DIECISÉIS
Félix parpadeó, confuso. Gotrek continuaba ante él y lo sujetaba por las muñecas, pero, incomprensiblemente, era él quien yacía de espaldas y los enanos quienes lo miraban, ceñudos, desde arriba. A Félix le daba vueltas todo a causa del vértigo.
—Andabas dormido blandiendo una daga por ahí, humano —dijo Gotrek al soltarlo—. Te harás daño.
¿Hacerse daño él? ¡Había hecho más que eso! Había… Félix se sentó; tenía el corazón acelerado y la mente le corría a toda velocidad. Por Sigmar, había asesinado a dos de…
Thorgig y Narin lo miraban con ferocidad desde sus lechos, enfadados y legañosos de sueño. Los otros enanos lo contemplaban con enojo desde las sombras.
—Supongo que no te importará guardarte tus pesadillas para ti solo —dijo Narin con acritud.
—Ya tenemos bastante poco tiempo para dormir —añadió Thorgig, y volvió a tumbarse.
¡Un sueño! El alivio inundó el corazón de Félix. ¡Sólo había sido un sueño!
—Lo siento —murmuró—. Estaba…, estaba luchando, eh…, contra demonios. En el futuro, procuraré hacerlo con menos ruido.
Volvió a echarse mientras Gotrek se marchaba a su lecho. No quería explicarles lo que había estado haciendo realmente en el sueño; no podía explicárselo ni a sí mismo. ¿De dónde habían salido esos pensamientos? Nunca había tenido un sueño tan extraño, ni tan real, en toda su vida. Ciertamente, tenía abundantes razones para estar irritado con los enanos, que eran un hatajo de hoscos carentes de compasión donde los hubiera, tan convencidos de su superioridad sobre los hombres que lo insultaban sin pensarlo cada vez que abrían la boca. Pero ¿tan irritado como para intentar matarlos? No.
Intentó recordar qué había alimentado su enojo, pero el sueño ya estaba desvaneciéndose, perdiendo claridad. Lo único que continuaba claro —completamente nítido—, cuando cerraba los ojos, era la sensación de furia excluyente, y la imagen de la punta de la daga que se clavaba bajo la mandíbula de Thorgig.
Se estremeció y abrió los ojos, luego se sentó y cerró las sujeciones de la espada y la daga para que resultara difícil desenvainarlas. A pesar de esa precaución, no le resultó fácil volver a conciliar el sueño, debido al miedo que le daba lo que pudiera hacer.
* * *
La siguiente vez que despertó, con la mente turbia y el corazón pesaroso debido a sueños que no recordaba, Karl estaba concluyendo su segundo turno de dos horas en el frente de arranque, tras haber sido precedido por Arn y Ragar. Entre los tres, habían excavado más de un paso mientras Félix dormía, y entonces los enanos discutían sobre quién debía relevarlo.
—No vamos lo bastante de prisa —estaba diciendo Hamnir—. Estamos a media tarde del séptimo día. El ejército de Gorril habrá salido de Rodenheim hace dos horas y, si todo ha ido según lo planeado, se hallarán casi a medio camino de aquí. Dentro de tres horas, estarán esperando en la posición de avance a que suene el cuerno de guerra, y si el cálculo de Galin es correcto, aún nos queda por excavar alrededor de paso y medio de roca. Son seis horas más de trabajo.
—Dejadme cavar otra vez a mí —dijo Gotrek—. Soy el más rápido.
—Ni siquiera tú irás lo bastante rápido —le aseguró Galin, y suspiró—. Ya sabía que era imposible cuando empezamos, pero…
—Aunque lograras atravesar la pared a tiempo —le dijo Hamnir a Gotrek—, te necesitaremos en condiciones de luchar cuando lleguemos al otro lado, y no agotado de cansancio.
—Entrar en la bóveda es más importante —insistió el Matador—. Yo lo lograré.
Cogió dos picos y entró en el túnel. El nítido ruido del acero contra la piedra comenzó de inmediato, a una velocidad inaudita. Gotrek estaba superando incluso su anterior ritmo de trabajo.
Narin sacudió la cabeza.
—No podrá mantenerlo. Es imposible.
Hamnir rió entre dientes.
—Lo mantendrá sólo para mortificarte por haber dicho eso.
