CATORCE

CATORCE

Al llegar al final de una larga rampa descendente, por cuyo centro corrían dos parejas de raíles anchos, salieron al Undgrin. El sistema de tornos y poleas que había hecho subir y bajar las vagonetas por la pendiente aún existía, polvoriento y herrumbroso, pero las vagonetas habían desaparecido.

Cuando atravesaron la ancha arcada del final de la rampa, Félix se quedó mirándolo todo, boquiabierto. La escala de aquello era vertiginosa: un túnel descomunal, de al menos doce metros de ancho por quince de alto, con paredes de granito tan pulimentadas que la luz de los faroles de los enanos se reflejaba en ellas como en un espejo. Por el centro del túnel corría una doble pareja de raíles que destellaban como hojas de espadas hasta desaparecer en la oscuridad. A ambos lados corrían plataformas elevadas por las que podían avanzar diez enanos, hombro con hombro. El suelo estaba cubierto por una uniforme y gruesa capa de polvo. Nadie había recorrido el camino subterráneo en varias décadas.

Los hermanos Rassmusson le dedicaron a Félix una ancha sonrisa.

—Ya te dijimos que lo reconocerías cuando lo vieras —dijo Ragar.

—No está mal, ¿eh? —añadió Arn.

A Félix le resultaba difícil concebir la idea de que se hubiese construido un túnel así, no sólo entre Duk Grung y Karak-Hirn, sino entre casi todas las fortalezas de los enanos, desde las Montañas del Fin del Mundo a las Montañas Negras.

—Es…, es pasmoso —dijo al fin.

—Éste es sólo un camino lateral —le aseguró Galin—. El verdadero Undgrin es el doble de grande.

—Es una verdadera pena que Duk Grung se haya agotado —dijo Karl—. Cuando estaba en activo, funcionaba el tren de vapor que llevaba el mineral a la fundición de Karak-Hirn. Podríamos haber saltado encima de él y haber llegado a la fortaleza en un día.

Ragar suspiró.

—Aquéllos sí que eran buenos tiempos. Diez días en el frente de arranque, y dos días para darle azotes a mi Iylda y hacerle cosquillas, otro día pasado en el Undgrin, y de vuelta al trabajo.

—Sí —convino Arn—. Dos días con una moza, es más o menos el tiempo correcto.

—Con un descanso de doce días entre medio —asintió Karl.

—Al trabajar en las minas de la fortaleza, las vemos cada noche —añadió Ragar, taciturno.

—Las vemos cada noche, y ellas se ponen a hablar de cosas —dijo Arn.

—De boda, por ejemplo —precisó Karl.

—Y de bebés —añadió Ragar, y tragó.

—Espero que el jefe encuentre pronto una mina nueva —dijo Arn.

Los otros hermanos asintieron con fervor mientras los enanos echaban a andar hacia la derecha, a paso vivo, con las linternas balanceándose colgadas de los cinturones. Los Rassmusson se pusieron a cantar una vieja canción de marcha, y los otros no tardaron en unírseles. Después del verso decimosexto, Félix comenzó a sentir dolor de cabeza.

—¿Ya no están preocupados por llamar la atención? —le preguntó a Gotrek por un lado de la boca.

—Aquí abajo no vive nada —replicó el Matador—. Demasiada profundidad, sin agua y sin nada que comer. Ni siquiera insectos.

* * *

El deslumbramiento que Félix había sentido ante el Undgrin se desvaneció con rapidez al recorrer el grupo un kilómetro tras otro de aquella monótona extensión. Era, con mucho, la etapa más segura y menos difícil del viaje —un camino plano y seco, sin curvas ni bifurcaciones—, y consecuentemente, la más aburrida, al menos para Félix.

Gotrek y Hamnir no tenían ninguna dificultad para matar el tiempo. Al haberse derribado, por fin, las murallas de un siglo de silencio entre ambos, las evocaciones y los amistosos insultos manaban por sus bocas en un atronador flujo grave. Caminaban hombro con hombro, las cabezas juntas, y el resto de la compañía sólo oía, de vez en cuando, algún «recuerda…» o «lo que le sucedió a…», y ocasionalmente, un estallido de risa tronante que resonaba en el túnel y volvía a ellos.

