QUICE

QUICE

El grupo llegó a la entrada subterránea de las minas de Karak-Hirn, donde los enanos le aseguraron a Félix que era el segundo día que pasaban en el camino profundo. Félix había perdido completamente la noción del tiempo. Le parecía que hacía un mes que no veía el sol, y comenzaba a preguntarse si el mundo de arriba sería tan sólo un sueño que había tenido una vez. Había enanos que pasaban la mayor parte de la vida sin ver el sol. Le daban escalofríos con sólo pensarlo.

Los compañeros amortiguaron los faroles y avanzaron cautelosamente hacia la entrada. No pensaban volver a subestimar a los orcos. Sobre los raíles, cerca de la entrada, había un titánico tren de vagonetas construidas a escala del Undgrin, y avanzaron sigilosamente a lo largo de él para mantenerse a cubierto. Al final del tren, se agacharon y miraron por debajo de la última vagoneta. De acuerdo con el resto del Undgrin, la abertura que conducía a Karak-Hirn era inmensa: una arcada de la altura de un edificio de tres pisos, tan ancha que las ocho vías paralelas que salían por ella y se curvaban a derecha e izquierda para unirse a las vías del Undgrin pasaban con espacio de sobra. Gigantescas estatuas de enanos hacían guardia a ambos lados, con las gruesas manos de piedra posadas sobre hachas de batalla de siete metros de altura.

Una pequeña bola de luz se balanceaba lentamente entre los centinelas de piedra; una patrulla de seis orcos marchaban arriba y abajo ante la puerta, con antorchas.

Hamnir miraba más allá de ellos. Al otro lado de la puerta, una ancha rampa ascendía hacia el interior de la mina, y las ocho vías subían por ella. La parte superior de la rampa estaba iluminada por el oscilante resplandor anaranjado del fuego, y a los oídos de los enanos llegaba, débilmente, ruido de rugidos y precipitación.

—Parece que ocupan la fundición inferior —dijo el príncipe—. Estos seis nos permitirán pasar con bastante facilidad, pero si la fundición está bien iluminada…

—No hay necesidad de eso, príncipe —intervino Arn.

—Es verdad —dijo Ragar—. Hay una escalera justo al otro lado de la puerta, a la izquierda, que va directamente hasta la sala de guardia del octavo nivel.

—Es para que los muchachos de la puerta no tengan que dar todo el rodeo hasta el pozo principal cuando acaban el turno.

—Excelente —dijo Hamnir—. Entonces, iremos por allí. La vieja mina agotada está sólo cinco niveles por encima.

Los enanos esperaron hasta que la patrulla de orcos se aproximó al margen derecho de la enorme puerta, y luego salieron de puntillas de detrás del tren y corrieron silenciosamente a ocultarse en la sombra de la estatua de la izquierda. Aguardaron mientras la patrulla marchaba lentamente de vuelta hacia ellos, giraba y volvía a alejarse. Félix y los demás repararon en el extraño comportamiento de los orcos: la inexpresividad y el silencio, puntuados por breves estallidos de gritos que cesaban casi en el momento de comenzar. A Félix le recordaban perros de pelea a los que picaran las pulgas.

Cuando los orcos llegaron al otro lado de la puerta, Hamnir les dio a los demás la señal de avance. Se escabulleron rodeando la estatua y a través de la arcada. Los hermanos Rassmusson señalaron una pequeña abertura negra que había en la pared de la izquierda. Los enanos entraron, uno tras otro, y comenzaron a ascender por la escalera que había dentro; luego, cuando todos estuvieron en el interior, esperaron por si oían dar la alarma. Todo permaneció en silencio.

—Bien hecho —susurró Hamnir—. Allá vamos, hacia el extremo este del tercer nivel.

Los enanos, sigilosos y atentos a cualquier sonido, ascendieron por la escalera, donde reinaba una oscuridad absoluta. Félix no oía nada salvo la respiración del grupo y sus pasos, pero unos pocos escalones más arriba, comenzó a reparar en una débil luz roja que viajaba con ellos.

—Gotrek —dijo—. Tu hacha.

El Matador alzó el arma para mirarla. Las runas de la hoja relumbraban suavemente. Frunció el entrecejo.

—Nunca antes había brillado con los pieles verdes —gruñó—. Con los trolls, los demonios, la brujería, sí; no con los pieles verdes.

