vida. Félix descargó un tajo con todas sus fuerzas, y la espada penetró profundamente en un eslabón de acero, pero no lo cortó. Maldijo al oír que la cadena de Gotrek se partía a sus espaldas. El torrente de plomo iba hacia él. Descargó otro tajo.
La cadena se partió, y Félix se lanzó hacia un lado en el momento en que las balas impactaban en el torno. Rodó tras un gigantesco horno y miró hacia arriba.
El enorme cañón descendía trazando un arco, sujeto a las dos cadenas restantes, como el badajo de una campana descomunal. Las cadenas rotas se agitaban violentamente en el aire. Sin embargo, debido a que el corte de la cadena de Félix se había retardado, el movimiento no era recto. Se desvió y describió un giro en torno a Birrisson, como un imán repelido por otro.
—¡Ja! —gritó el ingeniero—. ¿Lo veis? ¡Invencible!
El cañón llegó al límite del arco de balanceo. Con un sonido como el disparo de pistolas gemelas, las últimas dos cadenas se rompieron, el cañón cayó con estruendo detrás del tanque, y la parte posterior atravesó la rejilla de hierro que cubría el gran desagüe. El cañón cayó al vacío como la saeta de una ballesta que entrara por el cuello de una botella. Las cadenas lo siguieron, golpeteando violentamente dentro de las poleas y agitándose como serpientes furiosas.
El extremo de una de ellas se envolvió en el cuello de Birrisson y lo arrancó de encima del tanque a tal velocidad que dio la impresión de que el ingeniero desaparecía. Félix se puso de pie justo a tiempo de ver cómo la cadena entraba en el desagüe, tras el cañón, y arrastraba consigo a Birrisson.
—Buen golpe, humano —dijo Gotrek.
Cojearon por la sala hasta la rejilla rota y se asomaron al agujero, pero no pudieron ver nada en la profundidad negra como la brea.
—¿Adónde va a parar? —preguntó Félix.
—A un arroyo subterráneo, probablemente —replicó Gotrek, y escupió dentro—. Espero que se pudra antes de morir.
—Estoy seguro de que no fue culpa suya —dijo Félix—. Esa cosa se apoderó de su mente.
—Entonces, era débil. Un auténtico enano nunca habría sido corrompido.
Félix alzó una ceja.
—¿Así que todo el clan Diamantista era débil?
Gotrek gruñó con enojo y giró hacia la puerta.
—Regresemos.
Cuando volvieron al salón central de la fortaleza del clan, casi todo el ejército de Hamnir se había retirado al interior del salón del gremio. Las últimas compañías retrocedían con lentitud a través de la gran puerta, completamente rodeadas por los enanos perdidos.
Gotrek sacudió la cabeza.
—No servirá de nada —dijo, pero avanzó a pesar de todo.
Él y Félix se abrieron paso a través de la multitud de enanos demacrados, desarmando y derribando de un golpe a tantos como pudieron por el camino, y luego se reunieron con Hamnir, Gorril y los otros en primera línea.
—¿Dónde está Birrisson? —preguntó Hamnir mientras paraba golpes.
—Cayó por un agujero —replicó Gotrek.
—Lo mataste. ¡Que Valaya te maldiga! —dijo Hamnir—. Te dije que…
—Lo mataron sus inventos —le aseguró Gotrek—. Ni siquiera lo toqué.
Hamnir le lanzó una mirada suspicaz, pero ya habían llegado a la puerta del salón del gremio.
—Nosotros los contendremos aquí —dijo, y se volvió hacia Gorril—. Haz que los otros retrocedan hasta la puerta opuesta, y aguarden fuera. Tú da un rodeo hasta aquí con algunos de tu clan. Cuando nuestros pobres primos nos hayan seguido al interior, cierra la puerta tras ellos.
