DIECINUEVE

DIECINUEVE

Félix bloqueó desesperadamente cuando un tajo descendió hacia el desprotegido cráneo del Matador. La enorme cuchilla rechinó a lo largo de la espada y erró la cara de Gotrek por un pelo. Con la mano libre, Félix cogió a Gotrek por debajo del brazo e intentó levantarlo. Era ridículamente pesado. Llegaban más orcos. Galin luchaba con dos.

Gotrek logró ponerse en pie y cercenar el brazo del orco que lo había atacado, pero el daño ya estaba hecho. Había cinco orcos dentro de la sala, y otros se abrían paso por detrás de ellos. Habían perdido el control de la entrada. Félix, Gotrek y Galin retrocedieron y se pusieron a luchar en línea para evitar que los orcos los rodearan. Gotrek tenía la pierna izquierda bañada en sangre.

Félix oyó un grito apenas audible, procedente de la sala de palancas: era la voz de Narin que chillaba a través del tubo acústico del otro lado del corredor.

—¡Casi los tengo aquí! ¡La puerta no aguantará mucho!

—¡Valor, Pielférrea! —gritó Hamnir—. Aparecerán en cualquier momento.

Detrás de Félix se produjo un estruendo, y el humano se volvió a mirar. La hoja de una cuchilla había atravesado la puerta que conducía a los matacanes y los torreones. Los orcos de arriba estaban a punto de abrirse paso. A poco estarían rodeados.

—En el nombre de Grungni, ¿dónde está Gorril? —gruñó Galin mientras bloqueaba la espada de un orco.

—Aquí, no —replicó Gotrek.

El Matador se balanceaba como un borracho; apenas era capaz de sostenerse sobre la pierna herida. Le lanzó un tajo a un orco y erró. Félix casi dejó caer la espada a causa de la conmoción. Gotrek nunca fallaba. El orco avanzó, y Félix le clavó una estocada en el cuello. Gotrek lo destripó, pero otros cuatro habían logrado pasar. Félix, Gotrek y Galin se encontraron rodeados de orcos por tres lados. Estaban muy cansados. Había demasiados enemigos.

Entonces, por encima del estruendo de la lucha, muy débilmente, oyeron un toque de cuerno, ahogado casi de inmediato por disparos de fusil.

—¡Un cuerno! —dijo Galin.

—Están en el cañón. ¡Están corriendo! —gritó Hamnir desde la sala de palancas—. ¡Narin! ¡Preparado!

—Preparado —respondió la voz metálica.

—¡Ay, Grimnir, el fuego cruzado! —dijo Hamnir con voz ahogada—. Tantos han caído… Están… Abre la puerta. ¡Tira! ¡Tira!

Un tremendo trueno, acompañado por un sonido de raspado, estremeció la sala cuando la puerta exterior comenzó a descender lentamente, y luego se oyó una detonación ensordecedora al acabar de hundirse en el suelo. Los orcos de la sala de guardia miraron hacia atrás al oír aquello, y Gotrek, Félix y Galin mataron a cinco. Cesaron los golpes al otro lado de la puerta de los matacanes, y oyeron que los orcos corrían escaleras arriba hacia sus puestos en los torreones.

Una segunda salva de cañones y disparos de fusil resonó en el estrecho paso abrupto y atravesó las paredes.

—¡Ahora, la interior! ¡Tira, Narin! —oyeron que gritaba la voz de Hamnir—. ¡Corred, muchachos! ¡Corred!

Otro trueno estremecedor y el rugido del viento, y la sala de guardia se inundó de aire frío y olor a humo de pólvora. Cuando la segunda puerta se detuvo con una detonación, el viento aumentó hasta un flujo constante y se transformó en una ensordecedora nota de trompeta que hizo vibrar todo el corredor, como si entrara a través de un cuerno enorme. Al oírlo, los orcos dieron respingos e hicieron muecas.

Hamnir rugió desde la sala de palancas.

—¡El cuerno de Karak-Hirn! ¡Ahora nos temerán!

Los orcos del corredor estaban girando sobre sí mismos y alejándose de la puerta abierta, mientras los comandantes les gritaban para que formaran; pero ya era demasiado tarde.

Entre toques de cuerno y flameantes estandartes, los enanos de Karak-Hirn cargaron a través de las puertas abiertas en formación de ocho en fondo, con los Martilladores en vanguardia, y empujaron a los desorganizados orcos hacia atrás, como si fueran un artillero que metiera la carga por la boca del cañón.