Hamnir frunció el ceño.

—¿Podrían ser los Poderes Oscuros los que estuvieran detrás de todo esto? Ahora, son fuertes en el norte.

Gotrek se encogió de hombros.

—Cualquier cosa que sea la mataremos cuando lleguemos hasta ella.

Pero el resplandor de las runas se amorteció a medida que ascendían, y cuando por fin llegaron al octavo nivel, ya se había apagado.

* * *

Una luz anaranjada brillaba a través de los barrotes de la puerta de lo alto. Gotrek subió a gatas para investigar, mientras los otros esperaban en las sombras, con las armas preparadas. Se pegó a la pared, se asomó a la abertura y luego probó la puerta. Estaba cerrada con llave. Maldijo para sí, y aferró los barrotes, de los que tiró con fuerza inexorable.

—¡Gotrek, déjalo! —susurró Hamnir al mismo tiempo que alzaba la vista y sacaba una llave de plata del bolsillo del cinturón—. Te recuerdo que soy un príncipe de la fortaleza. Tengo una llave maestra.

Gotrek gruñó y retrocedió para permitir que Hamnir abriera la puerta, mientras Félix y los enanos ascendían tras él. La sala de guardia continuaba siendo una sala de guardia. Por todas partes, había armas de orcos y trozos de armaduras toscas, y sobre la mesa vieron los restos rancios de una comida de orcos. La luz de los faroles de los enanos danzó sobre las paredes.

—Bestias asquerosas —dijo Thorgig—, profanando nuestro hogar.

—Tranquilo, muchacho —lo calmó Hamnir.

Gotrek atravesó la sala y se asomó al corredor.

—Todo despejado.

Hamnir condujo el grupo al pasillo, y recorrieron sigilosamente los corredores y salas de la vasta mina. Los ruidos de ocupación de los orcos resonaban por todas partes: pesados pies que marchaban, el rugido de los hornos, el golpeteo de martillos y picos. Los enanos se sintieron horrorizados ante esos sonidos, y al llegar a una galería que dominaba una profunda excavación rodeada de andamios, sobre los que centenares de orcos y goblins picaban las paredes en triste silencio, se los quedaron mirando fijamente, desgarrados entre el asombro y la furia.

—Esto es una locura —declaró Narin—. Los orcos no explotan minas. No funden.

—Es cierto —convino Galin—; las inquietas bestias no han dedicado ni un solo día al trabajo honrado en toda su historia. El hierro que tienen se lo roban a los enanos.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Yo temía que fuéramos a encontrar enanos engrilletados bajo el látigo de capataces orcos, pero esto es…

—Grotesco, eso es lo que es —dijo Barbadecuero, asombrado.

—Está fuera de lugar —añadió Thorgig—. Todo lo que está sucediendo es antinatural.

—Y pensar que he vivido para ver orcos paseándose por nuestra mina como por su propia casa… —dijo Karl.

—Sí —asintió Ragar—. Un día negro.

—Los haremos pedazos, hermanos —les prometió Arn—. No os preocupéis. Cuando hayamos abierto la puerta principal, lo pondremos todo en su sitio.

Continuaron adelante, evitaron a las lentas patrullas de orcos que iban hacia ellos y se mantuvieron fuera de la vista de los grupos de trabajo de los orcos, que cavaban y arrancaban mineral y roca en todos los niveles. Los enanos estaban sumidos en un sombrío silencio a causa del extraño comportamiento de los orcos y su mera presencia en las ancestrales minas.

También a Félix se le había contagiado el humor sombrío. Desde que habían entrado en la mina, se había apoderado de él una sensación de pavor y desesperación que parecía aumentar a cada paso. Se sentía como si el corazón le bombeara agua helada en las venas. No podía determinar el origen de esa ansiedad. La infiltración por parte del grupo había ido bien hasta el momento. La misión no era entonces más peligrosa que al principio, y sin embargo, apenas podía evitar los sollozos. Tenía la sensación de que estaban condenados al fracaso; de que había caído sobre ellos una predestinación antigua que no habría modo de evitar. No tenían la más leve esperanza de éxito. Debería renunciar y simplemente correr hacia la primera patrulla de orcos que viera, y acabar con todo.