Gorril saludó y corrió hacia las otras compañías, que aguardaban en el centro del salón. Gotrek y Félix se unieron a la compañía de Hamnir para contener a los enanos perdidos en la puerta. Era una tarea fácil; en un sentido, era la batalla más sencilla que Félix había librado jamás, y en otro, era la más inquietante. Paraba los débiles ataques casi sin pensarlo, pero mirar la cara de los enanos atacantes le partía el corazón. En la ropa y ornamentos perduraban trazas de sus propias personalidades —la manera en que un minero se trenzaba la barba, el broche que una doncella enana llevaba sujeto al vestido, las cicatrices y tatuajes de un guerrero endurecido—, pero esas personalidades habían desaparecido de los ojos. Todos tenían la misma expresión vacua y apagada que había visto en las caras de los orcos. Todos luchaban con la misma indiferente ferocidad carente de pasión, que sólo mermaba el hambre que habían pasado.
Lo que empeoraba aún más la situación era que, al igual que había sucedido con los orcos, los enanos perdidos recobraban a veces la conciencia. En sus ojos aparecía un breve destello de inteligencia, y comenzaban a retroceder, consternados ante lo que estaban haciendo; pero entonces, mientras los enanos de Gorril exclamaban de júbilo ante la recuperación, la conciencia se apagaba, la ausencia les nublaba los ojos una vez más, y volvían a atacar. Varios enanos cayeron a causa de este fenómeno, porque bajaron las armas y recibieron en el cuello un tajo de hacha asestado por un amigo que ellos creían que había regresado.
Al fin, todo el ejército atravesó la puerta trasera del salón del gremio. Hamnir y los otros se retiraron de la entrada principal y dejaron que los enanos perdidos entraran tras ellos. Los del clan Diamantista se desplegaron en un intento de rodear a los defensores, pero eran lentos, y la compañía de Hamnir los superaba fácilmente en velocidad. De hecho, Hamnir hizo que retrocedieran con mayor lentitud para permanecer casi al alcance de los atacantes y mantener su atención fija en ellos. Félix se sentía como un danzarín taurino de Estalia que agitara una capa roja ante una manada de toros sonámbulos.
Cuando llegaron a la puerta del otro lado, mucho más estrecha que la entrada principal, Gotrek les hizo a los otros un gesto para que la atravesaran.
—El humano y yo nos encargaremos de contenerlos.
Hamnir vaciló, tal vez temeroso de que Gotrek cambiara de opinión y comenzara a matar a los enanos de ojos muertos. Luego, asintió y condujo a los demás al otro lado de la puerta.
Gotrek se reprimió para no hacer una carnicería, aunque parecía desdichado por ello.
—Estamos retrasando lo inevitable —murmuró—. Sólo hará que sea peor cuando llegue el momento.
Él y Félix defendieron la posición hasta que el último de los enanos del clan Diamantista atravesó la entrada principal del salón del gremio, y los enanos de Gorril cerraron las grandes puertas tras ellos.
Cuando oyeron que las barras encajaban en su sitio, Gotrek y Félix retrocedieron de un salto de la grotesca refriega. Hamnir cerró la pequeña puerta en la cara de los enanos del clan Diamantista, y le echó el cerrojo. Luego, apoyó la frente contra ella, mientras la golpeaban débilmente desde el otro lado.
—Luchamos con tanto ahínco para libertarlos —dijo con tristeza—, sólo para volver a encerrarlos. —Alzó la cabeza y miró a Gotrek—. Te doy las gracias por tu misericordia.
—No es misericordia —replicó Gotrek, asqueado—. Es tortura, para ellos y para ti, y es innecesaria. No se recuperarán. —Se encogió de hombros—. Pero es tu familia.
* * *
A salvo, al menos de momento, con los orcos encerrados fuera y los enanos perdidos encerrados dentro, el sitiado ejército de Hamnir pudo descansar. Félix se quedó dormido en cuanto se tumbó, exhausto por la incesante lucha de ese día, pero se vio otra vez perturbado por sueños inquietantes. Eran contrarios al que había tenido anteriormente. En lugar de asesinar a los otros cuando dormían, corría a solas por Karak-Hirn, en busca de Gotrek. A cada enano al que le preguntaba por él se le ponían los ojos inexpresivos e intentaba matarlo. Hamnir, Gorril, Narin, Galin, todos lo seguían arrastrando los pies, con los brazos extendidos, mientras él retrocedía con el corazón acelerado.