Gotrek, Félix y Galin acabaron con los últimos cinco orcos que quedaban dentro de la sala de guardia, mientras el ejército de Gorril continuaba entrando; fila tras fila, los robustos guerreros pedían a gritos sangre de orco.

Cuando murió el último enemigo, Gotrek retrocedió con paso tambaleante y se dejó caer sobre un taburete que había junto a la mesa de la sala. La hoja del hacha golpeó contra el suelo de piedra.

—¡Por Grungni, necesito un trago! —dijo.

La pierna izquierda, por debajo de la herida abierta por la bala, estaba roja hasta la bota.

—¡Galin! —llamó Hamnir desde la sala de palancas—. ¡Abre la puerta!

Galin corrió hasta la puerta y dejó salir a Hamnir. El príncipe miró los montones de cuerpos de orco que había en la sala, y sacudió la cabeza, para luego dirigir la mirada hacia los tres.

—Vuestras hazañas del día de hoy serán registradas en el Libro de Karak-Hirn. Lo juro.

Gorril salió de la borrosa masa de enanos que pasaban corriendo ante la sala de guardia, a la cabeza de una compañía de sus hermanos de clan. Saludó a Hamnir con el puño sobre el corazón.

—Príncipe mío —dijo con tono grave—, me alegro de ver que estás vivo. Tu ejército va a ocupar una posición sólida en la gran confluencia, y allí espera para recibir tus órdenes.

—Y yo me alegro de verte a ti, primo —dijo Hamnir, que lo saludó a su vez—. Necesitaremos enanos aquí para abrir las puertas de los matacanes y matar a los orcos de dentro. También deben cerrar las puertas de la fortaleza cuando la columna haya entrado. Aquí no puede obtenerse la gloria que se alcanzará en la confluencia, pero debemos tener protegida la retaguardia.

—Por supuesto, príncipe —replicó Gorril. Se volvió a mirar a sus hermanos de clan—. Ya lo has oído, Urlo. Divide a los muchachos y tomad los matacanes.

—Sí, Gorril.

Urlo saludó y comenzó a gritarles órdenes a sus compañeros.

Hamnir miró a Galin.

—Traficante de Piedra, coge las llaves del cuerpo de Arn, y deja salir a Narin de la otra sala.

—Sí, príncipe. —Galin saludó y salió al corredor.

—Y a ti, Gurnisson —continuó Hamnir al mismo tiempo que se volvía a mirar a Gotrek—, te ordeno que no tengas nada más que ver con esta batalla. Los médicos te curarán las heridas y descansarás como bien mereces. Tú también, herr Jaeger.

—¡Hummm! —gruñó Gotrek.

—Ahora, vamos, Gorril —dijo Hamnir mientras avanzaba hacia la puerta con el enano alto—. ¿Has enviado a los Atronadores a los balcones del segundo piso? ¿Y los Rompehierros van camino de los túneles secundarios para atacar a los orcos por los flancos? ¿Los mineros han ido a cerrar las puertas que dan a las minas?

—Todo según ordenaste, príncipe Hamnir —asintió Gorril—. Deben asegurar cada pasillo a medida que avancen, para que los orcos no puedan entrar por detrás de nosotros.

Hamnir llamó a un carro de mulas que entraba en ese momento por la puerta de la fortaleza.

—¡Cirujanos! ¡Aquí! Ocupaos de los que están dentro de las salas de guardia. El Matador ha recibido un disparo y está perdiendo sangre.

—Sí, príncipe.

El carro se detuvo, y dos cirujanos enanos entraron apresuradamente con los botiquines de campo en la mano. Uno se puso a curar los cortes menores y arañazos que había coleccionado Félix, mientras el otro limpiaba y cubría con ungüento la herida de la pierna de Gotrek. Mientras tanto, Urlo y los hermanos de clan de Gorril abrieron la puerta que daba acceso al matacán y los torreones, y subieron a la carga por la escalera que había al otro lado. Los ruidos de batalla comenzaron en lo alto.

—Has tenido suerte, Matador —le dijo el cirujano a Gotrek cuando comenzaba a vendarle la pierna—. El hueso está intacto. No fuerces la pierna durante uno o dos meses, mantén la herida limpia, y cicatrizará perfectamente.

—¿Un mes? —gruñó Gotrek—. Te doy un minuto más antes de usar tus tripas para hacer un torniquete. Ahora, date prisa. Hay una batalla que librar.