Félix descubrió que sentía celos de la amistad existente entre Hamnir y Gotrek. Gotrek y Félix habían sobrevivido a aventuras cien veces más desesperadas que las que Gotrek había compartido con Hamnir, pero ¿se habían reído en alguna ocasión de ellas del mismo modo? ¿Las habían compartido alguna vez de verdad? Daba la impresión de que, por mucho que hubieran discutido y se hubieran peleado, Gotrek y Hamnir habían sido auténticos amigos. Habían luchado hombro con hombro contra los peligros con que se habían enfrentado, no con Hamnir un paso por detrás y a la derecha, como hacía Félix. Juntos, se habían ido de parranda, habían bromeado y habían trazado planes locos.

¿Qué habían hecho juntos Gotrek y Félix? Viajar, sí, pero ¿habían conversado, mientras viajaban? Sólo lo poco que Gotrek era capaz de conversar: «Por aquí, humano», «Vamos, humano», «Déjalo atrás, humano», y más de lo mismo. A menudo, habían bebido el uno junto al otro, pero en esas ocasiones apenas si había habido más conversación: nada de compartir problemas como camaradas, nada de chistes bulliciosos, nada de insultos amistosos. Incluso estando muy borracho, Gotrek se mostraba reservado con Félix. No eran amigos. No eran iguales. Eran un Matador y su cronista; eso era todo.

¿Se debía a que pertenecían a razas diferentes? Gotrek sentía poco respeto por los hombres, era cierto, pero a lo largo de los años, había llegado a contar con la resistencia de Félix y con su destreza como espadachín, así como con su opinión.

Por muy a desgana que lo escuchara, al final lo escuchaba…, habitualmente. ¿Era tal vez el cronista de Gotrek el que tenía el problema? El Matador era, en un sentido, su patrón, y raras veces se trababa una verdadera amistad con el patrón.

Sin embargo, cuando pensaba en ello, Félix no recordaba a nadie, en todos los viajes, a quien Gotrek hubiese tratado como a un verdadero amigo, nadie hasta Hamnir. Ni siquiera a los otros Matadores que habían conocido. Snorri Muerdenarices, Bjorni y Ulli. Sí, habían bebido y rugido en todas las tabernas y en todas las poblaciones que habían visitado, pero no recordaba que Gotrek, ni una sola vez, le contara sus problemas a ninguno de ellos, ni riera con ellos al hablar de los viejos tiempos, ni siquiera que los odiara tanto como había odiado a Hamnir, antes de que zanjaran el agravio.

Entonces, Félix supo qué era. Gotrek había conocido a Hamnir antes de ser Matador. Cualquiera que fuese el hecho que había impulsado a Gotrek a tomar la cresta, no había sucedido aún durante los años en que había viajado con Hamnir. En esa época, Gotrek había sido un enano diferente, uno que aún no había experimentado la tragedia que lo impelería a volverle la espalda a la familia, a la fortaleza y a cualquier plan que hubiese hecho para su vida, y a deambular por el mundo en busca de una buena muerte.

Por ese motivo, Gotrek podía bromear y pelearse con Hamnir con tanta libertad. Hamnir lo devolvía a una época anterior a su perdición, cualquiera que hubiese sido, y lo hacía sentir como el enano que había sido entonces, el joven aventurero que había luchado arriba y abajo por la costa del Viejo Mundo. Eran los años en que el corazón de Gotrek había estado lo bastante abierto como para permitirle tener amigos. Esos días habían pasado. Entonces, el corazón del Matador estaba encerrado tras murallas más gruesas que las que rodeaban la bóveda del tesoro de un rey enano.

De repente, Félix se sintió apenado por Gotrek. Tal vez, incluso comprendió, en parte, por qué buscaba la muerte el Matador. Estar solo, aun cuando te rodeaban los compañeros más íntimos, durante el resto de una vida de enano sería una desdicha difícil de soportar. Si Hamnir le estaba devolviendo a Gotrek una parte de la felicidad perdida, ¿por qué tenía que sentirse resentido con él? Según estaban las cosas, era probable que todos murieran al final de aquel túnel. Era mejor que el Matador viviera un poco hasta ese momento.

* * *

Los enanos acamparon para pasar la noche alrededor de un fuego hecho con los mismos trozos de carbón lustroso que Galin había usado para encender los durmientes. Sólo unos pocos trozos echados sobre el suelo ardían con la brillantez y el calor de un fuego de leña normal, y durante casi el mismo tiempo. A la luz del fuego, las sombras de los enanos se movían como gigantes por las altas paredes del Undgrin, pero Félix miraba a izquierda y derecha, hacia el fondo del infinito camino subterráneo, y se sentía muy pequeño.