Al fin, encontraba a Gotrek sentado en la sala de guardia cercana a la Puerta del Cuerno, de espaldas a la entrada. Félix abría la boca para llamarlo, pero vacilaba, abrumado por el miedo de que Gotrek se volviera y lo mirara también con ojos vacuos. Avanzaba un paso y extendía nerviosamente una mano hacia un hombro de Gotrek. La cabeza de Gotrek se alzaba al percibir a Félix detrás. Comenzaba a volverse. Félix retrocedía. No quería ver. No quería saber. No quería…
Despertó, abrió los ojos cargados de sueño, y paseó la mirada por el salón central del clan Diamantista, débilmente iluminado, donde él, Gotrek y la mayor parte del ejército de Hamnir se habían tumbado la noche anterior. Preguntas hechas a gritos y pies que corrían resonaban por toda la fortaleza del clan.
Gotrek rodó sobre sí y alzó la cabeza.
—Y ahora, ¿qué? —murmuró.
Félix se sentó y gimió. Le dolían todos los músculos. Le palpitaban las heridas. Se sentía tan rígido como un cadáver de una semana, y la mitad de animado.
El teniente de Gorril, Urlo, avanzaba con cuidado entre las hileras de enanos que despertaban y miraba a su alrededor. Al ver a Gotrek, se apresuró a acercarse a él y echar una rodilla al suelo para susurrarle algo al oído.
—Gorril pide que vayas a verlo, Matador. Es urgente.
—¿Gorril lo pide? —dijo Gotrek—. ¿Le sucede algo malo a Hamnir?
—Eh… —Urlo, inquieto, se volvió a mirar a los otros enanos—. Gorril te lo dirá.
Gotrek gruñó, con la mandíbula apretada.
—De acuerdo. —Se puso trabajosamente de pie, y siseó al flexionar la pierna herida. Recogió el hacha—. Vamos, humano.
Félix asintió con la cabeza y se levantó entre dolores. Él y Gotrek siguieron a Urlo fuera del salón. Apenas podían caminar.
—Hamnir ha desaparecido —dijo Gorril.
Se encontraban en las habitaciones privadas de Kirhaz, donde se había instalado Hamnir. Gorril se paseaba de un lado a otro, junto a una pesada mesa de comedor donde habían dejado un desayuno que estaba intacto. Urlo permanecía junto a la puerta.
—¿Desaparecido? —preguntó Gotrek—. ¿Desde cuándo?
Gorril extendió las manos al frente.
—Ya no estaba cuando fui a despertarlo esta mañana. Tengo a mi compañía registrando la fortaleza de arriba abajo, pero, hasta ahora, nada.
—¿Alguna señal de ataque? —preguntó Gotrek.
—Ninguna. Yo…
Uno de los enanos de Gorril entró en la habitación por detrás de ellos. Iba acompañado por otro enano.
—Gorril. Noticias. —El que había hablado hizo avanzar al otro—. Cuéntaselo, minero.
El minero inclinó la cabeza ante Gorril. Tenía un feo bulto sobre la oreja izquierda.
—Sí —dijo—. Bueno, anoche quedé apostado para vigilar la puerta secreta que va desde la tercera galería de la fortaleza del clan Diamantista hasta los almacenes de grano de la fortaleza principal. —Se encogió de hombros, incómodo—. Debo haberme quedado dormido un rato, porque alguien se me acercó por detrás y me tumbó de un golpe en la cabeza. Abrí los ojos justo a tiempo de ver que un enano atravesaba la puerta secreta y la cerraba.
—¿Viste quién era? —preguntó Gorril.
El enano negó con la cabeza, y luego, lo lamentó.
—Sólo le vi las piernas y los pies —replicó mientras se masajeaba la frente—, y todo un poco borroso.