—Realmente, Matador —insistió el cirujano—, no te lo aconsejo. —A pesar de todo, vendó la herida con asombrosa rapidez.

Gotrek se levantó casi antes de que acabara de atar el último nudo y cojeó estoicamente hacia el corredor.

—Vamos, humano —dijo—. Quiero encontrar a ese colmilludo de piel cerúlea con armadura negra. Un orco así casi podría ser un reto.

—¿No vas a hacerle caso a Hamnir? —preguntó Félix, aunque sabía que no serviría de nada. Cansado, siguió al Matador.

—Juré protegerlo —dijo Gotrek—, no obedecer sus órdenes.

* * *

Galin y Narin echaron a andar junto a ellos cuando salieron de la sala de guardia, también con las heridas vendadas. Por todas partes había cirujanos y abastecedores que descargaban carros y montaban camastros y mesas sobre caballetes; se estaban preparando para los heridos y exhaustos que tendrían que atender.

Cuando Gotrek pasó junto a un carro sobre el que se amontonaban barriles y cajones, cogió un barrilete, le arrancó el tapón con los dedos, lo inclinó sobre su boca y tragó varios litros de la dorada cerveza, que le salpicó la barba y la cresta. Al final, lo bajó con un suspiro de satisfacción y se lo tendió a los otros.

—¿Alguien más?

Galin y Narin cogieron el barrilete por turno y lo alzaron, aunque con más dificultad, y bebieron hasta hartarse. Félix lo cogió después, contento de que estuviera casi vacío porque, en caso contrario, no habría logrado levantarlo hasta la altura necesaria. Cuando acabó, Gotrek lo cogió, bebió otro largo trago, lo dejó de golpe sobre el carro y continuó cojeando mientras se chupaba sonoramente los labios.

El corredor acababa en una alta arcada de columnas, más allá de la cual había unos anchos escalones que descendían hasta un enorme espacio de suelo de mármol, la gran confluencia de Karak-Hirn, el salón central al que daban todas las cámaras ceremoniales y públicas de la fortaleza. Tenía tres pisos de altura, y unas columnas tan grandes y redondas como torreones de castillo corrían por ambos lados y daban soporte al techo de bóveda de crucería, con intrincadas tallas.

Estaba atestada de orcos.

El ejército de enanos defendía la zona que rodeaba la escalera, filas de bravos guerreros, grupos de Rompehierros y mineros alineados en torno a la base, mientras los Atronadores formaban dos líneas sobre el escalón superior: los de la primera, arrodillados, y los de la segunda, de pie, y disparaban por encima de las cabezas de sus hermanos, situados en los escalones siguientes. Los enanos ya estaban tremendamente superados en número, y más orcos entraban en el salón a través de una docena de arcadas.

Más allá de la batalla, se oyeron una serie de explosiones. Félix miró hacia arriba, y vio que otros dos grupos de Atronadores habían ocupado posiciones en dos balcones; uno estaba situado en la pared derecha del descomunal salón, el otro en la izquierda, por encima y detrás del cuerpo principal de orcos. Veinte enemigos cayeron con esa primera salva, y a continuación se oyó otra cuando una segunda fila de enanos avanzó hasta la balaustrada, y la primera retrocedió para cargar de nuevo las armas. Una tercera fila siguió a la segunda, y luego, la primera estuvo preparada otra vez. Los orcos caían como trigo segado. La rapidez y puntería de los Atronadores era pasmosa.

Justo debajo del lugar en el que Félix estaba con Gotrek, con Hamnir y con los otros, el enorme orco pálido de extraña armadura y su séquito de similar atavío y piel lechosa hacían pedazos a los barbaslargas de Karak-Hirn. El olor rancio de los orcos era casi cegador. Los enanos de cabello blanco luchaban valientemente contra ellos, con los ojos llorosos a causa del hedor, mientras los acometían una y otra vez, pero los orcos eran increíblemente fuertes y, lo que resultaba aún peor, disciplinados. Por cada orco blanco que caía, tres barbaslargas acababan con el cráneo hundido. Los barbaslargas no tenían intención de desistir pero, al parecer, tampoco la tenían los orcos. Y ninguno podía tocar al gigantesco jefe de guerra. Tres barbaslargas lo acometieron y le asestaron un golpe tras otro, pero el orco resistió hasta los peores ataques y respondió con muerte. Un enano de pelo blanco retrocedió con paso tambaleante al mismo tiempo que se aferraba el cuello, con la larga barba convertida en un tabardo de color rojo brillante. Era el viejo Rúen. Cayó de bruces ante los escalones.