* * *
No quedaba nada que hacer salvo esperar, mientras el incesante martilleo de ametralladora de los picos de Gotrek les aporreaba los oídos. Y esperar era algo que los enanos, a despecho de toda su palabrería acerca de la paciencia, no hacían muy bien. Tal vez la extraña atmósfera opresiva que enturbiaba la mente de Félix también estaba afectando al temperamento de los enanos. Se mostraban irritables y de malhumor, y alternativamente se dejaban caer contra las paredes del corredor o se movían de aquí para allá, inquietos. Narin y Galin se paseaban, taciturnos, arriba y abajo por el pasillo, y se gruñían el uno al otro cuando sus hombros topaban. Barbadecuero intentó dormir, pero no dejó de dar vueltas. Incluso los hermanos Rassmusson discutían entre sí, y se peleaban por el reparto del último trozo de pan sin leudar.
Luego, apenas pasada una hora, Galin se puso en pie de un salto, con los ojos desorbitados.
—¿Lo habéis oído? —gritó al mismo tiempo que señalaba hacia el túnel.
Los otros alzaron hacia él miradas apáticas.
—¿Si hemos oído qué? —preguntó Hamnir.
—El sonido a hueco —replicó Galin, emocionado—. Los picos del Matador suenan a hueco cuando golpean la roca. Estamos cerca, muy cerca. Quedará medio paso. —Entró en el túnel.
Hamnir se puso en pie de un salto y lo siguió. Félix y los enanos se apiñaron en torno a la entrada.
Galin estaba midiendo la distancia que Gotrek había excavado en la última hora.
—Un poco más de dos palmos —murmuró mientras se rascaba la cabeza.
—Dijiste que quedaba casi dos pasos.
—Eh…, parece que me equivoqué por exceso de prudencia —replicó Galin.
—Fuera —dijo Gotrek—. Dejadme espacio.
Los enanos retrocedieron. El sudor corría por el cuerpo del Matador. Su único ojo estaba vidrioso y parecía ciego, y comenzaba a fallarle el perfecto control que normalmente tenía de sus movimientos. Los golpes eran desmedidos y él se balanceaba sobre los pies, pero continuaba al mismo ritmo. Daba la impresión de que si se detenía, caería, así que no se atrevía a parar.
—Si continúa a esa velocidad —dijo Galin—, lo conseguirá en una hora.
—¡Excelente noticia! —dijo Hamnir—. Dispondremos de media hora para atravesar la fortaleza y llegar a la puerta. Apenas es tiempo suficiente, pero es mejor que llegar con cuatro horas de retraso.
Después de eso, la espera se hizo aún más difícil, porque lo enanos no podían relajarse al saber que la meta estaba tan cerca. Se paseaban de un lado a otro y se mostraban nerviosos; desenvainaban y envainaban las armas una y otra vez. Se maldecían unos a otros por impacientes, y maldecían a Gotrek por ser demasiado lento.
* * *
Transcurrido poco más de una hora, se oyó un golpe sordo y un gruñido de satisfacción.
—La he agujereado —gritó Gotrek desde el fondo del agujero.
Los enanos entraron precipitadamente en el túnel mientras se reanudaban los golpes de pico de Gotrek. En mitad del frente de arranque había un agujero negro del tamaño de un puño, y Gotrek lo ensanchaba con cada golpe de pico. Los enanos aclamaron, y nada que pudiera decir Gotrek logró mantenerlos fuera del túnel, donde miraban por encima de los hombros del Matador.
Poco más tarde, el agujero era más ancho que una cabeza, y a través de él vieron cosas que brillaban en la oscuridad. Galin avanzó un paso.
—Espera. El hombre puede pasar por ahí. Déjalo entrar y que trabaje desde el otro lado.
Gotrek asintió con la cabeza y retrocedió. Galin le hizo un gesto a Félix, y alzó un farol. Félix se inclinó para asomarse a través del agujero, y miró a su alrededor. Un amontonamiento de tesoros de oro, visibles a medias, le hizo guiños a la luz de la oscilante llama. La bóveda era un pozo cuadrado, de unos cuatro pasos de lado, que ascendía hacia la oscuridad de lo alto como si fuera el fondo de una cisterna. Con ayuda de Galin y Hamnir, Félix metió las piernas por el agujero y descendió, hasta que sus pies tocaron el suelo. Luego, cogió el farol y el pico que Hamnir le pasó a través del agujero y se puso a trabajar.
Con cada golpe, aumentaba su respeto por la fuerza y la resistencia de los enanos. Ya estaba cansado a los diez minutos, y ellos habían estado trabajando durante horas. Pero incluso la inexperta labor de Félix aceleró el trabajo y, al fin, transcurridos otros quince minutos, el agujero ya era lo bastante amplio como para que pasaran por él los enanos. Lanzaron una aclamación, y entraron uno a uno en la bóveda, donde Félix los ayudaba para llegar al suelo.
