DIECISIETE
La puerta del corredor empezó a abrirse. Félix bajó de un salto de los escalones de madera y rodó debajo de ellos, a la vez que plegaba el delgado cuerpo para encajar en el reducido espacio. La espalda le quedó contra la tinaja. Un travesaño le presionaba dolorosamente las espinillas. Los calzones mojados se le pegaban a la piel y olían muy mal.
A través de los espacios abiertos que había entre los escalones, Félix vio las prominentes rodillas de un orco enorme, ataviado con una chaqueta de cuero con tachones metálicos y pesadas botas, que entraba en la habitación y se aproximaba a la tinaja. Una compañía de orcos en posición de descanso aguardaba al otro lado de la puerta.
—¡Ay, no! —murmuró Félix.
Las pesadas botas crujieron al subir por los escalones y se detuvieron justo encima de la cabeza de Félix, que contuvo la respiración. Si movía un solo músculo, el orco lo oiría.
Durante un momento, oyó sonidos de frotamiento, y luego un profundo suspiro contenido cuando algo cayó con sonido acuoso dentro de la tinaja. Félix rezaba para que todo acabara pronto, pero el orco debía haber comido una cantidad descomunal, porque los sonidos de cosas sólidas que chapoteaban en el líquido parecían interminables. Tras una descarga particularmente violenta, un chapoteo de gotas tamborileó sobre las tablas que había sobre la cabeza de Félix. En la parte inferior de una de las tablas se formó una gota de hediondo líquido marrón, y quedó allí colgada, justo encima de su cara.
Félix la miró con horror. No se atrevía a moverse. El más leve movimiento alertaría al orco.
El monstruo gruñó y se movió. La gota cayó. Félix cerró los ojos. Se le estrelló sobre el párpado derecho y se deslizó lentamente hacia abajo. Félix se tensó al reprimir el impulso de gritar. El líquido escocía como vinagre. Tenía ganas de debatirse y patalear.
El orco se puso de pie y le ofreció a Félix una vista de partes de su anatomía sin la cual Jaeger podría haber vivido perfectamente; luego, se subió los calzones y comenzó a bajar por los escalones. Cuando estaba en medio de la escalera, se detuvo y formuló una pregunta. La voz tenía un extraño tono de chillidito; no era el habitual gruñido orco.
Félix gimió. Finalmente, había reparado en que los goblins no estaban allí. Era el fin. Iban a tener que luchar con toda la compañía, y luego contra toda la fortaleza. Se repetía lo sucedido en la puerta de Birrisson. Giró a un lado los ojos que le escocían, y vio a Gotrek y a los hermanos Rassmusson en las sombras del dormitorio, preparando las armas.
El orco volvió a hacer la pregunta, y después fue hasta la puerta y habló con su capitán. El capitán asomó la cabeza, y el orco abarcó la habitación con un barrido de la mano.
El capitán miró la sala con el ceño fruncido durante un momento; luego se encogió de hombros y le dijo al orco que volviera a la formación. También su voz era aguda y hablaba en staccato. El orco salió y cerró la puerta a su espalda.
La habitación se llenó de un coro de suspiros de los enanos, que surgieron de detrás de puertas y muebles con expresión de alivio.
Narin sonrió cuando Félix salió trabajosamente de debajo de los escalones.
—No sucede a menudo que un hombre tenga una visión como ésa y viva para contarlo.
—No sucede a menudo que un hombre tenga una visión como ésa y quiera vivir para contarlo —dijo Félix. Se limpió el párpado y buscó algo con lo que secarse los calzones—. Y a mi ojo se le ha concedido algo más que una visión. Escuece como el fuego.
—Vaya, ésa sí que es una marca de héroe donde las haya —rió Galin.
—¿Te parece gracioso? —preguntó Gotrek al salir del dormitorio—. Me pregunto si tú podrías haberlo aguantado.
—¿Aguantar cosas forma parte del papel de héroe? —preguntó Galin—. Yo me habría puesto en pie de un salto y lo habría matado antes de que cayera la gota.