—Apartaos —dijo Gotrek, que avanzó, cojeando.

—No, Gurnisson —ordenó Hamnir, y se interpuso en el camino del Matador—. Es mío. Se apoderó de mi fortaleza. Yo lo mataré. Además, no estás en forma para luchar.

—Yo siempre estoy en forma para luchar —contestó Gotrek, que se puso rígido, pero luego desistió con un gruñido—. ¡Bah! Es tu fortaleza. Supongo que tienes derecho a retarlo, ¡que Valaya te maldiga!

Hamnir y Gorril ya cargaban escaleras abajo para unirse a la línea de barbaslargas. Gotrek los siguió con una mirada llameante, enojado, o tal vez, preocupado; Félix no lo sabía.

—Vamos, humano —dijo el Matador al mismo tiempo que daba media vuelta—. Buscaremos otro sitio en el que meternos.

—¿Y por qué no hacemos caso del consejo de Hamnir y nos quedamos al margen de esto? —preguntó Félix—. No estás en tu mejor forma, precisamente.

—¿Por qué todos decís eso? —gruñó Gotrek—. Lo único que necesitaba era un trago.

—Escuchad —intervino Narin, que intentaba ver a través del humo de los disparos que inundaba el salón como una niebla—. Los Atronadores del balcón de la derecha han dejado de disparar.

—Están atacándolos —añadió Galin, a la vez que miraba hacia arriba—. Los orcos han dado un rodeo por detrás de ellos.

Gotrek se volvió hacia el corredor.

—Entonces, nosotros daremos un rodeo por detrás de los orcos.

—¿Sólo nosotros cuatro? —preguntó Félix.

Gotrek miró hacia la batalla. Los enanos estaban terriblemente presionados por todos lados.

—No pueden prescindir de nadie más.

Regresó al corredor con pesados pasos. Félix, Narin y Galin intercambiaron una mirada, y luego se encogieron de hombros y lo siguieron.

Unos pocos pasos más abajo por el corredor, llegaron a una escalera ascendente que estaba defendida por una fila de enanos de Karak-Hirn.

—Uno de vosotros, muchachos, que nos conduzca hasta el balcón de la derecha que da a la gran confluencia —dijo Gotrek—. Los Atronadores tienen problemas.

—¿Uno de nosotros? —preguntó un enano—. ¡Iremos todos!

—¿Y abandonar vuestra posición? —gruñó Gotrek—. A vuestro príncipe no le gustaría. Sólo uno.

El que había hablado, un veterano brusco llamado Dolmir, los acompañó; los condujo con rapidez escaleras arriba, y por el pasillo del piso de encima. Gotrek gruñía con cada paso cojo que daba, debido al esfuerzo que hacía por mantener la velocidad de los otros.

Al cabo de poco rato, entraron en un alto y ancho corredor que formaba un anillo en torno al perímetro de la gran confluencia. En la pared del exterior del anillo había una serie de magníficas puertas, cada una coronada por la insignia de un clan, tallada en piedra: eran las entradas de las fortalezas de los clanes que moraban en Karak-Hirn. Muchas de las puertas estaban abiertas o habían sido arrancadas de los goznes a golpes, y el corredor se veía sembrado de pilas de piedra y material de construcción, como si los orcos hubiesen intentado hacer reparaciones. La pared del interior del anillo estaba cribada por numerosas ventanas con rejas de hierro, balcones y galerías que daban a la gran confluencia. Por ellas entraban los ecos de la batalla de abajo, pero era más fuerte el ruido de una lucha que se libraba más cerca. Los compañeros giraron.

En mitad del corredor estaba la entrada al balcón desde el que habían estado disparando los Atronadores, rodeada por una hirviente escoria de orcos. Los primeros se habían vuelto para luchar contra ellos con hachas de mano y dagas. Tanto orcos como enanos muertos yacían a los pies de los combatientes, pero los enanos estaban llevando la peor parte. Los superaban en número por dos a uno. Los vencerían en poco tiempo.

—¡Que Grimnir maldiga a esta pierna! —dijo Gotrek, cojeando—. No puedo correr. —Miró a su alrededor, enojado, y luego señaló hacia la construcción—. ¡Humano, esa carretilla!