Gotrek fue el último en entrar, y se sentó, cansado, sobre un barril cubierto por un tapiz, para enjugarse la frente, con la vista perdida hacia adelante. Félix no sabía si alguna vez había visto al Matador tan agotado. Los enormes brazos le temblaban de fatiga.
Los otros enanos alzaron los faroles y miraron, maravillados, los tesoros que los rodeaban dentro de la bóveda toscamente tallada. Sobre soportes de madera, estaban expuestas hermosas armaduras de oro y gromril, con yelmos astados encima, colocados de tal modo que les conferían el aspecto de fantasmales guerreros enanos que guardaran la bóveda. Había, apilados, barriletes de oro y plata, con intrincados adornos, casi tan valiosos como los tesoros que contenían. Sobre un santuario de mármol negro, había un cáliz de oro y piedra pulimentada. De una pared colgaba una gran maza, cuya cabeza de oro tenía runas labradas en todas las caras. Un antiguo estandarte de batalla de color verde, con el cuerno de guerra de Karak-Hirn bordado con hilo de oro, se apoyaba contra un jarrón de Catai, cuya altura doblaba la de un enano. En los rincones había libros apilados, y dentro de tubos de oro y plata había mapas de vitela.
Pero lo que atrajo a los enanos como la miel atrae a las moscas fue una caja de plata, forrada de terciopelo, que se encontraba abierta sobre una mesa, y cuyo contenido brillaba con resplandor naranja rojizo a la luz de los faroles.
—Oro de sangre —susurró Narin, y se lamió los labios.
—Mirad cómo brilla —murmuró Galin.
—Nunca vi tanto junto —dijo Karl.
A Félix no le parecía que fuera gran cosa. Dentro de la caja había sólo veinte lingotes, y parecían pesar más o menos la mitad de los normales, pero tenían un efecto hipnótico sobre los enanos, que no podían apartar los ojos de ellos.
—Hermoso —dijo Barbadecuero—. Vale la pena matar por él.
—Sí —convino Arn—. Rojo como la sangre.
—¡Subamos por la escalera! —intervino Hamnir al mismo tiempo que cerraba la caja—. No deberíais estar mirando ninguna de estas cosas. Disponemos de menos de media hora. Gorril ya está en posición.
Los enanos parpadearon y volvieron de mala gana a la realidad. Félix miró hacia lo alto del oscuro pozo. Una escalera tosca subía en espiral por el interior de un canal del ancho de un enano, tallado diagonalmente en las paredes como la rosca de un tornillo. Más ascensos. Maravilloso.
Cuando los otros avanzaron hacia la escalera, Gotrek se levantó con ayuda del hacha y los siguió con pesados pasos. De su piel continuaba manando sudor.
Hamnir hizo una pausa y miró el agujero de la pared con profunda infelicidad.
—Dejar una puerta desprotegida de entrada a la bóveda de mi padre… Tal vez podríamos bloquearla… —Maldijo, y se obligó a subir por la escalera, detrás de los otros—. No hay tiempo.
* * *
Félix siguió a los enanos, y al subir se apretó todo lo que pudo contra la pared del estrecho canal. Los escalones están bien tallados y eran rectos, como cabía esperar de cualquier obra de enanos, pero no había barandilla, y cuando hubieron ascendido ocho, y luego diez tramos de escalera, Félix comenzó a sentir que las rodillas se le aflojaban y que se le revolvía el estómago. Allí no había ni cuerdas ni pitones, y los enanos se habrían reído despiadadamente de él si se hubiera puesto a subir a gatas o hubiese pedido una cuerda «precisamente en una escalera»; así que se guardó el terror para sí.
Siete vueltas completas más tarde, la escalera acabó en un pequeño descansillo sin puerta aparente, donde sólo había una plana columna de mármol encajada como una incongruencia en una vasta pared. Junto a ella, a la altura de un enano, había una palanca, y algo que parecía una lente de catalejo. Hamnir avanzó hasta la lente y miró por ella. Quedó petrificado, y retrocedió mientras se ponía pálido primero, y luego, rojo de furia.
—Hay pieles verdes en las dependencias de mi padre. Lo han profanado… todo.
—¿Podemos pasar por la puerta sin que nos vean? —preguntó Narin.
Hamnir asintió con la cabeza.
—No están en el dormitorio, pero los he visto moverse por la sala de recepción que hay más allá. —Posó una mano sobre la palanca—. Thorgig, cuando abra aquí, escabúllete hasta la puerta del otro lado del dormitorio y mira a ver cuántos hay. Tendremos que matarlos en silencio.
Thorgig tensó y cargó la ballesta.