Cuando todos hubieron bebido unas cuantas jarras de cerveza fuerte, y hubieron acabado la cena seca y las galletas, la velada fue testigo de una jactanciosa competencia de enanos, en la que todos intentaban superar a los demás con los peligros y las estrafalarias aventuras que habían corrido. Gotrek se mostraba notablemente comedido si se consideraba que, al haber derrotado a un demonio, podía superarlos a todos. Sólo contó historias de sus tiempos de aventura con Hamnir, muy anteriores al hallazgo del hacha rúnica y a la toma de la cresta de Matador. «Tal vez —pensó Félix—, eso no tenga nada que ver con el comedimiento».

—Bueno, apuesto a que ninguno de vosotros ha escalado nunca hasta una altura tan grande como yo —dijo Galin, y bebió un sorbo de cerveza.

—¡Ja! —respondió Narin—. Yo escalé la vieja Cabeza de Martillo sólo para mirar la puesta de sol. ¿Escalaste hasta más arriba de eso?

Galin le dedicó una sonrisa presumida y se enjugó los labios.

—Fui uno de los jóvenes necios que se unió a Firriksson cuando escaló las Trenzas de la Doncella.

Thorgig se quedó boquiabierto.

—¿Tú escalaste las Trenzas? ¿Con esa barriga?

Los otros rieron.

Los ojos de Galin se encendieron por un instante, pero luego se relajó y rió entre dientes, al mismo tiempo que se daba unas palmadas en la voluminosa panza.

—Por entonces, no había conseguido mi bodega de cerveza. De hecho, era más joven que tú ahora, barbanueva, y pensaba que Firriksson era el aventurero más grandioso de todos los tiempos. Por supuesto, todos descubrimos, más tarde, que estaba tan loco como un garrapato en celo, pero entonces, bueno… —Chupó la pipa durante un momento, con los ojos perdidos—. Veréis, él había oído el cuento de viejas de que el Ojo de la Doncella, que hace guiños desde el pico de la Doncella durante la salida y la puesta del sol, era un diamante grande como una vagoneta de mina, y decidió que lo quería; así que allá fuimos, un puñado de mozuelos barbasnuevas y Firriksson, un Atronador lunático que solía bailar danzas de cosecha dentro de la tienda, a solas, durante media hora cada mañana, antes de levantar campamento. Decía que lo mantenía en forma. Perdimos a tres en el ascenso. Cayeron en una fisura que había en un campo nevado. Se rompieron todos los huesos. Mal asunto. —Frunció el ceño, y luego apartó de su mente el recuerdo y sonrió—. Cuando llegamos a la cumbre, después de cinco de los días más fríos de mi vida, Firriksson encontró el Ojo de la Doncella, que era todo lo que prometía, grande como una vagoneta de mina, transparente y límpido como agua de fuente…, y formado completamente por sal.

Los enanos estallaron en risotadas.

Galin se encogió de hombros.

—Así que tallamos nuestros nombres en él, lo lamimos para que nos diera suerte y volvimos a bajar.

—Si piensas que Kolia Firriksson estaba loco —dijo Hamnir—, prueba a servir a las órdenes de un humano. El humano más cuerdo está más loco que cualquier enano. —Miró a Félix al recordar, de repente, que estaba allí—. Eh…, sin intención de faltar al respeto, herr Jaeger.

Félix rechinó los dientes.

—No me siento ofendido.

Gotrek bufó.

—Y en una ocasión, nosotros luchamos para uno que estaba más loco que un skaven con un casco de piedra de disformidad.

Hamnir lo miró, riendo.

—¡Te refieres a Chamnelac!

—Sí —asintió Gotrek—. El duque Chamnelac de Cres, un cazador de piratas de Bretonia, feroz como un tejón…

—Y casi tan inteligente —añadió Hamnir—, pero si los bigotes hubieran sido cerebro, habría sido un mago. Tenía un par de mostachos tiesos como asas, de los que podrían haber colgado teteras.

Gotrek se inclinó hacia adelante.

—Habíamos estado persiguiendo al viejo Ojo de Hielo, un corsario norse que era el azote de la costa de Bretonia por aquellos tiempos, y finalmente le dimos alcance al sur de Sartosa, en una isla famosa por ser refugio de piratas.

—Había sido un viaje duro —prosiguió Hamnir, siguiendo el hilo de la historia—. Una tormenta nos había mantenido durante tres días en el mar, y un encuentro con un barco corsario tileano había acabado con la vida de veinte enanos y hombres, y había dejado heridos a otros veinte. Y Chamnelac había tenido tanta prisa por salir tras Ojo de Hielo que no se había avituallado ni aprovisionado adecuadamente. Casi no teníamos comida ni agua potable; ni siquiera cirujano, al que Chamnelac había dejado atrás por error.