Se obligó a controlarse. ¿Qué estaba pensando? Nunca antes había sentido propensión a desear la muerte. Esa era la carga de Gotrek, no la suya. ¿Qué le sucedía? ¿Acaso se le estaba contagiando la inquietud de los enanos por el extraño comportamiento de los orcos? ¿Era porque había relumbrado el hacha de Gotrek? Se obligó a apartar de sí la sensación y a calmarse. Lo último que le faltaba era que los enanos se rieran de él por asustarse de las sombras. Ya había abundancia de peligros tangibles por los que preocuparse.

* * *

En el cuarto nivel, tuvieron que escalar por un respiradero para ascender más arriba de una zona atestada de cuadrillas de trabajo de orcos. A través de las rejillas de ventilación que había a lo largo del respiradero, les llegaba un resplandor rojizo desde las salas del otro lado, que teñía los rostros de los enanos de un rojo macabro. Los enanos espiaban a través de las rejillas y maldecían. Uno miró al interior de un grandioso taller de forja dentro del cual rugían un centenar de fuelles y cien yunques resonaban bajo los martillos de los herreros orcos.

—¡Están usando nuestros martillos! ¡Nuestros yunques sagrados! —dijo Thorgig, cuya voz aumentaba de volumen—. Tenemos que matarlos. No puede permitirse que ellos…

—Tranquilo —dijo Hamnir, pero también él estaba temblando y apenas era capaz de apartar los ojos del espectáculo del otro lado de la rejilla.

Galin sacudió la cabeza al mirar al interior.

—Hachas, lanzas, armaduras, y de una calidad pasable, además. Nunca había visto orcos trabajando de ese modo.

—¿Y qué diseños son ésos? —preguntó Narin—. Nunca he visto nada semejante. Parecen partes de una araña.

Cuando Gotrek miró al interior de la forja, la luz roja destelló en su único ojo.

—¿Para qué los hacen? Ésa es la pregunta. Da la impresión de que están preparándose para hacerle la guerra el mundo entero.

Los enanos lo miraron con ojos desorbitados.

—¡Por la barba de Grimnir! —dijo Thorgig—, ¿qué pretenden hacer? ¿Acaso Karak-Hirn es la primera de las muchas fortalezas que tienen intención de tomar?

—No —replicó Hamnir, ceñudo—, es la última.

—Es la tumba de todos ellos —añadió Gotrek.

Félix se estremeció cuando repentinamente la sensación de pavor se hizo más fuerte. Se libró de ella con dificultad.

* * *

Los enanos continuaron subiendo por el respiradero para salir a una sala oscura del tercer nivel. Hamnir los condujo hacia el este a través de un laberinto de salas de clasificación y fundición, forjas y almacenes de material. Cuanto más se alejaban del respiradero principal, menos patrullas de orcos encontraban, hasta que, al cabo de poco rato, parecieron quedarse a solas. Estaban en una sección antigua de la mina, excavada cuando la fortaleza era joven; había sido convertida hacía mucho en salas de almacenaje y talleres, pero entonces los orcos las habían saqueado para abandonarlas después.

Al fin, Hamnir se detuvo ante una gran puerta de piedra que había en un corredor polvoriento y en desuso.

—La puerta que da a la mina agotada —dijo.

Ante ella, en el polvo del suelo, había huellas de orcos.

Gotrek acercó la antorcha al ojo de la cerradura y lo examinó.

—La han abierto recientemente —dijo—, con una llave.

Hamnir gimió. Sacó una llave del llavero y la insertó en la cerradura. Los enanos prepararon las armas. La llave giró con facilidad, y Hamnir abrió la puerta. Los enanos se asomaron al interior. Las pisadas de orcos se alejaban hacia la oscuridad de un viejo túnel, más pequeño y más toscamente excavado que los del resto de la mina.

—¿Es que lo han encontrado todo? —preguntó Hamnir, colérico.

Los enanos entraron, y Hamnir le echó la llave a la puerta detrás de ellos. Avanzaron con sigilo por la vieja mina, mirando con ferocidad hacia las sombras, mientras seguían el rastro dejado por los orcos. Sin embargo, no pasó mucho rato antes de que las huellas acabaran y volvieran sobre sí mismas, y los enanos no encontraron ninguna otra más adelante.

Hamnir suspiró de alivio.