—Y nos habrías condenado a todos —replicó Hamnir con tono seco—. Muy heroico. —Se volvió hacia la puerta—. Ahora, démonos prisa antes de que vengan más a llenar la tinaja. —Apoyó un oído contra la puerta, mientras los otros se reunían detrás de él—. Iremos a la izquierda —dijo—, y luego hacia arriba. La Puerta del Cuerno se encuentra a sólo trescientos pasos hacia el este, pero estamos en el nivel de los grandes salones. Estará demasiado poblado. Dos niveles más arriba, están los graneros. Recorreremos el largo de la fortaleza por ahí, y volveremos a bajar por una escalera que está más cerca de la puerta. ¿Preparados?
Los enanos asintieron con la cabeza; tenían los rostros serios y ceñudos tras las barbas.
Hamnir volvió a escuchar, y luego abrió lentamente la puerta y se asomó al exterior. En el corredor iluminado por antorchas resonaban ruidos de movimiento lejano, pero no había nada por las proximidades. Hamnir giró a la izquierda y se escabulló silenciosamente corredor abajo. Los enanos lo siguieron en fila, y Félix marchó en la retaguardia; los calzones húmedos lo hacían sentir torpe y pegajoso. A pesar de lo que habían dicho Gotrek y Hamnir, resultaba difícil sentirse heroico cuando uno estaba mojado de porquería de orco.
* * *
La escalera que ascendía hacia los niveles superiores no estaba a más de veinte pasos por el corredor, pero tuvieron que detenerse y esconderse en tres ocasiones para dejar que pasaran patrullas y grupos de trabajo de orcos. A través de todas las puertas ante las que pasaban, veían goblins y orcos concentrados en el trabajo, cortando y dando forma a la madera, construyendo aparatos de tortura y onagros, matando y desollando animales, preparando comida, tejiendo.
—¿Tejiendo? —susurró Galin, perplejo—. ¡Los pieles verdes no tejen!
—Este sitio se parece más a una colmena de abejas que a un nido de orcos —murmuró Gotrek.
—¿Y qué les sucede a sus voces? —preguntó Narin—. Hablan con chilliditos y galimatías como…, como…
—¿Monos? —sugirió Thorgig.
—Mutantes, iba a decir —replicó Narin.
Hamnir se detuvo ante la escalera y miró al interior con precaución; luego, les hizo un gesto para que subieran. Ascendieron dos niveles y salieron a un amplio corredor sin iluminar. Los enanos abrieron la pantalla de los faroles y echaron a andar. El aire estaba cargado del olor polvoriento y mohoso del trigo en proceso de putrefacción.
Hamnir olisqueó y frunció el entrecejo.
—¿Es que han dejado un silo abierto a la humedad? Este año no tenemos muchos excedentes de trigo.
Enormes puertas flanqueaban ambos lados del corredor hasta donde llegaba la luz de los faroles. Estaban todas abiertas. Hamnir miró al interior de la primera de la derecha. La sala del otro lado era pequeña, y a lo largo de la pared izquierda se amontonaban rollos de sacos de lona vacíos. En la pared posterior, había una puerta de hierro como la de un horno, y por debajo corría un canal. Sin embargo, el canal apenas era visible, porque la puerta estaba abierta y por ella caía una cascada de grano dorado como una duna de arena. El intenso olor a moho se hizo más fuerte, y vieron sombras negras que correteaban por encima del montón de grano: ratas, docenas de ellas.
—¡Que Valaya los maldiga! —dijo Hamnir con una mueca de desprecio—. A pesar de todos sus chilliditos y tejidos, continúan siendo unos salvajes descuidados.
Miró a través de la puerta de la izquierda. También ese silo estaba abierto, y el trigo se había derramado por el suelo casi hasta el corredor. Por encima corrían más ratas.
Hamnir se estremeció.
—¿Dos estropeados? Tendremos un invierno de escasez. Tendremos… —Miró hacia el fondo del corredor con una expresión de horror que aumentaba lentamente, y se apresuró a avanzar por él.