—La tripulación no estaba muy contenta, huelga decirlo —continuó Gotrek—. Estábamos en inferioridad numérica para atacar a Ojo de Hielo en su escondrijo, y aun en el caso de que ganáramos, era probable que muriéramos por falta de vendas. Se hablaba de motín, y algunos de los oficiales fueron a implorarle que diera media vuelta.

—Chamnelac se negó —dijo Hamnir—. Los llamó cobardes. No quería dejar que Ojo de Hielo escapara. El fuerte de madera de Ojo de Hielo estaba en una orilla, y él ancló el barco en el lado opuesto y les ordenó a los hombres que bajaran a tierra, supuestamente para recoger agua potable y para cazar y aprovisionarse de comida. —Sonrió—. Cuando lo hicieron…

Gotrek se echó a reír.

—¡Cuando lo hicieron, le prendió fuego al barco! Ardió hasta la línea de flotación.

—¿Qué? —preguntó Arn—. Los humanos están locos.

—Yo le veo sentido a lo que hizo —declaró Thorgig—. Sus hombres vacilaban. No quería dejarles más alternativa que el ataque. El único modo que tenían de regresar a casa era matar a Ojo de Hielo y apoderarse de su barco. No habría retirada ni rendición.

—Muy valiente, seguro —dijo Narin—, pero hasta al comandante más intrépido le gusta dejar abierta una vía de escape, si puede.

—¿Funcionó? —quiso saber Ragar—. ¿Ganó?

Gotrek y Hamnir intercambiaron una mirada socarrona.

—Sí, desde luego —dijo Gotrek—. Chamnelac ganó. Tomó la isla sin librar un solo combate.

—¿Sin un solo combate? —preguntó Galin—. ¿Cómo es posible?

—Porque… —dijo Hamnir, y estalló en carcajadas—, porque Ojo de Hielo había visto el humo del barco en llamas de Chamnelac, y sabía que iba hacia él, y… —La risa lo venció.

Gotrek sonrió salvajemente.

—Se hizo a la mar. ¡Ojo de Hielo partió con todos sus barcos, y dejó a Chamnelac, boquiabierto, en la orilla!

—¿Se hizo a la mar? —A Thorgig se le salían los ojos de las órbitas—. Pero eso significa que Chamnelac…

—¡No podía salir de la isla! —acabó Narin, riendo entre dientes, al mismo tiempo que se daba palmadas en una rodilla—. ¡Se metió él mismo en una trampa! ¡Vaya estúpido!

Thorgig frunció el ceño.

—Bueno…, ¿y cómo salisteis de allí? ¿Construísteis una balsa?

Hamnir negó con la cabeza.

—Estábamos demasiado lejos de la costa. Nos quedamos bien atrapados. Finalmente, cuando habían pasado tres meses y estábamos todos más flacos que elfos, otro barco pitara, de Estalia, echó el ancla para recoger agua.

—Y entonces, Chamnelac se apoderó del barco, ¿no? —dijo Ragar.

Gotrek sonrió.

—Chamnelac estaba muerto; fue asesinado la primera noche que pasamos en la isla, al igual que la mitad de los oficiales, así que firmamos los artículos y nos unimos a los piratas. Lo hizo toda la tripulación de Chamnelac, y la mayoría continuaron en la hermandad, según recuerdo.

—El pobre viejo duque creó más piratas de los que cazó —comentó Hamnir, sacudiendo la cabeza.

Gotrek bebió un trago de cerveza.

—Tres meses en una isla con un puñado de sucios bretonianos y sólo bayas y gaviotas para comer me dejaron el estómago hecho trizas durante un año.

—Vosotros lo tuvisteis fácil —dijo Narin—. Yo estuve atrapado en una cabaña de cazador del oblast, en Kislev, durante dos meses, en pleno invierno, con dos ogros por compañeros y nada para comer, salvo una bodega llena de nabos podridos.

—Los enanos podemos vivir de nabos —dijo Galin—. No parece una penuria tan grande.

—Un enano sí que puede, pero, ay —replicó Narin—, por desgracia los ogros no pueden. Se los comen, sí; se comen cualquier cosa, pero sólo los deja con más ganas de algo… más carnoso. En aquel caso, yo.

Los otros rieron.