Félix corrió hasta una pila de escombros y sacó de ella una carretilla de madera, que llevó hasta Gotrek. El Matador se subió encima, primero la pierna herida, y se situó mirando hacia adelante, con el hacha preparada.

—¡Empuja!

Félix lo intentó, pero el enano era imposiblemente pesado, más denso de lo que tenía derecho a ser cualquier otra cosa hecha de carne y hueso.

—Narin, ayúdame.

Narin cogió una de las asas de la carretilla y, entre ambos, corrieron pasillo abajo, con Galin y Dolmir junto a ellos. Los orcos y los Atronadores estaban demasiado ocupados para reparar en su llegada.

—¡Por la misericordia de Valaya, Gurnisson! —dijo Narin, jadeando—. ¿Es que te desayunas con piedra?

—Cállate. ¡Más de prisa!

A solo cuatro pasos de la refriega, la rueda de la carretilla topó con una piedra suelta y dio un violento salto. Gotrek salió catapultado hacia adelante, gruñendo de sorpresa, pero en medio del aire transformó el gruñido en un sanguinario grito de batalla y alzó el hacha.

La última fila de orcos se volvió al oír el ruido, y cayó al suelo en pedazos al ser atravesada por el hacha de Gotrek, que cortó armadura y hueso con la misma facilidad que la carne. Félix y Narin lanzaron la carretilla contra los orcos; luego, desenvainaron las armas y cargaron hacia la refriega, junto con Galin y Dolmir, y comenzaron a asestar tajos y cercenar.

Los Atronadores los aclamaron y, animados por la llegada de refuerzos, renovaron la furia de la defensa. Los orcos luchaban con el mismo silencio inexpresivo que Félix había esperado ya de ellos.

Dolmir, no obstante, se sentía intranquilo.

—¿Por qué no gritan? ¿Por qué no huyen?

—No lo sé, primo —dijo Narin—, pero no huirán. Tendremos que matarlos hasta el último.

Y así lo hicieron. Aunque Gotrek permaneció casi inmóvil a causa de la pierna, eso careció de importancia. Los orcos iban hacia él, se empujaban para intentar herirlo, y sólo lograban caer bajo la omnipresente hoja del hacha. El grupo fue aniquilado con prontitud.

—Muy agradecido, Matador —dijo el capitán de los Atronadores, mientras los enanos se recobraban y volvían a coger los fusiles—. Son más duros de lo que pensábamos que serían.

Volvieron a formar en el balcón, y se pusieron a disparar otra vez contra la masa de orcos de abajo.

Gotrek, Félix y los otros se asomaron a mirar la batalla del salón. Los enanos y los orcos libraban una lucha que los estaba inmovilizando a lo largo de una línea curva, ante la escalera. Parecía que todos los orcos de la fortaleza intentaban llegar hasta los enanos, y en el centro…

—¡Que Grimnir lo maldiga! —dijo Gotrek al verlo—. ¿Acaso se cree que ahora es un Matador?

En el centro, Hamnir y el jefe de guerra orco aún luchaban, rodeados por los restos destrozados de sus escuadrones. Quedaban menos de diez de los extraños orcos pálidos, y un puñado de barbaslargas no más numeroso. El casco de Hamnir estaba abollado, tenía la cota de malla de gromril rasgada en una docena de sitios, y la cara roja de sangre y agitación. La armadura del jefe de guerra también estaba golpeada y rasgada, pero, cosa extraña, la pálida piel verde no tenía ni un arañazo.

Mientras Félix y Gotrek observaban, Hamnir lanzó un tajo de hacha a una rodilla desnuda del gigantesco orco. Al principio, pareció que le había acertado, porque Félix habría jurado que había visto cómo los hombros de Hamnir se habían estremecido a causa del impacto, pero tenía que tratarse de una ilusión, dado que el hacha pasó de largo, sin manchas de sangre, y el orco no sufrió herida ninguna. El monstruo apenas si acusó el ataque, y descargó hacia Hamnir su hacha del tamaño de un escudo con tal rapidez que el príncipe enano tuvo que lanzarse hacia un lado para evitar que lo cortara en dos.

—Nunca fue muy bueno en una pelea —gruñó Gotrek, que se subió a la balaustrada—. ¡Aguanta, erudito! —rugió, y sin pensarlo dos veces, saltó hacia el suelo situado dos niveles más abajo.