Los otros lo siguieron con presteza. Hamnir miró al interior del segundo par de puertas. Ambas habitaciones estaban igual que las primeras: las puertas de hierro abiertas, y los montones de grano putrefacto llenos de ratas. Hamnir se atragantó y corrió a las puertas siguientes. También esos silos habían sido abiertos, al igual que los siguientes.
Hamnir se desplomó contra la pared y se cubrió la cara con las manos.
—¡Grimnir! —dijo con voz ahogada—. Nos han matado. Aunque recuperemos la fortaleza y los expulsemos, han ganado. Nos moriremos de hambre. No hay pan. No hay cerveza. La fortaleza no sobrevivirá al invierno. ¿Están locos? ¿Por qué han hecho esto? También es un suicidio para ellos.
—Algo se acerca —dijo Barbadecuero.
Los enanos cerraron las pantallas de los faroles y se metieron en una habitación de grano, desde donde espiaron a través de la puerta. Un resplandor de antorchas y grandes sombras feas doblaron un recodo, mucho más adelante. Luego, apareció una extraña procesión: dos orcos grandes empujaban una vagoneta de mina, y ante ellos correteaban una docena de goblins, todos armados con lanzas de punta de flecha y sacos. Los goblins entraron corriendo en las habitaciones de los silos, y se oyeron sonidos de lucha y chilliditos. Luego, reaparecieron con ratas ensartadas en las lanzas. Las metieron en los sacos y continuaron hasta la habitación siguiente.
Cuando volvieron a salir, uno de los goblins llevaba el saco lleno. Lo vació en la vagoneta y siguió a sus dentudos hermanos corredor abajo.
Hamnir los miraba, boquiabierto, pero Narin reprimió un bufido.
—¡Usan el grano para criar ratas! —susurró—. ¡Brillante!
—¡Qué imbéciles! —dijo Hamnir mientras negaba con la cabeza—. Esos idiotas tienen un músculo por cerebro.
—Van a entrar aquí, príncipe —observó Thorgig, que miraba a las ratas que tenían a los pies, correteando por el grano.
—Cierto —asintió Hamnir, y miró a su alrededor. Había barriles apilados contra una pared—. Ahí detrás. De prisa.
Los enanos anadearon por el trigo derramado para acercarse a los barriles.
—Volvemos a escondernos de los goblins —masculló Barbadecuero, asqueado, pero contuvo el aliento al igual que los otros cuando tres goblins entraron en la habitación y se pusieron a ensartar ratas con las pequeñas lanzas.
Las ratas chillaban y corrían hacia los rincones. Los goblins no se molestaban en perseguirlas demasiado. Había tantas que cada uno había ensartado tres o cuatro sin mayor esfuerzo. Las metieron en los sacos y se marcharon aceleradamente.
Los enanos permanecieron donde estaban, escuchando mientras el estruendo de las ruedas de la vagoneta se hacía más fuerte y luego disminuía al alejarse. Cuando los cazadores de ratas estuvieron a una distancia prudencial, Hamnir salió.
—Debemos darnos prisa. Podrían volver. Faroles cerrados.
Los enanos fueron hasta la puerta y miraron al exterior, hacia la izquierda. Los orcos y los goblins se alejaban por el corredor. Los enanos se deslizaron al exterior y continuaron hacia la derecha, mientras Hamnir volvía a maldecir cada vez que pasaban por un silo de grano estropeado.
En el fondo, el corredor giraba a la derecha y daba a una escalera que ascendía y descendía.
Hamnir se volvió a mirar a los demás.
—Cuando lleguemos abajo, estaremos muy cerca del corredor principal. Tened cuidado.
Los condujo cautelosamente por la escalera y, dos niveles más abajo, salieron a un pasillo lateral. El resplandor de los faroles del corredor principal, situado a la derecha, destelló en las hojas de las hachas, y oyeron voces ásperas y galimatías. También les llegó el eco de pesados pies que corrían al trote. Una numerosa compañía de orcos armados con fusiles de enanos pasó corriendo de derecha a izquierda.