—Preparado —dijo.
Los otros desenvainaron dagas y hachas de mano.
Hamnir tiró de la palanca y la gruesa columna se hundió, rotando, en el suelo sin el más leve sonido, para dejar a la vista un dormitorio oscuro que olía como un montón de basura apilado en un estercolero. Los enanos hicieron muecas y se atragantaron. Las pilas de comida putrefacta, muebles destrozados, armas rotas, cadáveres de garrapatos, vajilla hecha añicos y toneles de cerveza vacíos se amontonaban hasta la altura de la cintura —hasta los hombros, en el caso de los enanos— en torno a ellos. La gran cama con baldaquín del rey Alrik estaba enterraba bajo tantos desperdicios que sólo sobresalían los cuatro postes. El resto de los muebles estaban hechos pedazos.
Los enanos temblaron de furia al ver el destrozo.
—¡Salvajes verdes! —murmuró Galin.
—Pagarán por esto —prometió Thorgig.
—Silencio —dijo Hamnir, y le hizo un gesto para que entrara en el dormitorio.
Thorgig avanzó por entre los montones de basura tan silenciosamente como pudo. De la otra habitación llegaban sonidos de actividad, palmetazos, golpes y succiones que Félix no pudo identificar. ¿Y de dónde salía el hedor a excrementos?
Thorgig se deslizó hasta un lado de la puerta de la sala de recepción y se asomó al interior. Félix vio que se le desorbitaban los ojos ante lo que veía. Se retiró y regresó junto a Hamnir.
—¡Lo han convertido en una curtiduría! —susurró.
—¿Una…, una qué? —preguntó Hamnir.
—¡Una curtiduría! —Thorgig se atragantó, indignado—. Hay una gran tinaja de…, de deposiciones líquidas donde antes estaba la mesa del rey Alrik. Los goblins remojan las pieles, y las golpean y las cosen entre sí por toda la habitación.
—¿Cuántos goblins? —preguntó Gotrek.
Thorgig frunció el entrecejo.
—Eh…, seis, y dos orcos que están acuclillados sobre la tinaja, con otro detrás, que espera turno.
—¿Está cerrada la puerta que da al corredor? —preguntó Hamnir.
—Sí, pero no con llave.
Hamnir pensó.
—Esperaremos hasta que se hayan marchado los orcos, y entonces mataremos a los goblins tan silenciosamente como nos sea posible. —Miró a los demás—. Aseguraos de que los matáis a todos al mismo tiempo, ¿entendido?
Asintieron.
Hamnir se volvió a mirar a Gotrek.
—Tú no participas en esto —dijo.
—Intenta impedírmelo —dijo Gotrek, que aún brillaba de sudor y respiraba trabajosamente.
—Te lo estoy ordenando —aclaró Hamnir—. Resérvate para la Puerta del Cuerno.
Gotrek refunfuñó, pero asintió con la cabeza.
Los enanos entraron en el dormitorio y comenzaron a avanzar sigilosamente alrededor de los montones de basura. Gotrek y Félix iban detrás. Cuando todos atravesaron la puerta, Hamnir se volvió hacia un reborde decorativo en relieve que había junto a la columna y pulsó un detalle de filigrana. La gruesa columna volvió a ascender tan silenciosamente como había bajado. Pareció que nunca se había movido.
Los enanos atravesaron la habitación y se apostaron en las periferias del recuadro de luz que entraba por la puerta de la sala de recepción. La escena era como Thorgig la había descrito. En el centro había una gran tinaja de madera, llena de porquería de orco semilíquida. Un tramo de escalones de madera ascendía hasta un banco de letrina con dos agujeros, situado por encima de la tinaja. Un orco estaba subiéndose los calzones y bajaba la corta escalera.
Junto al borde, había un goblin que removía la repulsiva sopa con una paleta de madera, y hundía en ella los pellejos sin curtir. A un lado de la tinaja se veían marcos de secado, sobre los que estaban extendiendo los pellejos tratados, algunos de los cuales tenían tatuajes de enano. Los goblins golpeaban las pieles con mazos de madera sobre bloques cuadrados de piedra. Otro las cortaba con un cuchillo en forma de gancho. Dos estaban sentados, con las piernas cruzadas, sobre regios muebles de enanos, y cosían las pieles cortadas para confeccionar lo que parecía una coraza de cuero. La habitación era una inmundicia, sembrada de jamones medio comidos y negra de porquería.
Hamnir tembló.
—Esto es una parodia —dijo con voz susurrante—. Mi padre… —dio un respingo y calló.