Félix vio que Gotrek miraba a Barbadecuero mientras Narin narraba su historia. El joven Matador no participaba en las fanfarronadas. Estaba sentado a cierta distancia de los otros y tenía los ojos fijos en el fuego a través de los agujeros de la máscara toscamente remendada. Gotrek lo miró de nuevo varias veces durante el relato de Narin. Luego, mientras los hermanos Rassmusson intentaban superarlo con la narración de una historia muy confusa en la que habían engañado a un compañero para que comiera estiércol de troll, se puso de pie y se acercó a él.

—¿Estás bien, Matador? —preguntó al mismo tiempo que se acuclillaba.

Barbadecuero se encogió de hombros.

»No estarás aún turbado porque te hemos visto la cara, ¿verdad?

Barbadecuero negó con la cabeza.

—No es eso; no del todo.

—Bien, entonces, ¿qué pasa? No sucede cada día que un enano se gradúe y pase de matagarrapatos a matatrolls.

A través de la abertura que tenía la máscara de cuero a la altura de la boca, Félix vio apenas cómo las comisuras del joven Matador ascendían en una sonrisa triste.

—Me alegro de haberme ganado ese nombre, sí —dijo—, pero…, pero no he muerto. No he acabado con mi vergüenza. Por el contrario, perdí la máscara y empeoré las cosas.

Gotrek rió entre dientes; fue un sonido negro y vacuo.

—Ahora conoces el verdadero dolor del Matador, muchacho —dijo—. Cada victoria es una derrota, porque sólo si morimos cumplimos con nuestro destino; pero si no intentamos ganar, si dejamos caer el hacha y permitimos que el troll nos haga pedazos, Grungni no nos aceptará en los Salones de los Ancestros, porque no le gustan los suicidas. —Suspiró—. Yo llevo en ello ochenta años. El dolor no pasa, pero te acostumbras a él. —Se puso de pie—. La cerveza ayuda. Tómate otra.

Regresó junto a los otros, y las historias continuaron.

* * *

A la mañana siguiente —si podía hablarse de mañana en el subterráneo mundo estigio del Undgrin—, pocas horas después de que los enanos levantaran campamento, llegaron a un sitio en el que parecía que el túnel había sido golpeado por una mano gigante. El suelo estaba curvado y roto, y las paredes y el techo se habían desmoronado y habían caído hacia el interior. El suelo se veía sembrado de rocas grandes como casas, que cubrían los raíles torcidos. Sobre ellas habían caído otras rocas, y algunas se encontraban en precario equilibrio; el techo era una confusión de rajaduras y bloques de menos. En algunos puntos, se curvaba hacia abajo de modo ominoso.

—¿Sabíais que esto estaba así? —preguntó Gotrek mientras paseaba la mirada por el desastre.

—Oí decir que se habían producido algunos desperfectos a causa de un terremoto que hubo seis años después de que se cerrara la mina —replicó Hamnir—, pero me dijeron que era transitable.

—Puedo ver el otro lado —comentó Narin, que se retorcía el trozo de madera que llevaba en la barba—, pero no parece prometer un paseo agradable.

—La pesadilla del minero —dijo Galin al mismo tiempo que alzaba los ojos con inquietud hacia el techo—. Esos bloques podrían caer en cualquier momento. Si cualquiera de nosotros alza siquiera la voz o da un pisotón en el suelo…, pataplum.

—Mi padre tenía intención de hacer reparaciones aquí —explicó Hamnir, que tragó con malestar—, pero siempre había cosas urgentes más cerca de casa.

—Yo oí decir que lo dejó así a propósito —comentó Karl.

—Sí —confirmó Ragar—, para que ningún ejército pudiera pasar por aquí sin que se le cayera todo encima.

—Una trampa prefabricada —asintió Arn.

—Una trampa para nosotros —reflexionó Barbadecuero, intranquilo—. Una avalancha de piedras no es muerte para un Matador.

—Olifsson —dijo Hamnir—, mira si puedes encontrar un camino para atravesarlo.

—¿Yo? —preguntó Galin con los ojos desorbitados—. ¿Quieres que acabe muerto?

—Eres ingeniero —contestó Hamnir—. Para esto has venido. Quiero tu consejo.

Galin tragó.

—Pues mi consejo —replicó— es buscar una manera de rodearlo.

Hamnir se puso ceñudo.

—Sabes muy bien que no existe otro camino. O lo atravesamos, o volvemos por donde vinimos.

—¿Eres un cobarde, después de todo, Olifsson? —preguntó Thorgig—. Estás un poco pálido.

Era verdad. La cara normalmente arrebolada de Galin estaba de color gris fango.

—Soy ingeniero de minas —replicó—. Al igual que el Matador conoce su hacha y el príncipe Hamnir conoce los mercados, yo conozco las paredes y los techos, y el peso que soportarán. Ese techo se aguanta con telarañas. No lograremos atravesar la galería.