—Parece que decidieron que no había nada que llevarse. Bien. Ahora, por aquí.

Con una infalible certeza de enano que le permitía determinar su posición bajo tierra, los condujo con rapidez a través de un laberinto de corredores entrecruzados, hasta detenerse ante una sección de pared indistinguible de cualquier otra de la mina agotada.

—Aquí —declaró—. La bóveda de mi padre está a tres pasos detrás de esta pared.

Galin avanzó y dio golpecitos en la pared con los nudillos.

—¿Puedo hacer un sondeo, príncipe?

—Desde luego que sí —replicó Hamnir.

Galin se volvió hacia Narin, que llevaba un martillo de guerra.

—¿Quieres golpear la pared, Pielférrea?

Narin asintió y preparó el arma.

—En cuanto lo ordenes.

Galin se quitó el casco y pegó un oído a la pared.

—Golpea.

Narin golpeó, y el martillo rebotó.

Galin escuchó atentamente la roca, y luego avanzó unos pocos pasos, pasillo abajo, y volvió a pegar el oído a la pared.

—Una vez más.

Narin golpeó de nuevo, y Galin se concentró. Cuando el eco se apagó, el ingeniero frunció el ceño y regresó junto a los otros, mientras se acariciaba la barba y negaba con la cabeza.

—Me temo que has calculado mal, príncipe. Aquí hay una cavidad, en efecto, pero se halla a una distancia que ronda más bien los seis pasos.

Hamnir gimió.

—¿Seis? ¿Podemos atravesar a tiempo ese espesor? —preguntó, y se mordió el labio inferior.

Galin pasó una mano por la áspera pared.

—¡Hummm!, es arenisca, pero hay un plegamiento de gneis que la recorre en diagonal, y tendremos que atravesarlo; es muy denso. —Se encogió de hombros—. Un minero experimentado debería poder cavar en la arenisca un agujero de dos palmos de profundidad, tan alto y ancho como él, en una hora y media, si trabaja al máximo rendimiento, pero no puede continuar durante más de tres horas seguidas sin perder velocidad de modo considerable.

Miró a los enanos.

»Yo he excavado bastante, y sé que estos muchachos también lo han hecho —dijo al mismo tiempo que asentía con la cabeza hacia los hermanos Rassmusson—, pero puede ser que los demás no hayan cogido un pico en un siglo, más o menos. Si sólo trabajamos nosotros cuatro, por turno… —Hizo una pausa para calcular mentalmente—. Treinta horas, probablemente más, si tenemos en cuenta la fatiga.

—Yo sé cavar —dijo Gotrek.

—Y yo —intervino Barbadecuero—. Fue como minero que luché contra los skavens.

—Aún así, serán treinta horas —dijo Galin—. Aunque si contamos con seis excavadores, estaremos menos cansados cuando acabemos.

—Tenemos que hacerlo más de prisa —dijo Hamnir con el entrecejo fruncido—. Estamos en la noche del sexto día, y le dijimos a Gorril que abriríamos la Puerta del Cuerno mañana, a la puesta del sol. No podemos tardar más de veinte horas. El ejército no puede esperar durante diez horas. Los pieles verdes los harán pedazos como hicieron antes.

—Gorril esperará, príncipe —intervino Thorgig—. Nunca abandonaría tu causa.

—Lo sé —replicó Hamnir—. Lo sé.

—Entonces, deja de hablar —dijo Gotrek—, y comencemos a cavar.

Los hermanos Rassmusson asintieron con la cabeza, se quitaron la mochila y la armadura, cogieron los picos y, sin más preámbulo, acometieron la pared con ritmo experto. El ruido era ensordecedor. Los trozos de piedra caliza comenzaron a cubrir el suelo.

—Al principio se excavará con mayor rapidez —le explicó Galin a Hamnir—, mientras sean tres los que puedan trabajar al mismo tiempo, pero cuando el agujero sea más profundo, sólo un enano podrá llegar al frente de arranque.

Hamnir asintió con la cabeza, y se volvió hacia Thorgig para darle el aro de las llaves.

—Primo, ve hasta la puerta, y mira si desde allí puede oírse el ruido de la excavación. —Luego, miró a Félix—. Acompáñalo, herr Jaeger. Si no puede oírsenos, entrad en la mina. Vamos a necesitar una carretilla y cerveza, o agua potable, tanta como podáis transportar.