El orco salió por la puerta al corredor. Los goblins no alzaron la mirada del trabajo. Estaban tan concentrados y con los ojos tan fijos como contables ante los libros mayores.
Hamnir levantó una mano. Los otros aferraron las armas, preparados. Bajó la mano. Los enanos entraron a la carga por la puerta. Félix los siguió. Sólo Gotrek se quedó atrás.
Cuatro goblins murieron al instante, antes de emitir sonido alguno. El del cuchillo en forma de gancho chilló cuando Barbadecuero corrió hacia él y se escabulló al interior de lo que en otros tiempos podría haber sido un comedor. Barbadecuero se lanzó a la carga tras él. Félix le lanzó un tajo al goblin de la paleta de madera, pero la criatura se escondió detrás de la tinaja. Aparte del primer chillido de sorpresa, los últimos dos goblins no emitieron ningún otro sonido. Se mostraban tan inexpresivos y carentes de emociones como todos los otros pieles verdes que habían encontrado.
—¡Matadlos! —siseó Hamnir.
Narin y Galin acometieron al goblin de la paleta, pero se agachó al pasar entre ambos, y los enanos estuvieron a punto de decapitarse el uno al otro. Karl, Ragar y Arn corrieron tras él cuando se agazapó detrás de los marcos de secado. Ragar resbaló sobre una piel mojada y cayó sentado. Los marcos fueron a parar al suelo, con estruendo. Del comedor les llegó un golpe hueco.
—¡Por la madre de Grimnir! —espetó Hamnir—. ¡Silencio!
El goblin de la paleta salió de entre el lío de marcos, trepó hasta el borde de la tinaja y saltó hacia la araña de luces que colgaba en lo alto, al mismo tiempo que agitaba su absurda arma hacia los enanos que intentaban cogerlo.
—Lo tengo —dijo Félix, y subió corriendo por los escalones de madera, blandiendo la espada.
El goblin esquivó la hoja del arma y golpeó a Félix en un hombro con la paleta. Jaeger perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer dentro de la tinaja, pero luego lo recuperó, con el corazón acelerado. Caer allí habría sido la el broche de oro de su colección de indignidades.
Una saeta de ballesta apareció en el pecho del goblin, que chilló y cayó con medio cuerpo fuera y medio cuerpo dentro de la tinaja, y empapó las piernas de Félix con una lluvia de líquido inmundo, mientras la araña de luces se mecía violentamente como un péndulo.
—¡Pequeño villano! —gritó Félix.
Le asestó un tajo descendente a la criatura, que agitaba brazos y piernas sobre el borde de la tinaja. Le cortó la cabeza, y el cuerpo cayó al suelo debido a la fuerza del golpe. La cabeza flotó por un momento en la tinaja como una manzana podrida, y luego se hundió.
—¡Chsss! —chistó Galin, que se encontraba ante la puerta del corredor—. Viene alguien. Parece que es una patrulla.
Los enanos se quedaron inmóviles, todos menos Barbadecuero, que aún perseguía al goblin en torno a la mesa del comedor. El sonido de pies en marcha llegó con claridad a través de la puerta.
—¡Thorgig, ayúdalo! —susurró Hamnir—. Karl, Ragar, Ara, ocultad los cuerpos y luego escondeos. Galin, Narin, cubrid las manchas de sangre. Jaeger…
El último goblin salió corriendo del comedor en el momento en que los enanos se apresuraban a obedecer las órdenes de Hamnir. Barbadecuero se lanzó tras el raquítico fugitivo y lo aplastó contra el suelo con el hacha.
—¡Sácalo de aquí! —siseó Hamnir al mismo tiempo que agitaba una mano—. Vienen más.
Los pasos se detuvieron al otro lado de la puerta. Barbadecuero arrastró al goblin de vuelta al comedor, mientras los hermanos Rassmusson le lanzaban los demás a Gotrek, que los apilaba al otro lado de la puerta del dormitorio. Narin y Galin echaron pieles sueltas sobre las varias manchas de sangre que había en el suelo. Félix bajó de un salto de los escalones de madera y corrió hacia la puerta del dormitorio, pero Hamnir asomó la cabeza fuera de un nicho de la pared y señaló hacia arriba.
—¡Jaeger! ¡La araña de luces!
Félix se volvió. La condenada continuaba balanceándose. Maldijo y volvió a subir a saltos los escalones de la tinaja. Los enanos estaban desapareciendo a través de puertas y escondiéndose detrás de muebles. Félix extendió los brazos y detuvo la araña de luces. El tirador de la puerta del corredor estaba girando. Maldijo. No tenía tiempo de llegar a ninguna de las puertas. Estaba atrapado en terreno abierto.