—Pero tenemos que hacerlo —insistió Hamnir—, y tú eres el enano indicado para guiarnos.

—Será la muerte —declaró Galin sin apartar en ningún momento los ojos del techo, que estaba a punto de derrumbarse.

Hamnir avanzó hacia él y lo miró a los ojos.

—Escúchame, ingeniero. Tengo que salvar una fortaleza. No volveré atrás. Tú eres un voluntario. Yo no te ordené que me siguieras. Puedes marcharte si quieres. Los demás intentaremos atravesar esta trampa mortal sin ti.

Galin negó con la cabeza.

—Jamás lo lograréis.

—Sin ti, no —reconoció Hamnir, y se apartó de él para situarse junto a Gotrek, que estudiaba el derrumbamiento.

Los otros también le volvieron la espalda. Galin se quedó detrás de ellos, con los labios apretados y la cabeza gacha. Félix se reunió con los demás, tanto para que el ingeniero no se sintiera observado como para evitarlo como el resto.

—De acuerdo, malditos —dijo Galin con voz ahogada, tras una larga pausa—. De acuerdo, le echaré un vistazo. No puedo permitir que unos estúpidos se metan ahí dando pisotones y se maten.

Pasó entre ellos a empujones, con mirada furiosa. Se detuvo al borde del desastre, se quitó la mochila y dejó el martillo en el suelo.

Hamnir le puso una mano sobre un hombro.

—Gracias, ingeniero.

Galin movió bruscamente el hombro para quitarse la mano de encima al mismo tiempo que gruñía, e inspiró profundamente. A Félix le pareció que tal vez había perdido el valor una vez más, pero al fin avanzó con gran cautela, centímetro a centímetro. Al cabo de tres pasos, se volvió a mirarlos.

—Estaos callados.

Los demás enanos aguardaron mientras él avanzaba con cuidado entre las rocas; apoyaba cada pie con precaución, y comprobaba el suelo y los escombros con las puntas de las botas y los dedos temblorosos. Al cabo de poco rato, desapareció tras un montón de rocas, y Félix y los demás contuvieron la respiración y estiraron el cuello. Tras lo que pareció una eternidad, Galin reapareció, con las piernas temblorosas y la cara bañada en sudor. Regresó hacia ellos tan lenta y metódicamente como se había alejado, y finalmente, dejó escapar un largo suspiro al abandonar el último escombro de granito.

—Bueno, hay un paso —dijo mientras se enjugaba la frente—, pero todos tendréis que pisar exactamente donde pise yo, y tocar sólo lo que yo toque. Si pateáis un guijarro o resbaláis sobre la grava, acabaremos todos enterrados. Hay zonas de ese techo que… —Se estremeció—. Bueno, no sé qué lo mantiene ahí arriba.

—¿No podríamos hacer ahora mucho ruido para que cayera antes de que pasáramos? —preguntó Félix.

Los enanos le dirigieron una mirada paternalista.

—En efecto, eso sería lo más seguro —replicó Narin con una sonrisa—, pero ¿qué nos garantiza que después podríamos pasar?

—Yo puedo garantizar que no podremos —afirmó Galin.

—¡Ah, sí!, ya veo. Por supuesto. —Félix se sonrojó. Se sentía como un estúpido.

—Bien —concluyó Hamnir mientras miraba a los demás—, todos en fila y bien juntos. Galin, irás en cabeza. Jaeger, serás el último.

El corazón de Félix dio un salto.

—¿Por qué el último?

—Porque eres el que tiene las piernas más largas para correr si empiezan a caer cosas —replicó Hamnir—, y perdóname si soy demasiado franco: tienes más probabilidades que un enano de poner un pie en el sitio equivocado.

Félix cerró los puños. Más insultos.

—Es verdad, humano —dijo Gotrek—. Los enanos hemos nacido para los túneles y los hundimientos. Sabemos dónde poner los pies.

—Sí, sí, bien —replicó Félix.

Tenía ganas de darles un puñetazo a aquellos pequeños sabelotodos con ínfulas de superioridad, pero se contuvo. En caso contrario, probablemente provocaría el derrumbamiento del techo. Se quitó la capa roja y la metió en la mochila para que no se enganchara con nada.

—Seguidme de cerca —advirtió Galin— y no digáis ni una palabra.

Los enanos partieron como una oruga en marcha, caminando al paso, cada uno con una mano sobre un hombro del enano que iba delante. Parecía que lo habían hecho muchas veces antes. Félix puso una mano sobre un hombro de Gotrek e hizo todo lo posible por seguirle los pasos, con los ojos atentamente fijos en los pies del Matador.