—Y comida —dijo Galin—. Excavar da hambre, y ya casi nos hemos comido todo lo que trajimos.

—Nada de comida —lo contradijo Hamnir, ceñudo—. Al menos, nada de carne. La que comen los pieles verdes podría ser de enano.

* * *

Félix y el joven enano se marcharon, mientras los demás comenzaban a plantar el campamento en torno al frente de arranque; extendieron las mantas y clavaron puntas en la pared para colgar los faroles.

Cuando llegaron a la puerta y la cerraron tras ellos, se quedaron quietos y prestaron atención para ver si oían el impacto de los picos sobre la roca.

Thorgig maldijo en voz baja.

—Es débil pero claro. Mala cosa.

—Yo no oigo nada —dijo Félix.

Thorgig se alegró.

—Es porque eres humano. Bien. La agudeza auditiva de los orcos es tan inferior como la humana, así que tal vez estemos a salvo.

Félix gruñó, fastidiado una vez más por el despreocupado insulto.

Thorgig alzó la mirada, sonrojado.

—Te pido disculpas, herr Jaeger. Sé que no te gusta oír hablar de los defectos humanos. Le salvaste la vida a Kagrin, y me la salvaste a mí. Te debo un mayor respeto. Evitaré hablar de esas cosas en tu presencia.

Félix se tensó y se tragó el impulso de espetarle a Thorgig algunos de los defectos de los enanos. El joven no pretendía ser insultante. De hecho, pensaba que estaba mostrándose cortés. No sabía hacerlo mejor, y ése no era momento para educarlo.

Félix hizo una reverencia y ocultó una sonrisa presumida.

—Me siento confundido y honrado por tu sentido del tacto, Thorgig Helmgard —dijo.

Thorgig asintió con la cabeza, complacido.

—Gracias, herr Jaeger. Parece que se te está contagiando la cortesía de los enanos. Por aquí.

Félix lo siguió por el corredor mientras sacudía la cabeza con asombro.

Avanzaron sigilosamente hacia el área más poblada de la mina, donde pudieron hallar y llevarse casi todo lo que había pedido Hamnir, sin llamar la atención de ningún orco. La excepción fue la cerveza. Todos los barriles que encontraron habían sido espitados, destrozados o vaciados. Sin embargo, hallaron un poco de pan duro, sin leudar, de enanos; al parecer, no era del agrado del paladar de los orcos. Lo metieron en la carretilla, junto con dos grandes pellejos de agua, algunas palas y un frasco de aceite para lámparas, y se apresuraron a regresar a la mina agotada.

Félix se quedó atónito ante la gran cantidad de roca que los hermanos habían arrancado durante su ausencia. El agujero de la pared ya tenía unos dos palmos de profundidad, y aunque era demasiado bajo para que Félix pudiera ponerse de pie dentro, era más ancho que un enano. Los tres hermanos no parecían trabajar con mayor lentitud, y mantenían un ritmo regular, como el de una máquina, sin hacer pausa alguna. Los demás habían retirado lo mejor posible los escombros resultantes, y Félix y Thorgig se pusieron a trabajar con las palas para echarlos dentro de la carretilla. Luego, Félix se los llevó corredor abajo y los amontonó fuera del paso.

* * *

Durante las siguientes diez horas, fue lo único que hizo. Mientras los enanos arrancaban pedazos de pared y el agujero se hacía cada vez más profundo, él recogía los trozos con la pala para echarlos en la carretilla, y se los llevaba. Era la única contribución que podía hacer. Pedirle que usara el pico sólo habría hecho el trabajo más lento, ya que habría tenido suerte si hubiese sido capaz de excavar medio palmo en una hora.

A las dos horas justas, los hermanos habían alcanzado la máxima profundidad a que podían llegar tres enanos que trabajaran lado a lado, y se retiraron, exhaustos. Galin los relevó, en solitario, con el torso desnudo, y se puso a picar a un ritmo regular y certero que hablaba de larga experiencia. Hamnir y Narin trabajaban detrás de él para ensanchar el agujero y sacar los trozos fuera, donde Félix los recogía.

Los otros enanos descansaban lo mejor posible, y Hamnir envió a Barbadecuero a la puerta de la mina agotada para que escuchara por si oía patrullas de orcos, y luego, una hora más tarde, a Narin.