Cuando hubieron pasado, Hamnir le tocó un hombro a Thorgig y le hizo un gesto para que avanzara. El joven enano caminó sigilosamente hasta el corredor principal, y se asomó para mirar en ambas direcciones. De repente, se echó atrás y se pegó a la pared al mismo tiempo que resonaban más botas en el corredor principal; una segunda compañía de orcos armados con arcos y hachas siguió a la primera. Thorgig se asomó a mirarlos cuando pasaron de largo, y luego volvió junto a Hamnir y los otros.
—El primer grupo ha entrado en la sala de guardia; el segundo, en el pasillo que lleva a la poterna.
Hamnir asintió con la cabeza.
—Tiradores para los torreones y exploradores para acosar a la línea de marcha de Gorril: debe encontrarse en posición. Bien.
—A mí no me parece tan bien —dijo Galin con el ceño fruncido—. Si los orcos están apostando tiradores en los torreones, tu ejército será hecho pedazos a tiros cuando entre.
Hamnir asintió con la cabeza.
—Por ese motivo, Gorril debe poder correr directamente al interior cuando llegue, para que nuestros hermanos no tengan que aguantar más de una salva mientras esperan a que abramos la puerta. La dificultad consiste en que, si vamos a abrir las puertas, deberemos evitar que los orcos de los torreones… Esperad. —Frunció el entrecejo y miró a su alrededor. Justo detrás de ellos había una sala vacía—. Venid —dijo—. Os trazaré el plan. Hay mucho que decir y poco tiempo.
Condujo a los demás al interior de la sala desnuda y cubierta por una gruesa capa de polvo, y se acuclilló. Los otros se agacharon en torno de él.
—Veamos —dijo, trazando un esbozo en el polvo con uno de sus gruesos dedos—. Se llega a la Puerta del Cuerno por un estrecho cañón de empinadas paredes. Nuestros ancestros construyeron ocho torreones en esas paredes, cuatro a cada lado, con el fin de que cualquier ejército que intentara derribar la puerta de piedra pudiera ser diezmado por un fuego cruzado al entrar. A seis pasos detrás de la primera puerta, hay una segunda, con matacanes encima y a ambos lados, de modo que los defensores puedan verter aceite hirviendo o disparar saetas de ballesta contra cualquier atacante que atraviese la primera puerta, mientras intenta derribar la segunda. —El cañón, los torreones y las puertas adquirieron forma con unos pocos trazos diestros del dedo de Hamnir. Luego, comenzó a dibujar las salas de detrás de las puertas—. Hay dos salas de guardia, a derecha e izquierda del corredor principal, justo detrás de las puertas de la fortaleza. En cada sala hay un acceso a los torreones y los matacanes de encima. Una vez que las puertas de esos accesos sean cerradas con llave, los orcos de los torreones y matacanes no podrán volver a las salas de guardia.
—A menos que las derriben —dijo Narin.
—Eh…, sí —dijo Hamnir, y continuó—. Las dos habitaciones donde están las palancas de las puertas de la fortaleza también se encuentran dentro de las salas de guardia. Las palancas deben ser accionadas simultáneamente para que las puertas se abran. En cada sala hay dos palancas: una para una puerta exterior y la otra para una interior. Las dos habitaciones están comunicadas mediante un tubo acústico, para que quienes tiren de las palancas puedan actuar como uno solo, además de un astuto catalejo por el que se ve el cañón del exterior. ¿Me explico con claridad?
Los enanos asintieron con la cabeza. A Félix le habría encantado que se lo repitiera todo, pero decidió que era mejor no pedírselo.
—No es tan ingenioso como el sistema de las puertas de Karak-Varn —comentó Galin al mismo tiempo que sorbía por la nariz—, pero, de todos modos, es sólido. Un buen sistema.
—Me alegro de que cuente con tu aprobación —contestó Hamnir con tono seco, y volvió a posar los ojos en el plano—. Lo que tenemos que hacer es lo siguiente. Debemos atacar ambas salas de guardia al mismo tiempo, acabar con los guardias que encontremos en ellas y cerrar con llave las puertas que conducen a los matacanes y los torreones, sin alertar al resto de la fortaleza. Cuando esto esté hecho, Thorgig… —Se detuvo y miró al joven enano con una mezcla de tristeza y enojo—. Thorgig se ha ofrecido voluntariamente para ir al primer torreón y tocar el cuerno de batalla que le hará saber a Gorril que estamos en posición.