El avance era lento. En cabeza de la fila, Galin comprobaba el terreno con el mango del martillo de guerra para asegurarse de que ninguna piedra o losa sobre la que ponía el pie iba a moverse o resbalar. Luego, avanzaba un paso y repetía la comprobación; otro paso, otra comprobación. El enano siguiente ponía entonces el pie donde Galin había apoyado el suyo, y así sucesivamente. Al principio, no resultaba difícil; pero cuando comenzaron a serpentear a través de la masa de monolíticas rocas y subir por lugares donde el suelo tenía un abultamiento que ascendía abruptamente, resultó más problemático. Los enanos afianzaban bien los pies al subir y bajar, para asegurarse de no resbalar hacia atrás o irse hacia adelante.

Mientras seguía a Gotrek, a Félix le latía tan ruidosamente el corazón que pensó que las vibraciones, sin duda, provocarían el desplome del techo. Sudaba a chorros. Cada hilo de polvo que caía, cada repiqueteo del tacón de una bota sobre la roca, lo hacía contraerse y encoger los hombros. Le dolía el cuello a causa de la tensión.

Observó cómo Gotrek pasaba por encima de un reborde saliente de roca y posaba el pie cuidadosamente al otro lado, en el sitio exacto en que lo había puesto el enano que iba delante de él. Félix pasó la pierna por encima del reborde y apoyó el pie con precisión, con los ojos atentos para retener el sitio exacto que Gotrek pisaba a continuación, y…

Se golpeó la cabeza contra un saliente bajo de roca. Se tapó la boca con una mano para reprimir un grito. El mundo se alejaba, y se volvía amarillo y negro. Se le doblaban las rodillas. Había estado tan concentrado en los pies de Gotrek que no había visto la placa voladiza de granito situada a una altura que a Gotrek le había permitido pasar por debajo, simplemente. Tenía ganas de gritar y saltar de un lado a otro, pero ambas cosas habrían constituido un suicidio. Se quedó inmóvil. El túnel le daba vueltas. Iba a caerse.

Una mano férrea lo cogió por la parte superior del brazo. Abrió los ojos y vio que Gotrek lo sujetaba con firmeza al mismo tiempo que se llevaba un grueso dedo corto a los labios. Félix asintió con la cabeza, y entonces deseó no haberlo hecho. Estuvo a punto de caerse. Miró más allá de Gotrek. Los otros enanos se habían detenido y se volvían a mirarlo con expresiones de lástima, desprecio y diversión. Galin observaba el techo con los ojos muy abiertos y movía los labios como si estuviera orando.

Pasado un momento, el túnel se quedó quieto, y se le pasó el mareo. Aún le dolía horrores la cabeza y le caía un hilo de sangre hasta la punta de la nariz, pero se había recobrado lo suficiente como para caminar. Le hizo un gesto a Gotrek para que continuara. El Matador se volvió junto con los demás y dio otro paso. Félix se agachó para pasar por debajo de la losa voladiza y lo siguió.

Jaeger no fue el único que cometió un error. A medio camino, el mango del martillo con que Galin sondeaba el terreno desprendió una roca del tamaño de un cráneo, que rodó por una sección inclinada del suelo, mientras los enanos quedaban petrificados y miraban hacia lo alto, con los hombros encogidos. Del techo cayeron regueros de polvo, pero nada más. Un poco más adelante, Thorgig se apoyó con una mano en un bloque de piedra caído para no perder el equilibrio, y la piedra comenzó a ladearse. Él retrocedió con un grito ahogado, y los otros se volvieron a mirar. El bloque, del tamaño de un carruaje, se apoyaba precariamente sobre una roca más pequeña que tenía debajo; el punto de equilibrio estaba situado directamente en el borde. Los enanos se quedaron inmóviles mientras observaban cómo se inclinaba lentamente, y luego volvía a caer con un solemne golpe sordo. Todos volvieron a respirar.

Al fin, Galin los condujo más allá de la zona medio derrumbada y salieron de debajo del agrietado techo. En ese momento, todos suspiraron de alivio.

Félix se limpió delicadamente la frente ensangrentada con un pañuelo y volvió la vista atrás. Le temblaban los brazos y las piernas debido a los nervios que había pasado.

—Espero que no tengamos que regresar por este camino. No sé si podría soportarlo otra vez.

—¿Regresar? —dijo Gotrek con el ceño fruncido.