Pasadas dos horas, Galin salió tambaleándose del agujero, tras haber excavado algo mas de otros dos palmos. Estaba bañado en sudor y tembloroso. Barbadecuero ocupó su lugar, y se quitó la máscara para ver mejor, pero sólo cuando estuvo bien oculto dentro del agujero. Dos horas más tarde, lo reemplazó Gotrek, que la emprendió contra la roca como si fuera una horda de orcos. Volaba piedra y polvo.

—Tranquilo, Matador —dijo Galin, que alzó la cabeza desde donde estaba tumbado—. No durarás mucho a ese ritmo.

—Conozco mis límites —replicó Gotrek, que continuó con furia a la misma velocidad.

Durante un rato, cavó con mayor rapidez que los otros y profundizó casi dos palmos en una hora, pero al comenzar la segunda, con el sudor corriéndole por la espalda desnuda, el avance se hizo más lento. Aun entonces, mantuvo el mismo ritmo que Barbadecuero, y dio la impresión de que podía continuar indefinidamente a esa velocidad. Aunque los otros lo alababan y alentaban, parecía insatisfecho, gruñía y mascullaba.

Finalmente, Gotrek salió del agujero, enjugándose la frente ceñuda.

—¿Listo para cambiar? —preguntó Ragar al mismo tiempo que se levantaba. Había descansado durante seis horas, y parecía razonablemente fresco.

Gotrek negó con la cabeza, recogió un segundo pico y volvió a desaparecer en el agujero, sin pronunciar palabra.

Los otros enanos se apiñaron en torno a la abertura y contemplaron, boquiabiertos, cómo atacaba al frente de arranque con los dos picos, que manejaba con tanta facilidad y destreza como sus compañeros habían manejado uno. Por todas partes, volaban chispas y trozos de piedra arenisca.

Los ojos de Gotrek relumbraban.

—Ahora avanzaremos un poco —gruñó al mismo tiempo que cogía ritmo.

Sus descomunales músculos brillaban de sudor a la luz del farol. Los trozos de roca se apilaban a los pies de Gotrek a una velocidad asombrosa.

—Está loco —dijo Galin.

—Se agotará completamente —comentó Galin.

Hamnir tenía clavada en la espalda de Gotrek una mirada dura, como si tuviese intención de ordenarle que se refrenara, pero en cambio retrocedió hasta el túnel y se apartó.

Gotrek continuó durante tres horas más y excavó otros seis palmos, una proeza inaudita que hizo que los otros, particularmente los hermanos Rassmusson, se mostraran estirados y celosos.

—No tiene la forma apropiada —dijo Karl, sorbiendo por la nariz, cuando se acercó al frente de arranque para comenzar su segundo turno, y empezó a picar.

—No sería ni mínimamente aceptable para la minería auténtica —convino Arn, que sujetaba un farol detrás de él.

—La minería auténtica es para que dure —asintió Karl.

* * *

Félix comenzaba a estar indeciblemente cansado, y se sentía culpable por ello. Mientras que los enanos habían trabajado de modo heroico, él no había hecho más que agacharse, traspalar y empujar la carretilla; pero tras doce horas de continua actividad, ya no podía mantener la cabeza erguida, y poco después de que Karl comenzara su segundo turno, le entregó la carretilla a Thorgig y se tendió sobre la manta en la oscuridad, más allá de la zona iluminada por los faroles, con la vieja capa como almohada.

Se quedó dormido casi al instante, pero el sueño fue inquieto. Las sensaciones de pavor maligno que había experimentado al entrar en la mina, y que no habían desaparecido en ningún momento por mucho que intentara librarse de ellas, eclosionaron en sueños como flores nocturnas pálidas y pútridas. Miedos amorfos que surgían de su inconsciente lo presionaban desde todas partes y amenazaban con sofocarlo. Susurros de insecto, como la vibración de alas vidriosas, le zumbaban viles incitaciones al oído. Se sentía como si, por los estrechos pasadizos de la mina, lo persiguiera un mal intangible que estuviera en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, aunque se le acercaba más a cada paso. Cualquier cosa que fuera iba a matarlo. Iba a morir allí. Nunca saldría de esos malditos túneles. Jamás volvería a ver el sol. Manos que no eran manos salían de la oscuridad para aferrado por el cuello. Sentía garras duras y frías que se deslizaban en torno a su garganta.