—Pero…, pero los torreones estarán llenos de orcos —dijo Narin—. Lo matarán.
—Sí —replicó Hamnir, con los ojos bajos—, precisamente. —Se dio un puñetazo en una pierna—. Maldito seas, muchacho. ¿De verdad quieres arrojar tu vida por la ventana? Barbadecuero es un Matador, como lo es Gotrek. Están buscando una muerte noble. Él…
—¿Tenemos que volver a discutir esto? —preguntó Thorgig—. Fui guardia de la Puerta del Cuerno durante diez años. En esa época, tocar el cuerno era mi deber. También lo es ahora.
—Pero…
—Príncipe, por favor —dijo Thorgig—. Ellos no saben cómo tocar el cuerno.
—Eh… —intervino Barbadecuero—, yo… podría intentarlo.
Thorgig le dirigió a Hamnir una feroz y desafiante mirada.
—Ya lo ves. Tengo que hacerlo yo. Ningún otro puede estar seguro de que lo oirán.
Hamnir suspiró.
—Eso parece.
—Así que —intervino Gotrek— Thorgig toca el cuerno, nosotros abrimos las puertas, Gorril entra corriendo con el ejército, y se habrá salvado el día. ¿Es eso?
—Bueno, será un poquitín más difícil que eso —dijo Hamnir.
Félix suspiró. ¿Por qué las cosas nunca eran más fáciles de lo que uno esperaba?
—Continúa —pidió Gotrek.
—Desde la posición de Gorril hasta aquí, hay una larga marcha —explicó Hamnir—. No podemos abrir las puertas hasta que lo veamos entrar en el cañón, porque, si lo hacemos antes, los orcos formarán delante de la puerta y le cerrarán el paso. Tendremos que retener las salas de guardia el tiempo suficiente para impedir que los orcos las recuperen y no nos permitan accionar las palancas. Esto será fácil si el resto de la fortaleza no está alertada, pero lo más probable es que los pieles verdes oigan el cuerno de Thorgig y lleguen corriendo, en cuyo caso…
En las caras de Gotrek y Barbadecuero aparecieron anchas sonrisas.
—En cuyo caso tendremos una bonita pelea entre manos —concluyó Gotrek.
—Sí —asintió Hamnir, que parecía mucho menos emocionado ante esa perspectiva.
Metió la mano en el bolsillo del cinturón y extrajo un llavero, que abrió con una torsión. Sacó cuatro llaves.
—Nos dividiremos en dos grupos. Uno tomará la sala de guardia de la izquierda, y el otro, la de la derecha. Tres de cada grupo se encargarán de matar a los ocupantes, mientras los otros mantienen cerradas las puertas que van a las escaleras de los matacanes, hasta que podamos echarles la llave. —Los miró a todos—. Gotrek, Jaeger, Narin, Karl y Ragar, vosotros tomaréis la sala de la izquierda. ¿Quién se hará cargo de las llaves?
—Yo —dijo Narin.
—¿Y quién mantendrá la puerta cerrada mientras los otros luchan?
—Yo lucharé —dijo Gotrek—, igual que el humano.
—Nosotros queremos luchar —protestó Karl.
—Sí —asintió Ragar—. ¡Que el Matador se encargue de la puerta! ¡Aún está cansado de la excavación!
—¿Quieres ponerme a prueba? —gruñó Gotrek.
—¡Bajad la voz! —intervino Hamnir.
Gotrek miró a Karl y Ragar a los ojos.
—Habrá pelea suficiente para todos nosotros cuando acabe el día. Apuesto a que tendréis más de la que queréis.
Los hermanos lo miraron con enojo, y luego se encogieron de hombros.
Hamnir le dio a Narin dos llaves.
—La de ojo cuadrado es de la puerta que va a los matacanes y los torreones. La de ojo redondo es de la puerta de la sala de palancas.