Él y Hamnir se miraron y sonrieron. Al mismo tiempo, se inclinaron y recogieron pesadas rocas.

—No hay retroceso —dijo Hamnir.

—¡Por Chamnelac! —gritaron en el momento de lanzar las rocas hacia la sección de túnel derrumbado—. ¡Quememos el barco!

Ambas piedras rebotaron ruidosamente sobre la enorme roca inestable que Thorgig había estado a punto de hacer caer al tocarla.

Los otros enanos se quedaron mirando fijamente.

—¡Sois unos hombres locos! —jadeó Félix en el momento en que el bloque de piedra comenzaba a ladearse.

—Enanos locos —lo corrigió Gotrek.

El movimiento del bloque se enlenteció, y dio la impresión de que iba a volver a caer hasta la posición de reposo, como antes; pero, justo entonces, el borde de la piedra inferior se desmenuzó bajo el enorme peso que soportaba, y al perder el equilibrio, la roca de encima se deslizó hacia adelante unos treinta centímetros y cayó al suelo con un estruendo atronador, que hizo estremecer todo el túnel.

En lo alto se oyó un largo sonido de desgarro, como si alguien rompiera una enorme lona embreada, y toda la sección del techo se desplomó y se partió mientras caía al suelo.

—¡Corred! —gritó Galin.

Los primeros bloques se estrellaron contra los escombros como balas de cañón, y los enanos fueron derribados al suelo. Volvieron a ponerse en pie de un salto y echaron a correr para huir del derrumbamiento en loca carrera, mientras el túnel se estremecía y retronaba. Sin dejar de correr, Félix miró atrás. Caían más y más bloques que pulverizaban a los que habían caído antes. Las paredes se curvaban hacia el interior y se venían abajo. Lo golpeó en una mejilla un guijarro y el impacto le escoció como una bala. Una roca del tamaño de un queso de Marienburgo pasó rebotando junto a él y a punto estuvo de chocar contra Ragar, antes de rodar hasta detenerse.

Otra mirada. Una nube de polvo que ascendía ocultaba ya el derrumbamiento y ondulaba tras los enanos a mayor velocidad de la que ellos podían alcanzar. Félix se atragantó al ser envuelto por la nube, y el polvo de granito le cubrió la lengua y le llenó los ojos y las fosas nasales. Los faroles de los enanos eran resplandores de un tono anaranjado mortecino que se balanceaban a su alrededor dentro de la niebla gris, mientras el rugido de las rocas que caían continuaba aporreándole los oídos.

Cincuenta pasos más adelante, llegaron a la periferia de la nube de polvo y continuaron a paso más lento. El trueno constante comenzó a disminuir hasta convertirse en impactos y detonaciones aislados. Los enanos se detuvieron.

Gotrek y Hamnir reían agudamente como escolares traviesos; se atragantaban y volvían a reír en igual medida mientras las lágrimas abrían surcos rosados en sus mejillas polvorientas. Parecía que a ellos y a los demás enanos los hubieran metido dentro de un barril de harina. Félix estaba igual. Estornudaban, carraspeaban y escupían, doblados por la mitad a causa de la agitación de la carrera.

—Hemos estado casi a punto —dijo Hamnir con una risilla infantil.

—Sí, un poquitín —convino Gotrek.

—¡Podríais habernos advertido! —dijo Narin.

—No ha sido tácticamente sensato, precisamente —añadió Galin, malhumorado—. Es muy bonito decir «sin retirada», pero…

Gotrek alzó hacia él una mirada feroz.

—Desde el principio, no había retirada. Esto, simplemente, lo ha dejado claro. La única salida es avanzar.

Hamnir también se puso serio.

—No hay ninguna otra vía de entrada a la fortaleza. La alcanzaremos por aquí o moriremos en el intento. Es lo mismo que jurasteis cuando os presentasteis voluntarios para esta misión. Si estáis reconsiderándolo, bueno —rió perversamente—, lo estáis haciendo demasiado tarde. —Les dirigió a todos una mirada llameante—. Bien, ¿estáis preparados para continuar?

Los enanos asintieron con la cabeza. Se sacudieron el polvo, se acomodaron las armas y las mochilas, y el grupo reanudó la marcha. Félix volvió a ponerse la capa roja. Hacía frío en el interminable túnel.

Mientras caminaban, Hamnir miró atrás, aunque la sección derrumbada era invisible en medio del polvo y la oscuridad. Sonrió ceñudamente.

—Birrisson estará contento… si aún vive. Hace siglos que no tiene un proyecto de reconstrucción realmente grande.