Gorril dio un puñetazo en la mesa.
—¿Cuándo sucedió eso? ¿Por qué no se lo dijiste a alguien de inmediato?
El enano se sonrojó.
—Quería hacerlo, capitán, de verdad, pero cuando estaba levantándome del suelo, de alguna manera… Bueno, creo que volví a quedarme dormido. —Se balanceaba en el sitio—. La verdad es que ahora me vendría bien echar una cabezada.
Gorril avanzó hasta el enano y lo miró a los ojos. Frunció el ceño.
—Llevádselo al médico. Podría tener el cráneo fracturado. —Cogió al enano por un hombro—. Gracias, primo.
Gorril se volvió hacia Gotrek y Félix, mientras un enano se llevaba al otro.
—¿Qué significa esto? ¿Era Hamnir? ¿Por qué iba a salir en solitario a una fortaleza llena de pieles verdes? ¿Puede habérselo llevado alguien? El guardia sólo vio a un enano, pero quizá fueran más. ¿Habremos dejado fuera a alguno de los enanos perdidos? —Calló de pronto, pálido—. ¡Grimnir! ¿Se lo han llevado abajo? ¿Está en las minas con ese Durmiente?
Gotrek miraba al suelo, con los puños apretados.
—Sí. Es lo que yo deduzco.
Gorril maldijo.
—¡En ese caso, no hay tiempo que perder! ¡Tenemos que ir a buscarlo!
Gotrek negó con la cabeza.
—No, muchacho. —Se golpeó el pecho con el índice—. Yo iré tras él. Vosotros no vendréis.
—¿Y tú me lo impedirás? —preguntó Gorril con ojos llameantes—. Hamnir era mi primo, y mi mejor amigo. No puedo quedarme aquí mientras sé que podría…
—¿Quieres volver a dejar Karak-Hirn sin comandante? —lo interrumpió Gotrek—. Eres el único que queda.
—Estás tú —replicó Gorril—. ¿Por qué no los comandas tú? Yo ya no…
—No soy un comandante —lo atajó Gotrek—. Soy un Matador, y en la mina hay algo que necesita que lo maten. Tú eres un comandante, así que comanda. Hay que limpiar la fortaleza de pieles verdes y guardarla hasta el regreso del rey Alrik.
—Quieres decir, hasta que encontremos al príncipe Hamnir —lo corrigió Urlo.
El rostro de Gotrek se puso tenso.
—Sí, o eso.
—¿No crees que vayas a encontrarlo? —preguntó Gorril con ojos preocupados.
—Lo encontraré —le aseguró Gotrek—, o moriré en el intento, pero ¿vivo?, ¿cuerdo?
—¡Grimnir! —juró Gorril—. ¿Qué ha hecho que tengas el corazón tan negro, Matador? ¿Es que tienes que extinguir cada chispa de esperanza antes de que tenga oportunidad de prender?
—La esperanza miente —contestó Gotrek mientras caminaba hacia la puerta—. Sólo un necio la escucha. Ahora, ve a decirles a tus soldados que Hamnir ha desaparecido, y prepara el ataque contra los pieles verdes. Saldremos al mismo tiempo que vosotros.
Gorril le lanzó una mirada feroz, y luego suspiró.
—Muy bien, saldremos dentro de una hora.
Gotrek asintió con la cabeza, y él y Félix se marcharon por la puerta.
—Matador —llamó Gorril.
Gotrek se detuvo y volvió la cabeza.
—Si no tienes ninguna esperanza, ¿por qué continúas? —preguntó Gorril—. ¿Por qué matar monstruos?
Los ojos de Gotrek se endurecieron.
—Porque hay una sola cosa que cualquiera puede desear y que, antes o después, le será concedida.
—¿Y qué es? —preguntó Gorril.
—La muerte.
Dio media vuelta y echó a andar por el corredor.
Félix lo siguió.
—En especial si uno sigue a un Matador —murmuró.
—¿Qué dices, humano? —preguntó Gotrek.
—Nada, nada.