—Cuadrado, matacán. Redondo, palanca —dijo Narin—. Comprendido. —Se las metió en el bolsillo del cinturón.
Hamnir se volvió hacia los restantes enanos.
—Yo llevaré las llaves de nuestro grupo. Galin y Thorgig mantendrán cerrada la puerta de los matacanes. ¿Entendido?
Los otros asintieron con la cabeza.
—Bien. —Hamnir se puso de pie—. Vamos, ya estamos retrasados. Recordad que debemos retener las dos salas de guardia contra cualquiera que venga, hasta que llegue el ejército de Gorril; no importa lo que cueste. —Avanzó hacia la puerta—. Vámonos.
* * *
Félix siguió a los enanos, que recorrieron con sigilo el pasillo lateral hacia el corredor principal. Tragó en un intento de mantener el estómago en su sitio. Todo el asunto parecía muy noble y épico, aunque no daba la impresión de ofrecer muchas posibilidades de supervivencia, precisamente.
Aunque lograran resistir hasta la llegada del ejército de Gorril, ese momento no sería más que el comienzo de la lucha. Después, les quedaría por vencer toda la fortaleza. Félix veía a Gotrek, solo, en medio de un mar de orcos, con todos los compañeros muertos a su alrededor, incluido Félix. Le resultaba difícil apartar esa visión de la mente.
Cuando se encontraban casi en el corredor principal, se detuvieron porque oyeron pasos y voces que farfullaban; se acercaban desde la puerta de la fortaleza. Se encogieron entre las sombras, en guardia. Un orco enorme, el más grande que Félix hubiese visto jamás, pasó a grandes zancadas mientras le daba órdenes a una estela de tenientes y seguidores goblins; tenía una voz penetrante y sibilante, que estaba completamente reñida con su tamaño, aunque la voz era lo menos extraño que se observaba en él.
Los ojos eran destellantes globos negros, y la piel, pálida y cerúlea, como si se la hubieran untado con sebo. Tenía bultos blancos irregulares en el cráneo y los antebrazos; parecía que bajo la piel le crecieran tumores que intentaran abrirse paso fuera de ella, y no olía como un orco, sino que desprendía un hedor agrio y empalagoso, como leche de una semana. Llevaba puesta la extraña armadura de araña que los enanos les habían visto forjar a los orcos de las minas; negra, lustrosa y recargada de rebordes y púas.
Un collar dorado de curiosa forma se enroscaba, bien ajustado, en torno al grueso cuello desnudo de color verde pálido, y de él pendía una gema negra facetada que destellaba como un tercer ojo. Una mano grande como una calabaza descomunal aferraba una hacha de guerra de extraña forma, más grande que cualquier arma de orco, pero hecha casi con la habilidad de un enano. Lo más inquietante de todo, no obstante, era que, a pesar de la apariencia guerrera, la cara de salvajes colmillos se veía floja e inexpresiva como la de un sonámbulo.
Los enanos se quedaron mirando fijamente a la grotesca aparición, que continuó corredor abajo, y arrugaron la nariz ante el espantoso olor.
—¿Qué demonios es eso? —susurró Ragar.
—Es el jefe, o yo soy un halfling —replicó Arn.
—Pero ¿qué le ha sucedido? —preguntó Karl—. Parecía… Olía… a enfermo.
—Una prueba más de que sucede algo raro —replicó Hamnir en voz muy baja—. Las trampas nuevas en el hangar de Birrisson, la actividad de las minas, el hecho de que tejan, la manera de hablar tan impropia de los orcos, esa extraña armadura con rebordes: nada de eso es propio de los pieles verdes.
Gotrek asintió con la cabeza mientras miraba el hacha. Las runas de la hoja volvían a relumbrar.
—Ya lo creo que sucede algo raro. —Con el ceño fruncido, miró al enorme orco que desaparecía en las profundidades de la fortaleza, y luego se encogió de hombros—. Vamos.
Hamnir asintió. El corredor estaba despejado en dirección a la puerta de la fortaleza.
—Bien —dijo—. Saetas en las ballestas, y a la carrera. No les deis tiempo a reaccionar. Vamos.