Félix despertó de forma brusca, jadeando. Un sudor frío como el hielo le perlaba la frente. Inspiró profundamente varias veces y miró a su alrededor, con el corazón acelerado. Del agujero irregular de la pared, le llegaron la oscilante luz de los faroles y el monótono sonido del pico que golpeaba la roca. En torno a él, los enanos estaban dormidos en sus lechos, y roncaban como sapos que croaran.

Los miró con repentina aversión. Los humanos que nunca habían conocido a un enano a menudo pensaban en ellos como una raza de hombres bajitos; sin embargo, tras haber pasado tantos años con Gotrek, Félix estaba mejor informado. No eran hombres. Ni siquiera eran primos de los hombres. Eran otra especie, una raza extraña de animales cavadores y de miras estrechas, con el instinto acaparador de las ratas gregarias y la testaruda intransigencia de las mulas. Miró fijamente a Thorgig, que roncaba a su lado. ¿Cómo era posible que alguna vez hubiera pensado en esos monstruos como personas? «Míralos, con esas caras planas y peludas, esas manazas toscas, la piel áspera con textura de arcilla, las gordas narices bulbosas, más bien parecidas a hocicos de cerdo».

Era extraño que nunca antes hubiese reparado en ello, pero de repente no podía soportar mirarlos, a ninguno de los que estaban allí. Le causaban repugnancia. Cada aspecto de los enanos le resultaba nauseabundo, ¡lo que empeoraba aún más por el hecho de que, a diferencia de los skavens, los orcos y otros monstruos, a veces los enanos habían logrado engañar a los hombres para que los aceptaran como iguales, incluso como superiores! ¡No! Era algo que no debía permitirse. Eran viles topos atrofiados que cavaban el suelo, comían tierra y excretaban oro, que sacrificaban al pueblo de Félix en honor de sus dioses demonios de piedra, arrasaban las ciudades de los humanos cuando las encontraban, y a él lo obligaban a esa larga hibernación.

Se estremeció. Ya no podía tolerar la presencia de esos seres. Su hedor le provocaba náuseas. No podía permitir que vivieran. Si la voluntad de los enanos no podía ser sometida, había que destruirlos. Se interponían en el camino de su legítima dominación del mundo. Desenvainó la daga y se puso de pie, con los ojos posados sobre Thorgig. El estúpido animal no sabía que tenía la muerte encima. Félix se inclinó y tapó la boca del enano mientras le clavaba la hoja del arma en la arteria de la parte inferior de la mandíbula, difícil de encontrar bajo el maldito pelaje de la bestia.

El enano luchó brevemente, pero luego quedó inerte. Félix miró a su alrededor. Ninguno de los otros había despertado. Bien. Félix avanzó hasta Narin, que yacía acurrucado sobre un costado. También a él le tapó la boca, y clavó la daga por debajo de la oreja del enano rubio. Se estremeció y luchó, pero sólo por un segundo.

Más allá de Narin, estaba Gotrek. El corazón de Félix se aceleró. Se detuvo junto al Matador dormido y lo miró con ferocidad. Era todavía más extraño que los otros: un monstruo revestido de músculos, con la piel como granito rosado, una tiesa franja de pelo capilar como la cresta de un gallo y, como bien sabía por experiencia, con la fuerza de diez de su raza. Bajó las manos con lentitud y sigilo. El Matador era demasiado peligroso. O lo mataba con la primera puñalada, o acabaría hecho pedazos. Curvó la mano libre para cubrir la boca de Gotrek y dirigió la punta de la hoja hacia la articulación de la mandíbula, como había hecho con los otros. Una puñalada rápida y…

El único ojo de Gotrek se abrió de repente, y una mano aferró la muñeca de Félix con rapidez cegadora. Félix se echó atrás para soltarse, pero la presa del enano era férrea. Luchó para separarse, pateó y dio puñetazos, pero el enano no lo soltó y recibió los golpes como si fueran copos de nieve que caían sobre él. Gotrek lo agarró por la otra muñeca.

—Humano —dijo—. Humano, despierta.

Félix intentó estrellar la cabeza contra el enano, pero no logró llegar hasta él. Se debatió bajo la inamovible presa de Gotrek. Se…

Despertó.